Drapetomanía

     A mediados del siglo XIX, el médico Samuel A. Cartwright descubrió (nótense sendas cursivas) una enfermedad mental que sufrían los esclavos negros llamada drapetomanía. Consistía en que estos, a menos que fueran tratados como seres inferiores y sumisos por sus amos tal y como enseña la sagrada Biblia, manifestaban ansias de libertad y unos deseos irrefrenables de escapar. Obviamente, como todo buen doctor que se precie, aparte del diagnóstico y de sus características, Cartwright prescribió la prevención y el remedio: azotes y amputar los dedos gordos de los pies. Tampoco hay que escandalizarse mucho pues el susodicho individuo también describió la dysaesthesia aethiopica, otro trastorno mental que afectaba sobre todo a negros libres quienes, al no tener un hombre blanco que los encamine, se dejaban dominar por la pereza, la desidia y la insolencia.

     Las reacciones sociales y mediáticas al asesinato de Samuel, así como hacia el resto de agresiones homófobos de estos últimos días, incluida la del madrileño barrio de Malasaña, que acabó siendo una denuncia falsa, me ha remitido, tristemente, a esta asociación de ideas pues, da igual el año, la década o el siglo: quien cree una cosa fundamentada en un plano meramente ideológico, hará lo imposible para que la realidad concuerde con su idea preconcebida. No por nada el ser humano tiene la sana costumbre de relacionarse solo con congéneres que piensan como él, no vaya a ser que tenga que replantearse su escala de valores. Y eso da un trabajo que te pasas. Sigue leyendo

«Ilustres e ignoradas»

Es necesario

Es necesario
revertir el hechizo.

Ese,
que borra a las mujeres
de los libros de historia,
de las esferas de poder,
de las antologías.

Ese,
que las encierra
entre cuatro paredes,
con solo
colocarles un anillo.

–Guisela López–

Para descargar el PDF pinchar sobre la imagen de la portada o en los enlaces de la parte inferior.

Ilustres e ignoradas

Índice

Cosas que los hombres nunca oiremos (y por tanto es un privilegio)

    Soy consciente de que no todos los varones, ni mucho menos, van a ser capaces de entender cada viñeta. Seguro que el 99% de féminas, sí, aunque técnicamente debería de ser un cuadernillo de micromachismos para hombres.

    En fin, que así lo viven ellas y así lo sentimos algunos. Este cuadernillo está plenamente abierto a ampliaciones, solo basta que alguien me diga una frase para que la dibuje y la mete en la versión 2.0 y siguientes.

    Un abrazo veraniego, de manera muy especial a los no machotes alfa que tratan de vivir otras masculinidades, y a todas las mujeres que aguantan a los machotes alfa de comunes masculinidades.

     Puedes descargar el pinchando sobre el título o la imagen.

      Cosas que los hombres nunca oiremos

No quiero ser mujer

    Antes de ir al asunto, no vaya a ser que me lluevan piedras, puedo asegurar que el título de esta entrada no tiene que ver con la misoginia ni nada que se le parezca. Más bien al contrario, se debe a una propia limitación mía: la de un ser asocial que si tuviera que estar todo el puñetero día sujeto a las críticas, opiniones y/o aprobaciones de su conducta por parte del resto del mundo (de manera especial del 50% de la población que no es fémina) no iba a sobrevivir a pasado mañana.

    Me explico, con un detalle que puede parecer una memez comparado con el resto de juicios de valor a los que se ven sometidas las mujeres decenas de veces al día, pero que es sintomático de que hagan lo que hagan todo debe de ser regido por el harto conocimiento y las directrices del casto patriarcado.

     La semana pasada a una mujer de la residencia (secundada inmediatamente después por su marido y compañeros de mesa) se le ocurrió decirle a una compañera de trabajo que no tenía respeto ni educación por su forma de vestir, inapropiada y a todas luces corta para desempeñar la función que debía desempeñar. Que me disculpe quien tenga interés, pero no voy a perder un segundo de mi tiempo explicando ni en lo más mínimo cómo iba vestida, que a todo el mundo debería de importarle un carajo, aspecto que quedará cristalino en el contexto contrario al que haremos referencia en la segunda parte de este escrito. La pareja de marras y sus compañeros de mesa tienen entre 85 y 90 años y no vamos a pedirle peras al olmo, pero al día siguiente por la mañana, recibo un correo de una de sus hijas pidiendo explicaciones de lo que había sucedido (poniendo adjetivos incluso más reaccionarios como «el debido decoro») y que esperaba que no se volviera a repetir. Tampoco voy a abusar de vuestro tiempo compartiendo cordialmente lo que le contesté a esta señora, de mi misma edad, y cómo le indiqué, también con infinita y paciente cordialidad, dónde podía meterse sus opiniones sobre el vestuario de las compañeras de trabajo. Sigue leyendo