De cara a la galería

     Las galerías de arte son esos pasillos largos a los que acude mucha gente importante a hacerse la entendida y mucha gente entendida a hacerse la importante. Luego también estamos quienes no somos ni entendidas ni importantes ni deseamos ser ninguna de ambas cosas, pero ya que estamos en Madrid, en París o en Nueva York cómo vamos a pasar sin ir a El Prado, El Louvre o El MoMa (por más que digan que puede ser que apenas cuatro o cinco personas a nivel interplanetario sean capaces de entender ni el 25% de los cuadros expuestos en el museo de arte moderno de la Gran Manzana).

      Por mi parte, a veces me siento (de sentir no de sentar) delante de un cuadro como un sumiller al que acaban de regalarle la certificación y se ve en la obligada coyuntura de distinguir entre un Ribera del Duero y un Don Simón. Sé lo que me gusta y lo que no; sin más gaitas, sin menos ignorancia. El caso es que, según algunos estudios (aproximativos, pues es imposible cercar la ilegalidad con datos) entre el 25 y el 40% de las obras de arte que se venden (y/o exponen, claro está) son purita falsificación, y esto quiere decir ni más ni menos que las probabilidades de que una de esas personas importantes o entendías esté lanzando bondades y albricias sobre una obra falsa son bastante elevadas.

     La entrada de hoy me está quedando un poco cultureta y no es mi estilo, pero es que me he acordado de las galerías y de las falsificaciones a raíz de los acuerdos, reuniones y Green Deales con la cosa del clima. Una inmensa, europeísta y filigranítica preocupación, tan interplanetaria como el conocimiento aquel al alcance de tan escasas personas. Lo que pasa es que el porcentaje de obras de arte que puede soltar la clase política por la boca en un discurso o un panfleto y que, en realidad, son falsedades supera con creces el máximo del 40%. No hay más que echar un ojo a la inmensa mayoría de ciudades de la geografía española que han firmado el manifiesto de la Red de Ciudades por el Clima y comparar sus gastos en alumbrado navideño o promoción de días muy anti cambio climático como el pasado Black Friday para hacerse una idea de que alcaldes y alcaldesas se parecen bastante en sus maneras y galerías al famoso falsificador Mark Landis, que se pasó más de veinte años donando generosamente cuadros de reconocidos artistas, falsificados por él mismo, a museos de todo el mundo. Como todo fue consecuencia de su amplio espíritu filantrópico nunca ha sido condenado por no haberse lucrado con dicha tareíta. Landis y el cuerpo de ediles, en base a las acciones públicas y exentas de vergüenza de estos últimos, parecen también compartir la esquizofrenia, que les hace confundir la realidad con el mundo de Matrix. Sigue leyendo

«73 Cows» (2018)

     Jay y Katja Wilde son un matrimonio de granjeros de Inglaterra. Desde que, en 2011, Jay heredó de su familia la granja Bradley Nook ya mostró sensibilidad y decidió en un primer momento pasar de la producción ganadera de vacas lecheras a la de carne orgánica por pensar que era menos perjudicial para el bienestar de las reses. Pero claro, si alguien tiene sensibilidad no puede evitar sentir cariño por los animales que cuida y seguir dándose cuenta de que sufren y padecen. Tanto o más que él cada vez que subía a las vacas al camión camino del matadero. Sencillo: Jay no era feliz, sentía que estaba realizando una labor que lo único que conseguía era provocarle daño.

     Hace poco recordé una frase del pastor baptista Martin Luther King Jr: «a veces, cuando debemos tomar una posición, la cobardía pregunta: ¿Tendré seguridad? El pragmatismo pregunta: ¿Me conviene políticamente? La vanidad pregunta: ¿Es popular? Pero la conciencia pregunta: ¿Es lo correcto? Y hay momentos en que un individuo con integridad moral debe tomar una posición que no es segura, ni políticamente conveniente ni popular. Pero debe hacerlo porque es lo correcto». Cambiar el modelo de granja no le otorgaba a los Wilde la más mínima seguridad, como cada vez que salimos de nuestra zona de confort; tampoco era lo más conveniente a nivel económico; ni supuso un arranque de popularidad entre sus vecinos, que llamaban a Bradley Nook la granja rara. Pero Jay tenía claro que era lo correcto. Sigue leyendo

Reflexiones en torno a mis incoherencias

     Ramón tiene más de noventa años y está en una fase avanzada de Alzheimer. Cuando el otro día, a la hora del almuerzo, le pusieron por delante el puré de verduras con pollo lo miró con cara de ponerse manos a la obra y comenzó a remugar, como suele hacer cuando anda más activo, y apenas se le entendía otra cosa que no fueran las referencias al muro, el cemento y cosas por el estilo muy en consonancia con su pasado de albañil. Total, que Ramón se puso manos a la obra, aunque no en la faceta alimentaria que era de esperar, sino que agarró la cuchara con soltura inusitada y se puso a extender el puré por encima de la mesa y posteriormente sobre el borde de la pared lateral. Para enlucirla, que estaba muy estropeada. Huelga decir que poco pudimos hacer al respecto; no íbamos a pretender que el pobre se metiera entre pecho y espalda lo que él consideraba a todas luces un plato de mezcla. Si somos personas convencidas de algo, dan igual los datos medianamente objetivos que rechacen tal afirmación; cuando nos tocan determinados aspectos de nuestro modelo de vida, por mínimos y milimétricos que sean, lo normal es actuar como si tuviéramos la enfermedad de Alzheimer y lo único válido, correcto y/o posible es aquello que ya estamos haciendo o que nos conlleva un esfuerzo relativo, amable, discreto.

     Quien me conoce un poquito sabe que tengo muchos defectos, pero uno de ellos no es la falta de esfuerzo, la comodidad dentro de mi zona de confort o la justificación de mis incoherencias. En este sentido nunca puedo dejar de recordar un artículo de prensa que leí hace muchos años que trataba la violencia con los animales no humanos. El articulista reconocía que le encantaba el centollo, que no quería dejar de comer tan rico crustáceo, pero eso no le nublaba la mente hasta el extremo de obviar el pequeño detalle de que al centollo lo hervían vivo para ser consumido y de que el animalito de marras no contaba con el superpoder de la insensibilidad al dolor. Y esta entrada va un poco de todo eso, pero sobre todo de mí, de mis neuras (o no tantas) y de cómo pienso que ningún gesto es nimio si me conduce a hacer lo correcto (o lo menos malo) y ninguna costumbre es precisa si puedo prescindir de ella. No creo que las elecciones y decisiones de nuestra existencia sean solo cuestión de beneficios y cambios globales, sino también de tratar de evitar con cada acto cualquier prejuicio, por ridículo que pueda parecer. Por circunstancias que se han dado, me toca enfocar mis faltas de coherencia en temas relacionados con el medioambiente, la ecología y las nuevas tecnologías, aunque no sea, ni de largo, el aspecto de mi vida en el que más tenga que aprender. Todo ello obviando el aspecto más contaminante del asunto, que es la propia elaboración de los aparatos (móviles, portátiles, tabletas, ordenadores de sobremesa…). De momento, como no me da la vida para comprarme un móvil de 200 pavos tipo Ecophone (al Fairphone ni lo nombro), me voy apañando con mi patato de segunda mano del año de la república. Lo mismo llega el día en que vea una memez lo de tener móvil, sea del tipo que sea. Sigue leyendo

El duende del Bejarano

     En el año 2000, un compañero de un grupo ecologista y por la defensa de los caminos públicos, ya extinto (como centenares de especies desde aquel no ten lejano tiempo), me pidió que dibujara un cómic realista con toques de fantasía para concienciar a las futuras generaciones sobre la importancia de respetar y proteger los espacios naturales, de manera particular el arroyo Bejarano. El guion era prácticamente de él, Bartolomé Olivares.

      Lo acabo de reencontrar y me apetece compartirlo, con sus luces y sus sombras.