A mediados del siglo XIX, el médico Samuel A. Cartwright descubrió (nótense sendas cursivas) una enfermedad mental que sufrían los esclavos negros llamada drapetomanía. Consistía en que estos, a menos que fueran tratados como seres inferiores y sumisos por sus amos tal y como enseña la sagrada Biblia, manifestaban ansias de libertad y unos deseos irrefrenables de escapar. Obviamente, como todo buen doctor que se precie, aparte del diagnóstico y de sus características, Cartwright prescribió la prevención y el remedio: azotes y amputar los dedos gordos de los pies. Tampoco hay que escandalizarse mucho pues el susodicho individuo también describió la dysaesthesia aethiopica, otro trastorno mental que afectaba sobre todo a negros libres quienes, al no tener un hombre blanco que los encamine, se dejaban dominar por la pereza, la desidia y la insolencia.
Las reacciones sociales y mediáticas al asesinato de Samuel, así como hacia el resto de agresiones homófobos de estos últimos días, incluida la del madrileño barrio de Malasaña, que acabó siendo una denuncia falsa, me ha remitido, tristemente, a esta asociación de ideas pues, da igual el año, la década o el siglo: quien cree una cosa fundamentada en un plano meramente ideológico, hará lo imposible para que la realidad concuerde con su idea preconcebida. No por nada el ser humano tiene la sana costumbre de relacionarse solo con congéneres que piensan como él, no vaya a ser que tenga que replantearse su escala de valores. Y eso da un trabajo que te pasas. Sigue leyendo