La Cabalgata de los huevos

Capitalgata 2 (BN)

Capitalgata, por Rafa Poverello

    Cuando era un mico me quedaba embobado viendo las carrozas de la Cabalgata de Reyes de mi pueblo. La mayor parte de ellas inmensos trastos medio góticos arrastrados por tractores de ruedas gigantescas cuyo ruido mecánico aturdía los oídos de las familias que se agolpaban a derecha e izquierda, colmadas de ilusión, tratando de adueñarse de los escasos caramelos que lanzaban a la multitud como lluvia de colores figurantes disfrazados de dibujos infantiles, ángeles, pajes y sagradas familias.

    Las carrozas que discurrían por las calles del pueblo a paso de tortuga estaban montadas con mucho esfuerzo y subvención municipal por colegios, parroquias y alguna que otra asociación de vecinos. Se sentía uno parte de todo aquello porque siempre existía algún miembro de tu familia, de cualquier generación o grado de consanguinidad, que había participado en su construcción, aunque sólo fuera pintando de marrón el lomo de un camello de corcho de metro y medio de alto. No me alcanza la mente a recordar si salían o no Drag-Queen animando el cotarro –que entonces no se llamaban así, claro–, niñas vestidas de Reinas Magas o si los trajes de sus majestades eran un exquisito ejemplo de normalidad. Ante estos dos últimos puntos mis dudas son realmente soberbias, habida cuenta de que el mago por excelencia de entonces y que nenes y nenas teníamos en la cabeza era el Merlín de Disney, tocado con un gorro de cono y embutido en un cáustico uniforme azul al que, encima, le endosábamos estrelllitas doradas, y que más de un Belén estaba formado por dos niñas: una que hacía de Virgen y otra de San José. Y a nadie le importaba un carajo, la verdad.

    Como lo de que la política emponzoña todo lo que toca viene de lejos, el asunto empezó a torcerse un poco cuando al Consistorio no se le ocurrió otra cosa que conceder un tercer premio a unos colegas –amigos de los de siempre– quienes, haciendo un uso peculiar del dinero de la subvención, montaron una carroza con una de las actividades tradicionales: una matanza. A saber, cuatro palos mal puestos sobre un entarimado y los mendas hinchándose los carrillos a base de morcillas, chorizos y vino de pitarra. Todo de la zona, eso sí. Sigue leyendo

«Las campanas» (1844)

victorian_christmas_by_stayinwonderland-dbxe0ri
Victorian Christmas by stayinwonderland

     Dickens es de esos afortunados y escasos autores absolutamente admirados en vida y que incluso lo siguieron siendo después de muertos. Más allá de las evidentes y comunes enemistades a las que todo ser humano se haya abogado, tal era su fama que los editores se lo solían rifar a fin de conseguir sus servicios, especialmente para publicar alguno de sus cuentos morales navideños durante las fiestas. Y Dickens no podía escribir mal ni aunque fuera por contrato, siendo capaz de crear personajes inmortales por menudas que fueran sus piezas: «Las campanas» y su protagonista, el viejo y pobre recadero Trotty, son un ejemplo de ello que sería absurdo perderse.

     Diría que es curioso el sentimiento que va naciendo mientras disfrutas de «Las campanas». Claras reminiscencias a «Canción de navidad», publicada el año anterior, y esos personajes unidimensionales tan característicos de Dickens, apenas realistas con los que tan sólo pretende «defender» la causa de los pobres… Pero es que con el estilo de escritura de Dickens todo da igual, porque emociona y ¡se agradece tanto la emoción, por falsa que sea, que otorga sana esperanza! Por desgracia, cada semana me encuentro a las puertas de la oficina de Cáritas familias como la de Trotty, condenadas al desamparo, y solo entonces, en marcadas ocasiones, descubro que tal vez Dickens extrajera con exceso de celo las bondades de los pobres y las maldades de los ricos, pero bien es cierto que conozco más de un Trotty, no exento de defectos, pero capaz de la risa y la solidaridad en medio del desastre.

     La de veces que repite nuestro querido protagonista aquello que los honrados y estúpidos caballeros ricos les hacen creer: «¡No, no. No podemos ir bien y hacer el bien. No hay nada bueno en nosotros. Hemos nacido malos!». Me jode, mucho, dar con personas que asumen con un convencimiento absurdo la verdad de que los pobres merecen serlo. Debe ser que a lo largo de su vida no han tenido que sufrir necesidad y es bien cómodo y consolador creer que si ellos se merecen ser pobres es porque nosotros nos merecemos ser ricos. Un despropósito.

     En contadísimas ocasiones odio saber que Dios -al igual que Dickens- no castiga. Leer «Las campanas» es una de ellas.

      Podéis leer el cuento completo en el siguiente PDF, a partir de la página 89. También están incluidas el resto de novelas navideñas de Dickens; entre ellas «Canción de Navidad».

Dickens Charles – Novelas De Navidad

Jabato

dog_by_truth_truth

Dog, by truth-truth

    Amanecíamos hace pocos días con la noticia de que, en el Parlamento Británico, los señores y señoras diputadas habían votado que los animales (no humanos, que también el homo sapiens es un bicho) no eran seres sensibles, es decir, que no son capaces de sentir dolor entre otras cosas. Los motivos que pueden esgrimirse para tamaña barrabasada científica han sido varios, pero tampoco hay que espantarse habida cuenta de que en diversos estados de EE.UU. se sigue estudiando en las escuelas públicas tan ricamente el creacionismo.

    El caso es que con este tipo de cuestiones quedan claras dos cosas, o al menos una de las dos: que esos personajes que se sientan en sus banquillos de la Cámara no tienen mascotas y nunca se han relacionado con otras especies –que sería la opción menos mala– o que quienes no muestran sentimientos son ellos –la opción peor y más probable–.

    Numerosos estudios científicos van mostrando con mayor claridad la sensibilidad del mundo vegetal y su reacción ante determinados estímulos, aunque carezcan de sistema nervioso central, y van estos representantes de la ciudadanía a decir que si le pegas una patada a un perro chilla porque no tiene otra cosa que hacer. Así nos va. Sigue leyendo

Dos orejas

sculpture-2275202_960_720

Sculpture by Couleur

     Hay ocasiones, del todo indescriptibles y que únicamente pueden ser comprendidas en su totalidad si son vividas en primera persona, en las que todos aquellos detalles que siempre ha visto uno como inutilidades semana tras semana cobran sentido.

 

     En una cultura capitalista marcada por el utilitarismo, en la que parece que lo único que resta es acogerse a la máxima de vales tanto como me puedas aportar económicamente o donde las necesidades sólo lo son si van impresas en un cheque al portador lleno de ceros a la derecha, redescubrir que siguen existiendo infinidad de aspectos que sólo son cuestión de actitud, que están al alcance de todo el mundo y que hacen, humanamente, el mismo bien que un billete de 500 euros te pone en tu sitio y consigue que te enfrentes a tus propias sandeces, que suelen estar muy preocupadas por lo accesorio, aunque parezca no serlo.

     Victoria tiene treinta y pocos años. Llevaba poco más de un año sin acercarse a la oficina de Cáritas. No lo necesitaba, porque la cosa iba de lujo (por más que su concepto de lujo ande bastante alejado de lo que suele entender la clase media). Pero a su marido le habían detectado cáncer de uréter hace varios meses, mientras estaba trabajando de encofrador. Tuvieron que operarlo de urgencia y en medio del desastre se le acabó el contrato y ahora sólo está cobrando una ayuda ínfima de la Seguridad Social hasta que el equipo médico valore si puede seguir trabajando (lo más probable, aunque no sea probable que lo haga) o le conceden la incapacidad. La paga es de poco más de 200 euros, tienen dos hijos menores y en breve, tras terminar las sesiones de quimioterapia, tendrá que entrar de nuevo en quirófano por unas complicaciones tras la primera operación. Ni que decir tiene que deben varios recibos de luz y de agua y que apenas tienen para alimentación. Sigue leyendo