«La ley jamás hizo a los hombres un ápice más justos; y, en razón de su respeto por ella, incluso los mejor dispuestos se convierten a diario en agentes de la injusticia»; lo dijo Henry David Thoreau que, como es bien sabido, no se destacó precisamente desde su juventud por untar con mantequilla a las leyes que consideró injustas. Que eran muchas y duras. Primero renunció a seguir dando clases en la escuela pública de Concord para no tener que infligir castigos físicos al alumnado; luego se tiró seis años sin pagar impuestos que mantuvieran la esclavitud y la guerra contra México; más tarde se fue a vivir dos años al bosque con lo justo hastiado de la sociedad materialista; y no contento todavía colaboró como activista en el Underground Railroad, un ferrocarril clandestino que ayudaba a liberar esclavos africanos de las plantaciones.
Dicen por ahí quienes las imponen, que las leyes son un fabuloso instrumento para la convivencia y el respeto mutuo. De control social, pérdida de dignidad y de estulticia hablan menos, pero no hace falta hilar muy fino ni viajar en una máquina del tiempo para descubrir la cantidad de normas inmorales e injustas que han tenido que ser luchadas desde la calle o desde la conciencia individual en un primer momento para conseguir que fueran modificadas: desde el derecho al voto de las mujeres hasta la obligatoriedad del servicio militar.
Y en estas estamos cuando en Córdoba, la semana pasada, gracias a una de esas normas escritas que hay que cumplir no se vaya a descarriar el rebañico por más ridícula y antidemocrática que pueda parecer, la Junta Electoral decidió que Ganemos en Común no podía concurrir como partido a las elecciones municipales. El motivo: un partido fantasma sin implantación ni representación política, registró el nombre de Ganemos en 2014 y es quien se va a poder presentar tanto en la capital andaluza como en Pinto y en Bilbo. Es la ley, majos, qué más da la estafa. Sigue leyendo