«Proscritas: cinco escritoras que cambiaron el mundo» (2020)

        Según el estudio recientemente elaborado por el medio Newtral, dentro de las cinco asignaturas de 2ª de Bachillerato en las que figuran nombres y apellidos de autores o autoras y que se deben de estudiar para la EBAU (la nueva prueba de acceso a la Universidad), menos de un 5% corresponden a mujeres. Realmente, de las cinco asignaturas, solo aparecen mujeres en una: Fundamentos del Arte II, mientras en el resto el porcentaje es cero patatero: Historia de la filosofía, Historia del Arte, Historia de España y Cultura Audiovisual. De 419 personas, solo 20 son féminas. Podríamos ponernos a debatir sobre las cuestiones esas en las que entran quienes opinan que eso se debe simplemente a la importancia de los personajes históricos o entran a evaluar, con escasa capacidad de análisis o cuáles podrían ser los motivos, que es que siempre ha habido menos mujeres en todos los campos. En realidad, que determinadas mujeres no sean ni nombradas en esas asignaturas se debe a la ignorancia y la falta de rigor, que debería de ser peor para las personas, supuestas elabora los currículos de Bachillerato al ser mero hecho objetivo, que la acusación –cierta también en el trasfondo de la cuestión– , del filtro machista y patriarcal por el que estudiaron, estudian y hacen estudiar con dicho sesgo. Con dos ejemplos a lo mejor me hago entender mejor: Alice Guy fue pionera en el cine, de hecho se convirtió en la primera persona en realizar una película de ficción y que pudo vivir del cine; a día de hoy, prácticamente sigue sin aparecer en los libros de historia del séptimo arte, como tampoco lo hace en el temario de Cultura Audiovisual II de 2ª de Bachillerato. Lo mismo podemos decir de Susan Kare, una de las más importantes diseñadoras gráficas de empresas como Apple o Microsoft e iniciadora del Pixel Art, fundamental en redes sociales y publicidad; tampoco aparece, claro.

    ¿Y a qué viene esta introducción sobre un ensayo biográfico de escritoras proscritas que vivieron en el siglo XIX y principios del XX? Porque podría ser que caigamos en la tentación de pensar que estas cosas, a Dios gracias, ya no pasan, que qué penita lo mal que lo pasaron Mary Shelley, Emile Brontë, George Elliot, Olive Schreiner y Virginia Woolf –entre otras muchas– por la época en la que les tocó vivir. Solo existe un aspecto claro en el que se ha avanzado, y no quizá porque no se sienta esa discriminación, sino, más bien por el cambio de mentalidad de las propias mujeres: todas las autoras que aparecen en el ensayo excepto Virginia Woolf se vieron impelidas a publicar sus novelas de manera anónima o bajo seudónimo masculino para que vieran la luz. Sí, tanto Frankenstein como Cumbres Borrascosas se editaron por primera vez bajo autor desconocido y el público dio por hecho que habían sido escritas por varones. De hecho, cuando varios años después se dio a conocer a las escritoras fueron criticadas duramente porque lo que se exponía, y cómo se exponía, no estaba bien visto en una dama. Tanto Mary Ann Evan como Olive Schreiner lo hicieron bajo seudónimo: la primera de por vida con el nombre de George Eliot; la segunda, en su primera novela, Historia de una granja africana, con el de Ralph Iron. El caso de Virginia Woolf es totalmente distinto, tanto por el círculo de amistades como porque ella y su marido Leonard fundaron una editorial propia en 1917, Hogarth Press, donde publicó toda se obra a excepción de su primera novela: Fin de viaje (1915), que lo hizo un la de su hermano paterno Gerald Duckworth. Sigue leyendo

Qué te impide abrazar a un subsahariano

    A decir verdad, he de reconocer que el título de esta entrada intrascendente iba a ser algo así como «qué moralidad enferma y despreciable tiene una persona que es capaz de sacar odio de esta imagen». Pero que haya que explicar estas cosas es de escuela infantil, como tener que debatir por qué no es muy normal ni respetuoso escupirle en un ojo al vecino del quinto, aunque te caiga fatal, cuando coincidas con él en el ascensor; así que mejor partir de la otra pregunta, la de los impedimentos para realizar algo.

    Dijo Voltaire que «si quieres saber quién te controla, mira a quién no puedes criticar», y partiendo de esa base, que considero poco discutible, así como del contexto no es difícil sacar determinadas conclusiones. Más allá del posible interés mediático de nuestro país en su enconada lucha de control fronterizo con Marruecos, los hechos objetivos son que, el pasado 18 de mayo, tanto el GEAS de la Guardia Civil como el ejército y personas voluntarias de Cruz Roja rescataron a decenas de menores de morir ahogados en las aguas de Ceuta. Hay infinidad de fotos que así lo atestiguan, pero a los bichos desalmados de siempre no les da por criticar al ejército o a la benemérita, sino a Luna, una cooperante de Cruz Roja, la más indefensa del grupo de rescate, por abrazar a un chico subsahariano que lloraba tras llegar a la costa. Luna tuvo que cerrar sus redes sociales debido a la cantidad de burradas, insultos y amenazas que estaba recibiendo por parte de la España cañí más reaccionaria y ultraderechista. Sigue leyendo

3+2

     Hace más de quince años, cuando me dedicaba a compartir la mayor parte del día con personas con diversidad funcional en una Unidad de Estancia Diurna, había una chica, Sonia, de veintipocos años y una moderada alteración cognitiva, a la que cogió por banda un voluntario para llevar a cabo el inconcebible propósito de que aprendiera a sumar. Ramón, que así se llamaba el voluntario, la conducía cariñosamente a una zona más independiente de la casa, a fin de que Sonia no perdiera concentración y colocaba dos filas de lápices de colores (también lo hizo con caramelos, que podían llamarle más la atención) lanzando finalmente la ecuación, porque eso era para Sonia: «¿cuántos son tres más dos?».

     La susodicha miraba las dos filas de lápices (o caramelos) y observaba cómo Ramón iba desplazándolos de uno a otro lugar hasta sumar el número exacto. En ocasiones miraba al techo, con la mano apoyada en la barbilla, o a Ramón y sonreía. Así se tiraban alrededor de veinte minutos varios días por semana. La mayor parte de las veces, cerca del minuto diecinueve, tras numerosas respuestas aleatorias, Sonia acertaba, decía cinco (o seis o siete si había logrado subir su nivel académico en esa tarde ociosa) y Ramón aprovechaba ese momento para sentirse satisfecho, al menos hasta el próximo día en el que, obviamente, Sonia no recordaba lo más mínimo de lo que había aprendido la jornada anterior.

     Huelga decir que la chica tenía sus limitaciones cognitivas, pero el maestro también demostraba las suyas con tan insólita insistencia.

    Y así sucede, a una y otra parte, en el día a día. Por un lado, el problema es esa manía de querer hacer ver a toda costa a quien no puede, pues tiene la capacidad limitada por la obcecación y por las orejeras esas que no permiten contemplar nada más allá del camino preconcebido; por el otro, da igual que dos más tres sean cinco, si hace falta se lanza el órdago de que las matemáticas son bolivarianas, y resulta que dos más tres puede ser otro resultado aleatorio: seis, diecisiete, veinticinco… como los que soltaba Sonia para que la dejaran mirar al techo en paz.

    Por eso no voy a dar datos, que están en todas partes, acerca de las mentiras sobre inmigración, MENAS, el motivo por el cual la abuela cobra una pensión de mierda o por qué insultar a quién se me opone, no dejar hablar o crear constante crispación no entra dentro de los cánones de la ética y la moral. Porque un ciego no puede ver ni un sordo oír y si se obrara el milagro, siempre quedaría el recurso obtuso que me contaba mi padre de chico de aquella madre que fue a la jura de bandera de su retoño: «mira, todos van con el paso cambiao menos mi Rubén».

     Lo malo es callarse en general, no solo con la gente que miente, difama o discrimina a sabiendas, con la caña de excusa que también hemos oído cienes y cienes de veces: «las mentiras tienen las patas muy cortas», o «se pilla antes a un mentiroso que a un cojo». Claro, eso mismo pensaba yo el viernes, 23 de abril, Día Internacional del libro en honor a la muerte, ese mismo día de Shakespeare y Cervantes (del Inca Garcilaso no digo nada porque, a pesar de ser, en realidad, el único que falleció ese día, solemos ignorarlo bastante –será por su ascendencia india–). Sí, criaturas, que la UNESCO podrá cantar misa cuando lo declaró en 1988, y Victor Hugo, que es probablemente de donde viene el malentendido allá por el siglo XIX, pero Cervantes murió el día 22 con casi absoluta certeza y Shakespeare a principios de mayo. Ya ves lo cortas que tienen las patas las mentiras. Cortísimas, estas vienen, mínimo de 1863. Lo mismo es que a nadie en estos años y décadas le ha dado por investigar un poquitín, como ahora, vaya, que es más sencillo creerse a pie juntillas un meme que ponerse uno a leer estudios científicos y los datos del Ministerio del Interior, de la Unión Europea o del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Al fin y al cabo, ¿no son todos unos vendidos el social-comunismo?

«La hija del sepulturero» (2007)

     No miento cuando digo que desconfío, con un pulcro y medido pragmatismo inmensamente lógico, de quienes se atreven a escribir al menos una novela al año (o a dirigir una película, como el caso de Woody Allen). Si además las novelas tienen un mínimo de 500 páginas estamos hablando de palabras mayores. La escritora estadounidense Joyce Carol Oates podría presumir de prolífica, si ello fuera un aspecto positivo en sí mismo, pues, de momento, de su pluma han visto la luz más de cien obras si solo nos atenemos a las novelas y a los libros de relatos, obviando la poesía, el teatro, los ensayos y la literatura infantil y juvenil. Este dato, que conocía de antemano antes de lanzarme con su novela La hija del sepulturero, no jugaba precisamente a su favor.

      Pero como diría el ínclito Sheldon Cooper de la serie The Big Bang Theory: «¡Zas, en toda la boca!». Resulta que La hija del sepulturero es una novela excelente y lo mismo habremos de hacer caso a la propia Oates cuando decía en alguna que otra entrevista que «jamás en mi vida me he tomado un día de vacaciones» o «si no estoy escribiendo, pienso en escribir». Los numerosos episodios de taquicardia sufridos a lo largo de su vida también han hecho experimentar a la escritora la necesidad de escribir rápido, de que el tiempo es limitado y no se puede ser perezosa. Adjetivo que, definitivamente, no se le puede colgar.

     Por encima de cualquier otro aspecto literario hay un detalle en La hija del sepulturero que me ha hecho recordar de manera indefectible otras obras de representantes del gótico sureño como William Faulkner, Cormac McCarthy o Carson McCullers: esa escena final, mínima incluso, que logra dar sentido a cada una de las decisiones llevadas a cabo por alguno de los personajes protagonistas, para lo bueno o para lo malo, sea Anse Bundren en Mientras agonizo, Rinthy en La oscuridad exterior, John Singer en El corazón es un cazador solitario o Rebecca Schwart en la novela que nos ocupa. Sigue leyendo