‘La mujer rey’ y el clan de los machirulos

 

    Hace pocos días vi La mujer rey (Gina Prince-Bythewood, 2022) y no sabéis la pereza que me entra al leer las críticas (hay que llamarlas de algún modo), supuestamente objetivas, basadas tan solo en sus carencias, sus manipulaciones históricas o su falta de verosimilitud, pero que de manera harto recurrente y cargada de ofensa e indefensión incluyen cosillas del tipo «temas tan en boga ahora en Hollywood», «políticamente correcto», «heteropatriarcado», «turra feminista»… Lo más honroso del asunto es que algunos de los filmes que se nombran y salen a colación como contraparte son nada menos que Braveheart, Gladiator o 300; películas que, como todo el mundo sabe, pueden presumir de ser el paradigma de la exactitud histórica y de la ausencia de manipulación, y que, eso sí, muestran una carga de testosterona y de cojones sobre la mesa que parecen no molestar a dicho clan de machirulos. Porque eso es lo normal, lo clásico, lo no contraproducente y se atiene a lo normativo.

     Lo primero que habría que comentar es que, quizá, sería interesante que, cuando alguien se pone delante de la televisión a disfrutar de una película y sus posibilidades de sentir indignación plena porque muestra el empoderamiento racial o sexual, se ponga en antecedentes. A saber: Gina Prince-Bythewood, directora y guionista, mujer racializada que, desde los años 90, solo ha formado parte de películas, sean de ficción o de género documental, donde la protagonista principal es una mujer negra y versan sobre el racismo y el sexismo, tanto en la industria del cine como en la sociedad, enfocando claramente sus guiones en los derechos civiles y la discriminación. ¿Qué esperas? Es como ir al cine a ver una de Spike Lee y te joda que ridiculicen a los hombres blancos. Pues, oye, si lo que te gusta es la testosterona y los cojones sobre la mesa, te hinchas a ver cintas de John Woo, Michael Bay o Simon West y lo flipas. Incluso de la Marvel, tipo Avengers: Infinity War, en la que da igual que muera la mitad de la población mundial y tres cuartas partes de los protas, porque no suelta una lágrima ni el secundario de relleno. Y tan feliz, oye, que eso sí que es súper verosímil y no hay que buscarle las tres patas al gato.

     El caso es que «La mujer rey» peca de todo lo pecable y no la salva de la quema ni Dios misericordioso; aunque sea verdad que existieron las amazonas de Dahomey, que Nanisca fuera probablemente su primera reina, o que priorizaran en el siglo XVIII el comercio de la palma por encima del tráfico de esclavos (aspecto este último que solo se omite, pero no se niega, en la cinta). Porque lo que nos da realmente igual es que William Wallace fuera, en realidad, de origen noble, pero había que poner que era pobre como las ratas; o que a finales del siglo XIII no se usara el kilt en Escocia; ni se pintaran la cara de azul; o que la famosa batalla del puente de Stirling, tan realista ella en la película, se llamaba así, precisamente, en virtud de que existía un puente, estrecho como él solo, y que lo omiten porque, lo mismo, quedaría poco epopéyico filmar que la caballería del ejército inglés solo podía cruzarlo en parejo de dos en dos y el valeroso Wallace, junto con su pléyade de campesinos aguerridos, no tuvo demasiada complicación para masacrar al ejército inglés hasta que el VII Conde de Surrey tuvo a bien batirse en retirada. Todo esto, como las inexactitudes históricas (o invenciones directas en mor de la espectacularidad) de Gladiator, no importan, porque son machotes quienes rodaron, quienes gritaron, quienes dieron las hostias, con vísceras y sangre, y parece ser que, sin exceso de argumentación, en el aspecto técnico, son mucho más espectaculares.

     Amén, majos, y no, no voy a hablar de las virtudes y las limitaciones de la peli de marras, porque lo que me jode es lo que me jode, lo mismo que me jode de los comentarios machirulos sobre Woder Woman, Capitana Marvel, Sangre en los labios o cualquier otra en la que los músculos son de ellas y las hostias las pegan ellas.

     Y otra cosa, que eso también lo omiten en La mujer rey y nadie lo nombra, porque lo mismo sí que tocaría más la fibra (los cojones) al heteropatriarcado y demás hierbas: las amazonas de Dahomey tenían prohibido sentir placer y lo habitual era que, al entrar a formar parte de su ejército, se les practicara la mutilación genital femenina. Otra burrada androcéntrica y falocéntrica.

 

Vergüenza ajena

Estatua en los Jardines de Las Tullerías (París)

Si la vergüenza, ese sano y sapiencial sentimiento humano, no estuviera en horas bajas, lo de la detención de veintidós activistas medioambientales del grupo Futuro Vegetal por pertenencia a organización criminal sería de vergüenza ajena. Sesenta y cinco delitos se les imputan, gravísimos, más que la marea de pellets de plástico en la costa galega, porque estos atentan contra el medio ambiente (que no le importa una mierda a nadie) y aquellos contra cuadros de Goya, que son más eternos que la luz solar (y lo triste, es que casi podemos afirmar que no es una hipérbole).

Objetivamente, los únicos daños culturetas ocasionados a las magnas obras de arte, víctimas de tal terrorismo nacional (tampoco exagero, en septiembre pasado la Fiscalía del Estado tuvo a bien la ocurrencia de incluir en su informe anual a Futuro Vegetal y Extinction Rebellion en el apartado de terrorismo nacional, por más que después tuviera que retractarse medio de mentirijillas), hayan sido contra los cristales que las protegen (se protege más un cuadro que a una familia desahuciada), sus marcos o los muros donde cuelgan. De hecho, Sam y Alba, las dos activistas climáticas que pegaron sus manos a los marcos de las majas de Goya, lo tenían muy claro tras su detención: «decidimos no lanzar nada a las majas porque no tenían cristales y queríamos proteger ese patrimonio». Encima, sensibilidad. ¡Al paredón! Claro, que también han cortado carreteras o entrado en pistas de aeropuertos obligando a detener el tráfico terrestre y aéreo con el consiguiente prejuicio para la sociedad en general y el capitalismo en particular; medio millón de euros en desperfectos han ocasionado. ¡Terrible osadía! Dinero que tendrán que pagar de su bolsillo, por supuesto, no como, por ejemplo, la sanción impuesta por la UE a España de quince milloncetes del ala más 89.000 diarios por no ajustar a tiempo la normativa a la Directiva europea de protección de datos personales. Esa, la pagamos todes les contribuyentes, faltaría más, como los más de setenta y cinco millones en multas desde 1997 por constantes incumplimientos de la normativa; en el pódium estamos: los segundos de toda la Unión. Cuestión de prioridades, como sabe hasta el menos astuto de los seres humanos: en seis años, España facturó 2.000 millones de euros en armas empleadas en la guerra de Yemen, y no pasa nada porque, es evidente, la muerte de miles de civiles en un país que por lo menos el 75% de la población del país no sabe ni señalar en el mapa importan menos que Los girasoles de Van Gogh, aunque, insisto, la tomatada de ese día, se la llevara el vidrio que los protegía.

Resumiendo, vaya, por si se me está yendo la pinza. ¿A quién joden las acciones noviolentas del activismo climático? Al sistema. ¿A quiénes jode la otra parte de la ecuación? A las personas. ¿A quién se castiga y se persigue? A la primera parte de la ecuación, como ha sucedido toda la vida: insumisión al ejército, objeción fiscal, Open Arms… Ya digo, vergüenza ajena.

La «tradición» del «blackface»

Este año, por fin, hemos conseguido que, en los Reyes Magos que visitan la residencia de mayores en la que curro, no haya rey negro. No es racismo, claro, sino simple y llana posibilidad: son familias las que, desde hace unos años, se visten de sus majestades de oriente y reparten los regalos a las personas mayores. Un pito nos ha importado desde hace diez años romper con la tradición patriarcal y que, entre los tres magos, hubiera siempre, al menos, alguna mujer; este año han sido tres féminas las que se han vestido y representado con magnificencia dichos papeles estelares.

La tradición de Baltasar como persona subsahariana es más difícil de romper: se puede odiar a los negros todo el año y no querer verlos ni en pintura (nunca mejor dicho), pero el tercer rey (porque siempre, por los siglos de los siglos, va el último, lo mismo por ser negro) es el favorito de muches niñes, posiblemente hasta de les hijes de Abascal (Ortega Smith no tiene, menos mal), así que cuesta más verlo. Una mujer con barba no supone ningún trauma existencial en una cabalgata; ahora, poner a tres reyes de raza caucásica si no queda más remedio es peor que lanzar caramelos envenenados o con LSD desde las carrozas reales. Da igual, evidentemente, que esa supuesta tradición inmemorial y ancestral no lo sea tanto: hasta el inicio del colonialismo europeo (llamado eufemísticamente evangelización), a finales de la Edad Media, ninguno de los tres magos era de etnia negra; es más, ni en el evangelio de Mateo ni en el de Lucas, los únicos que hacen referencia a la visita de estos señores, se especifica su color de piel, que fueran tres y jamás se nombra su realeza.

Parece ser que las únicas tradiciones (aunque no lo sean tanto) que hay que respetar son aquellas con las que estamos de acuerdo, curioso, aunque se puedan dar imágenes tan paradigmáticas como las de este año en la cabalgata de Córdoba, donde la familia afrodescendiente de la imagen tendría que verse obligada a visionar el esperpento de un rey mago pintado de betún (a ver qué le explico yo a mis hijes, pensarían el padre o la madre, sobre este tipo con el cuello blanco y las manos embutidas en sendos guantes negros). Pero, claro, también debe de ser más importante e influyente esa tradición vetusta que afirma que a Baltasar lo eligen las peñas, entre sus miembros, y si en las peñas no hay negros, qué se le va a hacer.

Imagen de Cordópolis

Imagen de Cordópolis

 

La obligación de decrecer. Medio ambiente y exclusión

El pasado sábado, día 1 de abril, dentro de las jornadas «Herramientas de acción comunitaria para avivar la participación ambiental», elaboramos este vídeo para la mesa de experiencias «La obligación de decrecer. Medio ambiente y exclusión».

Tres personas de Moreras, un barrio empobrecido de Córdoba, desde la obligación en la que se encuentran de vivir con menos, nos hacen reflexionar sobre la obligación del occidente rico de vivir con menos para hacer frente a la crisis climática y global.

No hay que romantizar la pobreza y la injusticia, pero tampoco el consumo y el derroche.