La perversidad del sistema (o por qué ser anarquista)

     Como diría aquel del chiste: lo que viene ahora, aunque no lo parezca, es verídico y, siendo tan sumamente importante que sepa el mundo que aún no lo sabe del egoísmo y de la dejación de la administración y demás poderes públicos ante las personas más vulnerables, trataremos de ser breves dentro de la imposibilidad.

     G.G.O. es un señor (en el sentido meramente definitorio del término) de 77 años. En pleno confinamiento, allá por mayo de 2020, fue denunciado por violencia machista por su mujer y por el hijo con el que convivía. Las dos hijas apoyaron la denuncia sin haber sido testigos directos de las amenazas y agresiones, y los otros tres hijos mayores, ni fu ni fa. Bastante claro tenía que estar el asunto cuando la jueza, tras la detención de G. por parte de la Unidad de Atención a la Familia y Mujer (UFAM), decretó orden de alejamiento instantánea más colocación de pulsera telemática. Habida cuenta de que el susodicho mostraba evidentes trastornos de conducta, la agente que llevó a cabo su detención y estuvo presente en el juicio rápido propuso, a instancias de los mandos, su internamiento en un centro especializado hasta que pudiera ser valorado por un especialista. Gracias al magnífico trabajo de coordinación de todos los recursos y a la preocupación generalizada de todas las partes ante la situación y las agresiones de G., simplemente fue ingresado en un centrosanitario para personas mayores de un pueblo de la provincia de Córdoba. Del expediente, podría jurar que nunca más se supo.

      En estas, a los pocos meses de dicho ingreso, esos hijos mayores tan preocupados por su padre así como por las situaciones que pudiera provocar, deciden trasladarlo a la capital para poder visitarlo con más asiduidad y debido a que, cuando iban a verlo al centro, lo encontraban sobremedicado y prácticamente ausente. Y aquí entramos nosotras, pues el hijo mayor, J.M., abogado de oficio y bastante transigente con la conducta paterna, solicita plaza en nuestra residencia a finales de junio del año pasado, explicando muy por encima el trasiego, minimizando la situación y los motivos que condujeron a su padre ante el juez («nunca ha sido así», «todo era normal», «simples discusiones de matrimonio», «se llevaba muy mal con mi hermano»…), que no se corría ningún riesgo y que iban a retirarle la pulsera telemática. Huelga decir que el hecho, bastante importante, de que la valoración de la policía y de la jueza era el internamiento de G. en un centro especializado en trastornos de comportamiento y en salud mental no fue puesto en nuestro conocimiento por ninguna de las partes, entregándonos ociosamente un regalito muy bien envuelto a principios de julio, con la somera explicación de que todo se debía al inicio del deterioro cognitivo que, por cierto, nunca llegó a estar diagnosticado más allá de un informe de neurología en septiembre de 2020 en el que se indicaba simplemente un posible deterioro junto con los trastornos de conducta. Continue reading

Concierto 8 de mayo Día de la HOAC: Promo

      Pues justo un día antes de que nos creamos libres simplemente porque se acaba el estado de alerta, mini-concierto por el Día de la HOAC. 75 añitos de nada «Tendiendo puentes».

     Deseando tocar de nuevo, y con Valen, nuestro baterista y percusionista, que hacía una barbaridad que no nos juntábamos como grupo total.

      Os esperamos.

3+2

     Hace más de quince años, cuando me dedicaba a compartir la mayor parte del día con personas con diversidad funcional en una Unidad de Estancia Diurna, había una chica, Sonia, de veintipocos años y una moderada alteración cognitiva, a la que cogió por banda un voluntario para llevar a cabo el inconcebible propósito de que aprendiera a sumar. Ramón, que así se llamaba el voluntario, la conducía cariñosamente a una zona más independiente de la casa, a fin de que Sonia no perdiera concentración y colocaba dos filas de lápices de colores (también lo hizo con caramelos, que podían llamarle más la atención) lanzando finalmente la ecuación, porque eso era para Sonia: «¿cuántos son tres más dos?».

     La susodicha miraba las dos filas de lápices (o caramelos) y observaba cómo Ramón iba desplazándolos de uno a otro lugar hasta sumar el número exacto. En ocasiones miraba al techo, con la mano apoyada en la barbilla, o a Ramón y sonreía. Así se tiraban alrededor de veinte minutos varios días por semana. La mayor parte de las veces, cerca del minuto diecinueve, tras numerosas respuestas aleatorias, Sonia acertaba, decía cinco (o seis o siete si había logrado subir su nivel académico en esa tarde ociosa) y Ramón aprovechaba ese momento para sentirse satisfecho, al menos hasta el próximo día en el que, obviamente, Sonia no recordaba lo más mínimo de lo que había aprendido la jornada anterior.

     Huelga decir que la chica tenía sus limitaciones cognitivas, pero el maestro también demostraba las suyas con tan insólita insistencia.

    Y así sucede, a una y otra parte, en el día a día. Por un lado, el problema es esa manía de querer hacer ver a toda costa a quien no puede, pues tiene la capacidad limitada por la obcecación y por las orejeras esas que no permiten contemplar nada más allá del camino preconcebido; por el otro, da igual que dos más tres sean cinco, si hace falta se lanza el órdago de que las matemáticas son bolivarianas, y resulta que dos más tres puede ser otro resultado aleatorio: seis, diecisiete, veinticinco… como los que soltaba Sonia para que la dejaran mirar al techo en paz.

    Por eso no voy a dar datos, que están en todas partes, acerca de las mentiras sobre inmigración, MENAS, el motivo por el cual la abuela cobra una pensión de mierda o por qué insultar a quién se me opone, no dejar hablar o crear constante crispación no entra dentro de los cánones de la ética y la moral. Porque un ciego no puede ver ni un sordo oír y si se obrara el milagro, siempre quedaría el recurso obtuso que me contaba mi padre de chico de aquella madre que fue a la jura de bandera de su retoño: «mira, todos van con el paso cambiao menos mi Rubén».

     Lo malo es callarse en general, no solo con la gente que miente, difama o discrimina a sabiendas, con la caña de excusa que también hemos oído cienes y cienes de veces: «las mentiras tienen las patas muy cortas», o «se pilla antes a un mentiroso que a un cojo». Claro, eso mismo pensaba yo el viernes, 23 de abril, Día Internacional del libro en honor a la muerte, ese mismo día de Shakespeare y Cervantes (del Inca Garcilaso no digo nada porque, a pesar de ser, en realidad, el único que falleció ese día, solemos ignorarlo bastante –será por su ascendencia india–). Sí, criaturas, que la UNESCO podrá cantar misa cuando lo declaró en 1988, y Victor Hugo, que es probablemente de donde viene el malentendido allá por el siglo XIX, pero Cervantes murió el día 22 con casi absoluta certeza y Shakespeare a principios de mayo. Ya ves lo cortas que tienen las patas las mentiras. Cortísimas, estas vienen, mínimo de 1863. Lo mismo es que a nadie en estos años y décadas le ha dado por investigar un poquitín, como ahora, vaya, que es más sencillo creerse a pie juntillas un meme que ponerse uno a leer estudios científicos y los datos del Ministerio del Interior, de la Unión Europea o del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Al fin y al cabo, ¿no son todos unos vendidos el social-comunismo?

Mechacortismo

    Ya, suena a chiste, o a noticia de El Mundo Today o de El Jueves, pero lo curioso es que es verdad, que existe el término, y concretamente el llamado síndrome de la mecha corta. Tan real es la cosa que conozco a cantidad de peña que lo sufre, tanta que si se realizaran estadísticas es probable que resultara más común que las alergias.

    Aunque las características de dicho trastorno pueden resultar obvias, no está de más hacer un parco resumen y, de esta manera, quien esté leyendo estas líneas puede ir dándole vueltas al tarro (veréis que tampoco va a hacer falta mucho) hasta descubrir multitud de personas enfermas a su alrededor, posiblemente sin saberlo.

    El síndrome de la mecha corta es un trastorno caracterizado por episodios de descontrol emocional y de los impulsos, que provocan ataques de ira y agresividad, ya sea verbal o incluso física. Los ataques de furia son desproporcionados respecto al evento desencadenante, que a menudo es irrelevante, y suelen estar seguidos de sentimientos de arrepentimiento y vergüenza. Lo mismo estáis pensando que tanta gente no hay, que no caéis en demasiadas personas de vuestro entorno, lejano o cercano, porque la segunda parte del enunciado, eso sobre el arrepentimiento o la vergüenza no lo veis nunca, pero es que resulta que del mismo modo que la ira generalmente se nota sin demasiada dificultad y hasta puede considerarse la agresividad como una pulsión, el arrepentimiento y la vergüenza ni se notan a bote pronto ni son un reflejo natural; es decir, que alguien puede ser mechacortista sin que muestre expresamente lo mal que se siente. Eso sin contar que la agresividad, en determinadas ocasiones, casi siempre condicionadas por el contexto o el grupo social en el que nos hallemos, puede implosionar y derivarse hacia el interior, provocando efectos psicosomáticos como úlceras, problemas estomacales o dolores y tensiones musculares. Continue reading