«Gunda» (2020)

   Determinadas situaciones son imposibles de transmitir si no las has experimentado o llegado a ser parte íntima de tu vida: estar embarazada, tener una hija, sentirse tremendamente sola… Incluso si conforman tu experiencia personal, resulta complicado traducirlas a palabras vanas a menos que sepas narrar sentimientos con la precisión quirúrgica de Clarice Lispector o George Eliot. Si quieres que el personal no se te duerma, ya es de récord.

     Eso es Gunda: una película indefinible e imposible de transmitir por más empeño que le pongas. Llegaría incluso más lejos afirmando que todo lo que se diga a nivel objetivo de la cinta, podría conducir al efecto contrario: que a cualquiera se le quiten las ganas de verla. Documental noruego, en blanco y negro, con secuencias y planos largos y en el que, aparte del silencio, solo se escuchan berridos, gruñidos y cacareos. Pues vaya.

     Sí, pero lo digo, a riesgo de que me linchen: no te pierdas Gunda, cuyo título parece ser que proviene del nombre de la gallina coja que aparece en el documental, no de su protagonista. Y no debe perdérsela nadie, o casi. Aquellas personas que disfruten con el buen cine, porque lo es, y de largo: dirección, montaje, planificación, la excelentísima fotografía en blanco y negro; aquellas a las que ni les gusta ni les disgusta pero están llenas de sensibilidad, porque es difícil encontrar en los anales de la historia del séptimo arte un filme que te haga sentir tanto sin un solo ser humano de por medio y sin ninguna bandita sonora o música de fondo que te remueva las entrañas. Con Gunda no hace falta.

     Solo recomiendo abstenerse a personas acostumbradas a películas de vídeoclip, a quienes les parece lenta la primera media hora de La comunidad del Anillo (Peter Jackson, 2001) y la última de El retorno del Rey (Peter Jackson, 2003) porque no se están matando desde el primer minuto hasta el último. Gunda es cine de contemplación, puro y duro, como aquel otro documental, también excepcional, con el que comparte cierta estructura, bastante de trasfondo y mucho de recursos cinematográficos: Nuestro pan de cada día (Nikolaus Geyrhalter, 2005). Continue reading

«Make More Noise! Suffragettes In Silent Film» (2015)

     Hay filmes necesarios de ver; más allá de sus bondades, su originalidad o su ruptura con los convencionalismos. El ensayo documental «Make More Noise! Suffragettes In Silent Film» es uno de ellos, sin ninguna duda. Un resumen, o casi mejor iniciación, a través del séptimo arte de los primeros documentos de empoderamiento femenino así como la lucha por el sufragio. Tan divertido por momentos como esclarecedor en otros.

      Si por motivos de salud, responsabilidad o incertidumbre, decides quedarte en casa y no acudir a las manifestaciones o concentraciones por el 8M, esta película, realizada y montada, nada casualmente, por dos mujeres: Margaret Deriaz y Bryony Dixon, es una buena elección para ver en el sofá de casa. Poco más de una hora.

Equidistantes

     Hace un par de semanas tuve el placer de ver la miniserie de televisión «Así nos ven» (2019); iba a usar el término disfrutar, pero seguramente no es el más oportuno. Cuatro episodios de algo más de una hora de duración, con guion y dirección de la realizadora y actriz afroamericana Ava DuVernay. La idea no es hablar de los logros y aciertos de la serie en cuestión, aunque bien merecería una entrada en un blog de contenido social (no caigo ahora en ninguno), sino compartir que, a raíz de una crítica realizada por un usuario de una conocida web de cine, me entraron ganas de romper de inmediato mi voto de no escribir durante el mes de agosto.

     Corto y pego:

«La serie me deja sensaciones encontradas, está el hecho de lo necesario de la denuncia de una justicia torticera, se guía más por la urgencia y el color de la piel, que de buscar la verdad, expuesto en su primer y segundo episodio, con crudeza, dureza, pero también cayendo en lo simplista, los buenos son muy buenos y los malos son peores, sin aristas, resta credibilidad (…)».

      Y ahora es cuando voy y explico de qué leches va la historia, basada de verdad de la buena en hechos realísimos.

     La tarde del 19 de abril de 1989, un grupo de aproximadamente 30 jóvenes afroamericanos y latinos entraron al Central Park, para cometer actos de vandalismo, algo habitual en aquellos años. Al mismo tiempo, Meili corría cerca de allí cuando fue derribada y arrastrada 90 metros. Luego fue violada múltiples veces y golpeada brutalmente. Su agresor la dejó allí, cubierta de sangre, desnuda y casi muerta. Cuando despertó tras permanecer en coma durante 12 días, no recordaba nada del feroz ataque.

      La Policía de Nueva York actuó de inmediato y asumió que los adolescentes detenidos por los estragos en el emblemático parque de Nueva York también fueron responsables de la violación e intento de homicidio de Meili. En ese grupo se encontraban Antron McCray, Yusef Salaam, Korey Wise, Raymond Santana y Kevin Richardson de entre 14 y 16 años. Inicialmente, iban a ser acusados de disturbios, pero la jefa de la unidad de delitos sexuales de la fiscalía de Manhattan, Linda Fairstein, determinó sin pruebas y con la necesidad del cerrar el caso que ellos eran responsables de la violación y construyeron el caso alrededor de la culpabilidad de los cinco menores. Fueron interrogados durante horas y horas por los agentes, sin presencia de abogados ni de sus tutores legales, hasta que «confesaron» haber participado en la violación. A pesar de que en el juicio declararon que habían sido forzados a mentir, no les creyeron. Tampoco tuvieron en cuenta un informe del FBI que decía que las pruebas de ADN sobre el cuerpo de Meili y un calcetín con el semen del agresor no coincidían con los registros de los sospechosos. Todos pasaron entre seis y trece años en prisión.

      En 2001 un violador en serie llamado Matías Reyes, que estaba encarcelado en el mismo centro que Korey Wise, confesó que él había agredido a Trisha Meili y la había dado por muerta. Su ADN coincidía en más del 99% con el hallado sobre el cuerpo de Meili y en el calcetín encontrado en la escena del crimen. Continue reading

«Esperando la carroza» (1985)

    Si siempre existen unos momentos mejores que otros para sacar a colación determinadas obras en virtud de la coyuntura histórica, política o social, no podemos encontrar oportunidad más idónea que la actual, cuando nos rasgamos vestiduras y nos cubrimos de sayal y ceniza por la terrible situación que han tenido que vivir las personas mayores (de manera especial en centros residenciales) con la alerta sanitaria provocada por el SARS-CoV-2, para hablar del clásico argentino «Esperando la carroza», considerada una obra de culto en su país y que suele aparecer todas las navidades en las pantallas como el clásico «¡Qué bello es vivir!».

     Es de rigor apuntar que tanto la cinta, dirigida por Alejandro Doria en 1985, como la obra de teatro homónima de Jacobo Langsner en la que se basa, estrenada en 1962, se convirtieron en unos rotundos y sonoros fracasos de taquilla y fueron vapuleadas por la crítica. Normal, habida cuenta de que, tal y como reconocía el propio dramaturgo que también firma el guion de la película: «el punto esencial de lo que escribo se apoya en la hipocresía de la clase media a la que pertenezco». Así, esta ácida crítica y puntillosa sátira de la sociedad sentó a las gentes de bien como una patada en las partes nobles, por más humor y costumbrismo que se le pusiera. Y lo mejor es que esta historia de una madre y abuela afectada de Alzheimer que nadie se quiere «quedar» sigue igual de hiriente a día de hoy, cuando buena parte de la población se ha manifestado por la sanidad pública, en contra del racismo y del machismo, pero a nadie se le ha ocurrido convocar ni una quedada para protestar por el edadismo y aún no he logrado encontrar un solo medio de comunicación, sea o no del régimen, que no use el calificativo de anciano para este colectivo. Anciano. ¿A alguien le gustaría que le llamaran anciano? A ellos y ellas, puedo asegurar que no. Personas mayores.

     El trato despectivo hacia Mamá Cora a lo largo de toda la película es tal que Doria, en un alarde inconsciente de machismo, no quiso que la archiconocida Niní Marshall, su primera opción, representara dicho papel y escogió a un hombre, el gran Antonio Gasalla, que lo borda. Resulta fácil juzgar y morderse los labios con el patetismo de cada uno de los personajes de «Esperando la carroza», porque ninguna persona sería capaz de reconocerse a sí misma cayendo en tamaño grado de desvergüenza, pero quizá sea porque nos cuesta escucharnos a nosotras mismas, o porque lo hacemos en secreto. Una cosa al menos: no ser hipócrita, que no somos tan pudientes como para permitírnoslo.