Aviso de buena voluntad: hoy no queda otra que comenzar el asunto de manera un tanto escatológica; y no me estoy refiriendo con dicho adjetivo al más allá, a deidades míticas o a la teología de altos vuelos o de andar por casa, sino a aquellos detritos que anuncia el título con soberana nitidez y que son tan comunes a toda especie animal.
Alguna vez me he preguntado en qué momento la mierda propia dejó de olernos mal. Quiero decir que, lo mismo, de nenes, cuando apenas levantamos tres palmos del suelo o ni siquiera levantamos porque éramos aún incapaces de mantenernos en pie nuestras heces nos olían a perro muerto, pero ni sabíamos que eran nuestras. Y bueno, quitando a la propia madre de la criatura que siempre parece estar hecha de otra pasta, no creo yo que haya nadie en el mundo capaz de asegurar sin el más mínimo temblor en la voz que no le importa llenarse las pituitarias de esencia a caca de bebé. Pero el caso es que llega un día en el que, ni cortos ni perezosos, no es que no nos huelan mal nuestros excrementos, sino que podemos sentirnos hasta dichosos aspirando dirección a los pulmones tan soberanas miasmas como si hubiera pasado a nuestro lado alguien con un toque a Chanel n.º 5.
En Fez, Marruecos, podemos encontrar las famosas curtidurías Chouwara, consideradas las más importantes del norte de África. Cuando le da al turista inconsciente por seguir al guía a través del zoco de la ciudad y cruzar alguna de las puertas que le conducen sin la más mínima empatía a las hermosas pilas rebosantes de tintes y pieles, el único deseo que asalta su cerebro, al segundo posterior de percibir tan abrumadoras y repugnantes fragancias, es morir de inmediato una vez haya vomitado la comida de los dos o tres días previos cuanto menos. Lo más peculiar de la escena es contemplar a los guías, justo antes de entrar a dichas curtidurías, refregarse las fosas nasales con unas hojas de menta y pasar tan frescos tipo puerta gayola, que en mi caso personal y bisoño sería como tratar de taponar un agujero negro con una palomita de maíz. Y encima dando gracias a toda la cohorte celestial de que las artesas estén al aire libre.
Situaciones similares, menos escatológicas, seguro que podemos rescatar de nuestros recuerdos sin tener que realizar un esfuerzo ínclito que nos destruya la masa encefálica: en la selva peruana, sin ir más lejos, los zancudos nos dejaban a los occidentales hechos unos cristos de pies a cabeza con tanto picotazo y escozor, mientras que a los selváticos, ni cosquillas. Sigue leyendo