Sinceridad a mansalva

serveimage

     Desde chico escuchábamos decirlo. Aquello de que los niños y los borrachos dicen la verdad. Será que, por aquel entonces, nadie había oído hablar del Alzheimer, porque si existe una persona que diga la verdad, o al menos su verdad sin tapujos ni ponerle flores no vaya alguien a sentirse mal, es un enfermo de Alzheimer. Dice incluso aquellas cosas que de toda la vida se había callado por vete tú a saber qué idea preconcebida. Por ejemplo: «¡qué simpático es tu marido, hija!», aunque te caiga como una patada en los ovarios y sólo lo muestres cuando tienes la cabeza ida el 75% del tiempo.

     No pretende ser esta entrada una vanagloria de la sinceridad a mansalva, como si se viera uno en la santa obligación de soltar por la boca todo lo que se le ocurra, caigan o no caigan propios y extraños, porque la verdad tiene que estar por encima de todas las cosas a imagen de un Dios de consecuencias imprevisibles. No, no es necesaria la crueldad, pero menos lo es la estulticia, y el mentir de tal forma y manera, dejándonos llevar por subjetivos condicionamientos sociales y culturales o por salir airosos e impolutos de en medio de un conflicto, que hasta acabemos creyendo que nuestras falsedades son verdad o, al menos, mentiras necesarias. Tampoco soy yo de los que cree y confía en las mentiras piadosas, que suelen serlo casi siempre para quien las dice.

     El jueves salimos a ver un par de los patios que formaban parte del Festival FLORA con las personas mayores de la residencia. La cosa era simple: ocho artistas internacionales se dedicaron a adornar con motivos florales igual número de patios de la capital cordobesa. Desde diferentes perspectivas históricas, culturales… y esas cosas que dicen las instituciones para darse importancia. Patricio fue una de las personas que quiso –o eso nos dijo en ese 25% del tiempo que decide las cosas– acompañarnos. Hay que desplazarlo en silla de ruedas y era yo quien lo llevaba de aquí para allá intercambiando pareceres de la manera más informal y anárquica que alguien pueda imaginar.

     Llegamos a la creación expuesta en la Fundación Antonio Gala. En el centro de un patio andaluz rodeado de un atrio de hermosos arcos de corte neoclásico. Junto a la fuente, el artista, de cuyo nombre no logro acordarme, había colocado de forma desordenada dos enormes ramas secas de árbol adornadas con flores naturales –concretamente buganvillas y orquídeas- y posadas ambas sobre una alfombra de musgo natural.

     Iba yo a dirigirme a Patricio para preguntarle qué le parecía y recordarle lo del festival floral, pero en cuanto me agaché a su lado le oí decir con una claridad meridiana:

     –Esto ¿que se ha caído aquí por medio?

     Me empecé a reír, sin atender mucho a si había o no gente escuchando, y me acerqué a su oído con la intención de lanzarle por encima alguna idea suelta acerca del modernismo y el Art Nouveau.

     –Bueno, dicen que esto es arte –solté como quien deja caer una memez que nadie se cree.

     –¿Que es qué? ¿Arte?

     Y me regaló un gesto de sorpresa tal que pensaba que iba a tener que recoger del empedrado del patio sus globos oculares.

    Me gustaría que buena parte de los políticos de este país (o de todos) tuvieran Alzheimer, y también los representantes, directores, gerentes de las administraciones públicas. Me gustaría que escupieran su verdad a la cara, sería lo mejor para la inmensa mayoría, en lugar de tomar las decisiones en sus despachos, en reuniones privadas y luego sacar a pasear la careta. De hecho quisiera que tuvieran Alzheimer también en esas sesiones de despacho, en esas reuniones privadas y que no vean arte donde no lo ven con tal de seguir chupando del bote, o que donde vean barbaridades lo compartan abiertamente. Así sabría uno a qué atenerse, porque a veces me entra la duda de si quienes ejercen el poder tienen grave deterioro cognitivo o sólo lo aparentan.