Oportunidades

no education by dumbpuppet

     Alba tiene diez años, la piel blanca como la leche y una risa de grandes paletas tremendamente escandalosa. Tiene dos hermanas más pequeñas que ella y a las tres les cuesta la misma vida ir al colegio; no es falta de motivación, ni desgana, pero su mamá trabaja hasta muy de madrugada en un bar para sacar los únicos y escasos ingresos familiares y, habida cuenta de que la pareja muestra tanto interés en la educación como una oruga en la descomposición del átomo, es ella, con sus diez añitos, quien, de buena mañana, tiene que despertarse, llamar a sus hermanas, preparar algo de desayuno caliente y poner la mejor de sus sonrisas de grandes paletas para evitar que pinten bastos en la escuela y la educadora retome la matraca de que, como sigan faltando a clase, van a retirarle la custodia.

     Luego están los chicos y chicas voluntarios del colegio de Las Esclavas que se distribuyen equitativamente para acudir a la sala de lectura alrededor de hora y media una tarde a la semana para echar una mano con las sumas, las restas, la a y la e a niñas como Alba que apenas tienen un sitio tranquilo en casa para realizar las tareas o nadie que pueda sacarles del embrollo de verse en la santa obligación de resolver una división. Estos adolescentes de Las Esclavas no tienen que faltar a clase cuando, según la dirección del centro, puede que se encuentren algo agobiados –y parece ser que, en estos tiempos peculiares de importancia elata a la competencia y a las buenas calificaciones, es una decisión bastante común en bachillerato–: sencillamente, durante la época de exámenes globales suspenden las clases y, ale, a entregarse con plena conciencia y dedicación a ser los mejores del instituto. Es tal el estrés que deben de sostener los pobres que, en ese período, tampoco acuden a la sala de lectura en su solidaria hora y media semanal.

      Alba se sigue levantando esa semana a las seis y pico de la mañana para que no le retiren la custodia a su madre, faltaría más.

      Lo mismo podría referir algo más, pero me siento tan triste que no encuentro palabras. Todos somos iguales. Lección de justicia.

Aprender a hablar

Education by shimpo

     En mi pueblo hablamos regular; donde habríamos de utilizar mete, tira o deja como lo que son, a mis paisanos y paisanas les da por emplear entra, cae o queda. Sí, seguro que no se ha enterado nadie que no sea de mi pueblo. Veamos:

      –Entra la caja en la cocina.

      –¡Ay, no me empujes, que me caes!

      –Me quedó en medio de la calle.

      Posiblemente, cuando la peña de mi pueblo, Don Benito, y zonas limítrofes, lea tales frasecitas les sonará la mar de bien e incluso, en un alarde de jovialidad, llegue a comentar que la santa y venerable Real Academia Española de la lengua, en una de sus múltiples acepciones (de las últimas, todo sea dicho) acepta el verbo entrar como transitivo.

      También en mi pueblo tenemos leísmo, que es difícil de arreglar siguiendo unas pautas si además cuentas con la gracia plena del laísmo.

      –Cuando puedes sustituir en una frase le por la es que debe decirse lo, si no hay que dejar le, como por ejemplo: le di un puñetazo.

      –Ah, ¿no se puede decir la di un puñetazo?

      Pero en mi pueblo nos entendemos; de lujo además. Si alguien por la calle me suelta aquello de que «voy an ca la señá Filo» sé perfectamente que va a casa de la señora Filo. De hecho, si lo dijera con todas las letras, seguro que me lo tendría que repetir. Lo mismo pasa con el habitual «cadacé» como respuesta a multitud de preguntas y que se traduce, para la gente iletrada en la lengua calabazona, como ¿Qué he de hacer?, o en palabras normales, Por supuesto.

      En Córdoba, por momentos parece que se compite en otra liga. La primera vez que fui invitado a cenar y me comentaron que de entrante tomaríamos cardo he de reconocer que mucho no me apetecía meterme entre pecho y espalda un vegetal tan escaso de enjundia, pero no compartí mis apetencias, era la primera vez, ya digo, y en ocasiones me da por ser prudente; menos mal, porque lo que me pusieron por delante fue una sopa, un cardito del cosío. Luego vino lo de visitar la casa el viejo, que pensé que muy guapa tenía que ser la casa o muy famoso el viejo para que mereciera la pena, y resulta que lo que fuimos a ver fue el barrio de El Alcázar Viejo.

      Al final, la realidad es que en ningún sitio se expresa la gente del todo bien, por más que nos empeñemos en repetir aquello de «habla como uno de Valladolid», zona geográfica donde se repiten también los errores hablados del leísmo, del laísmo, del quedar usado como transitivo y, además, son tan finísimos parloteando que se les escapa más de una ese al final de la segunda persona del singular del pretérito perfecto simple. Un lapsus que si lo comete Mecano es por sonoridad: «Te dije, nena dame un beso, tú contestastes que no». Cuando me marché a estudiar a Salamanca, las personas con las que me comunicaba pronunciaban tantas eses en todas las frases que creía que estaba hablando con culebras. Eso sí, a mí no me entendía ni Cristo. Continue reading

«Firmin» (2006)

Firmin by MademoiselleWillow

    Hay personas que se han dedicado a hacer un poco de todo y, después, se ponen a escribir. Hay seres que tocan una vez la flauta de manera milagrosa y, después, abandonan, vete tú a saber a cuento de qué, cualquier instrumento. Hay gente como Sam Savage, cangrejero, reparador de bicis y de muebles antes que escritor, que falleció hace apenas un mes sin que se enterase casi nadie y a quien, ya jubilado y retirado en Wisconsin, le dio por escribir la tierna y entrañable novela Firmin, la historia de una rata de biblioteca. Literalmente, no es una comparación.

    Dicen que Firmin es un homenaje a la literatura, y difícil sería negarlo, pero, como pura evidencia, nos transmite un hermoso canto a los espíritus libres, sean o no «devoradores» de libros, que creen y luchan por eso que creen, aunque nadie más lo haga o les conduzca tal intento al absurdo y a la casi desesperanza: podemos ver en Firmin el reflejo de un incauto, un ridículo personaje que cree ser lo que en realidad no es, o revestirlo de verdad, como es mi caso, y contemplarlo gozoso como aquel que es lo que desea ser, aunque nadie se lo crea. E incluso más que eso, como una firme defensa y una gran alegoría del extranjero, del incomprendido, del peregrino… con esa maravillosa referencia al Mayflower que transporta su esperanza, su pasado. Continue reading

«Yo, Tonya» (2017)

I, Tonya by Grobi-Grafik

     El cine made in Hollywood suele dar pocas sorpresas; alegrías las justas. Y no hablo de los últimos años, sino lustros. Tan encasilladitos en el cómodo sofá de su casa solo despiertan del letargo para prohibir la entrada en el país para asistir a la Gala de los Oscar a directores y actores que son considerados inmigrantes ilegales y, a la misma vez, tener el rostro tan duro como para darle el premio a la mejor película a alguna cinta iraní o mexicana. El intento de lavado de cara de este año puede ser descomunal si, como es previsible, «Roma», de Alfonso Cuarón, se lleva más de un galardón. Eso sí, probablemente uno de los actores del filme, Jorge Antonio Guerrero, también tenga que ver la ceremonia desde el sofá de su casa, menos cómodo probablemente que el de quienes dictan las leyes, porque la administración estadounidense ya le ha rechazado tres veces el visado, por más que haya presentado hasta la invitación a los premios de la Academia.

     Pero a todo esto, hace poco más de un año, aterrizó en nuestras carteleras «Yo, Tonya», un biopic de esos predestinados/condenados a pasar desapercibido, porque a Tonya, fuera de EE.UU. solo la conocían –y regular– las personas aficionadas al patinaje artístico sobre hielo y dentro de sus fronteras caía tan mal como una patada en el tobillo con unas botas con punta de acero reforzado. Entonces, el trío protagonista, Margot Robbie, Sebastian Stan y Allison Janney (de manera excepcional esta última interpretando a la madre tóxica de Tonya) se comieron el mundo a bocados. En el atracón, colaboraron activamente Steven Rogers, un guionista cuasi desconocido que supo imprimir el tono preciso a una historia tan descarnada como la de Tonya Harding, y el director Craig Gillespie, que ya había demostrado sobradamente su habilidad para dotar de toques de comedia a las situaciones más surrealistas con la peculiar «Lars y una chica de verdad» (2007). La dirección de las escenas de patinaje, más allá de los efectos digitales, y en las que es preciso hacer referencia a la veterana montajista Tatiana S. Riegel, quien fue nominada en dos ocasiones por su trabajo en «Yo, Tonya», transmiten una plasticidad de plácida belleza. Continue reading