Seguro que la banalización del tema viene de lejos. De la tierna infancia y de Niebla, el perro de Heidi (o de su abuelo), al que le gustaba comerlos a diestro y siniestro. Sí, sí, quienes se acerquen a mi edad o la sobrepasen ligeramente sabrán a la perfección de qué hablo: los caracoles.
El asuntillo no es que sea de suma importancia, pero como que me da musho coraje, que dicen mis paisanos y paisanas de por aquí, a la orilla del Guadalquivir. Es un poco mezcla de insensibilización y mentira camuflada.
Respecto al primer punto, lo normal es que cuanto más grande sea un bicho más pena nos da, más subterfugios nos buscamos para ver como de lo más natural matarlo y comérnoslo a mandíbula batiente. Va a ser lo mismo una vaca, un cerdito o incluso un pollo que un miserable caracol. Para manducarse a un caracol (que, al fin y al cabo, no es más que una especie de babosa algo más bonita porque tiene concha) no hay que hacer de tripas corazón ni pensar si con su tamaño sufre o no sufre.
Y ahora toca contar la historia de mi primer encuentro con un guiso casero de caracoles. Con una inconsciencia de la que costaría hacer gala, una amiga muy dada a la cocina y a los caracoles en salsa, se puso a guisarlos en mi casa dentro de una olla. No recuerdo qué leñes le surgió al inicio de la cocción que tuvo que salir durante un rato, y no tuvo otra idea más brillante que la de dejarme a mí, vegetariano de pro, a cargo de los curiosos moluscos. Como es bien sabido por los amantes de esta comida, a los caracoles hay que engañarlos (por lo que de entrada se da por hecho que tontos no son), bajar el fuego y cuando sienten el calor y sacan el cuerpo fuera de la concha para escapar de la olla, subir la cocción sin remilgos y asfixiarlos y abrasarlos. Cierto que no es preciso ser tan puntilloso, porque para algo dan en los puestos de venta unos mondadientes que ayuden a extraerlos cómodamente del interior de la concha. El caso es que cuando los bichitos comenzaron a sentir el calor salieron de su refugio para huir de la cazuela como alma que lleva el diablo y el trabajo del menda, al lado del guiso con cara de pena, consistía en irlos derribando de las paredes por las que trepaban para tratar de huir a fin de que se cociesen preceptivamente. Sigue leyendo