Inopias

     Maribel intentó quitarse la vida la semana pasada. En un impulso meditado sin excesos decidió que su existencia acarreaba más disgustos e impotencias que una caduca corona de crisantemos, aunque nadie de sus familiares fuera a disponer del suficiente fondo de armario como para comprarla y colocarla con una absurda banda recordatoria sobre un ataúd presumiblemente pagado por el Estado. Esa cobardía de la que habla casi todo el mundo que nunca ha intentado suicidarse le dio el valor suficiente para agarrar el bote de pastillas contra la depresión y engullirlas con desesperada fruición. La fortuna que se le negó en vida también le fue esquiva a la hora de la muerte; con los ojos vueltos, leves espasmos y espuma derramándose por la comisura de los labios la encontró su cuñado Rafael quien, con ganas también de deglutir el resto de cápsulas que aún pudieran quedar en el bote, hizo acopio de voluntad, llamó al 112 -uno de los pocos servicios gratuitos que por ahora no han tocado los recortes- y la llevaron en volandas a Urgencias donde le practicaron un lavado de estómago.

Diamantino García Acosta

Diamantino García Acosta

Maribel y Rafael comparten piso y malvivir con Pepi, hermana y esposa respectiva, mujer también afectada por la depresión y los tres inmersos en la desagradecida cincuentena, edad en la que el empresario obvia la necesidad ajena de seguir ganándose el pan y el estado la de al menos ser sujeto de una prestación. En tierra oscura de nadie, donde todos los gatos son pardos y pasan tan desapercibidos como el hambre acostumbrada en la casa del pobre.

     Rafael está enfermo del corazón y con su pensión de jubilación -setecientos cincuenta euros- intenta, sin conseguirlo, llegar a fin de mes pagando la hipoteca que supone ya el desembolso inmediato de más de cuatrocientos y haciéndose cargo de su medicación y de la de las dos hermanas, que ya no es gratuita como se ha de suponer. Luz, agua, alimentación… Los billetes son chicles que se estiran sin llegar a alcanzar jamás los extremos y siempre romperse mucho antes del día treinta.

     Lo más dramático es que esta familia no es ni por asomo de las que más está sufriendo las consecuencias viles del desempleo. El trabajo es una tarea, una construcción de lo externo y de uno mismo, proviene de la hermosa palabra labor y quien se arroga el derecho de lacerar y enquistar hasta lo insoportable la necesidad del otro conociendo de antemano que los deseos propios permanecerán eternamente estables se comporta como el felino que, a punto de devorar al ratón, le suelta con cara de circunstancia que todos hemos de estar dispuestos a hacer sacrificios. Soberana antítesis que permuta la sustancia de sabiduría infinita contenida en la máxima de Diamantino García Acosta, cura obrero y trabajador proletario amarrado de manera perenne a la causa de los sin voz: “ser el primero en el sacrificio y el último en el beneficio”.

6.202.700 parados. No lanzada la cifra de golpe como para descargarla de valor y de carne, sino un número tras otro: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece… así hasta seis millones doscientos dos mil setecientos seres humanos y almas doloridos, recubiertos de preocupaciones, macerados en el vinagre de la angustia del día a día que se presenta cada mañana como un asesino a sueldo. Seres, almas con nombres y apellidos, con sarcomas intestinos y sin un paraguas de mierda que les resguarde del aguacero.

Mientras, en alguna volátil y obtusa rueda de prensa, cualquiera de los ministros elegidos a dedo -curiosamente el término deriva de minister y este, a su vez, del adjetivo minus que significa menos que- “seguro, como tantos otros, de que parezco más sincero cuando miento”* lanza cual salvoconducto hacia la nada: “El año próximo estaremos mejor”. ¿Pero es que los que imponéis las cargas habéis estado en algún momento mal? Inopias, de escasez para el parado y de fingida ignorancia para el que gobierna.

* “Cosecha roja”, Dashiell Hammett.

«Grandes esperanzas» (1860)

Charles Dickens by Juan Osborne

Charles Dickens by Juan Osborne

“Cuando rezamos hablamos con Dios, pero cuando leemos es Dios quien habla con nosotros” (San Agustín).

Dios me ha hablado, a través del don gratuito reservado a uno de sus hijos: Charles Dickens. Comentar que estoy mudo y ahogado de emoción es quedarse muy corto, pues diría -de la manera quizá menos objetiva posible- que jamás gocé algo semejante; sólo sería capaz de acercarse un poco a este sentimiento desgarrador que me invade aquello que experimenté tras leer la visceral «Cumbres borrascosas». Mas ni de la forma ahora más subjetiva posible osarían mis labios comparar ambas. Y eso que no fue un inicio fácil: edición menuda y letra aun más; casi sin ganas. Pero merece la pena el riesgo de quedarse ciego leyendo (y hasta sordo y mudo) con tal de gozar lo inconmensurable de la narración y la prosa del buen Charles. Por momentos me contemplaba a mí mismo y no me era sencillo distinguir si lloraba de turbada emoción o de forzar hasta tal extremo la vista. No exagero un ápice.

De Dickens sólo había tenido la oportunidad de leer y recordar varios de sus cuentos navideños («Historia de dos ciudades» me pilló demasiado púber y en una de esas ediciones… cutres, digamos, con viñetas añadidas cada ciertas páginas); esos relatitos que escribió para sacarse unas pelillas en época tan propicia a la buena voluntad y a la mejor fe. ‘Si por el mero hecho de embolsarse unas libras escribe así, como sin demasiado esfuerzo -me decía-, y construye a bote pronto algunos personajes tan entrañables como Trotty («Las Campanas»), ¿qué será cuando se ponga en serio?’. Cuando le da por meterle interés le sale «Grandes Esperanzas». La prosa y el estilo narrativo de Dickens -ese don por el que ningún pago a cuenta hubo de hacer- da hasta rabia y desesperada envidia. Su cadencia natural, espontánea, fluida y esa innata capacidad para amarrar al potencial lector entre las dos emociones más alejadas de rango (la risa más abierta y el llanto más ahogado) en apenas dos párrafos supera toda humana posibilidad. Obra cumbre en medio de la vorágine del movimiento romántico y sin que pueda decirse que forma parte de él, el escritor depura hasta el culmen en «‘Grandes esperanzas» su poderoso estilo narrativo, reteniendo lo mejor, obviando lo menos realista y resulta casi infructuosa la búsqueda de esos personajes unidimensionales tan enjuiciados como protagonistas de sus historias. Los hay tremendamente bondadosos (Joe, Biddy…) y rematadamente perversos (Compeyson, Plumblechook…), pero los actores principales de la trama, Pip, Estella, la señorita Havisham…, son tan comprensiblemente humanos que has de repetir una y otra vez con Pip que “yo mismo necesito demasiado que me perdonen y me orienten como para mostrarme severo con usted”. Claroscuros.

La necesidad de perdón planea a lo largo de esta renovada historia de hijo pródigo, pues eso es sobre todo Pip. Que nuestro querido muchacho sea pobre y aspire a revertir su situación económica es lo de menos, lo crucial es que cuando trabajaba en la fragua, compartiendo sus males y nulos remedios con gente tan vulgar como él mismo, era feliz aun sin ser siquiera consciente de ello. El divertido sarcasmo de Pip a través de su vigorosa narración en primera persona desaparece de cuajo tras el primer acto (excepto gloriosos detalles como la caótica y divertidísima representación de Hamlet del capítulo XXXI); justo cuando nuestro héroe decide coronarse de majestuosidad. ¡Cuán dolorosas y humildes las palabras de Joe que opacan con lágrimas la mirada agridulce de Pip!: “no me encontrarás tantas faltas si piensas en mí vestido como para trabajar en la fragua (…). Ni la mitad de faltas si, suponiendo que quieras verme alguna vez, vienes y asomas la cabeza por la ventana de la fragua”. No importan las grandes esperanzas de Pip, la bondad o la maldad de sus fines, como no debieran importar aquellas que nos mueven a cada uno de nosotros si al hallarlas perdemos a la vez la absoluta certeza de que la felicidad no la da el vil metal sino la seguridad de no estafarse a uno mismo (“todos los estafadores del mundo no son nada en comparación con los que falsean consigo mismos”) y el descubrir que no hay oro en el mundo que pueda servir de crédito frente a las ingratitudes cometidas (“nunca, nunca, nunca podría deshacer lo que había hecho”). Dickens -saltando más allá de sus propias incongruencias- no nos invita a la resignación, sino a la bondad y a la justicia que nos elevan por encima de la imagen social, de las apariencias o de ese engañoso elitismo que pretende, a base de esfuerzo inútil, otorgar dignidad a las personas por lo que tienen o visten en lugar de por lo que son. Esa digna invitación, en su siglo y en el nuestro… es mucho.

Tal vez termino exagerando, antes pido disculpas por mi ineptitud pues “una palabra mal colocada estropea el más bello pensamiento” (Voltaire) y soy consciente de que mis letras hacen escasa justicia a la obra de Dickens, pero me queda el maravilloso consuelo que avanzó Thoreau: “lee los buenos libros primero; lo más seguro es que no alcances a leerlos todos”. Sin duda, mi reposo será ya más calmo.

Para finalizar, de nuevo algunos fragmentos:

«Fue un día memorable, pues obró grandes cambios en mí. Pero ocurre así en cualquier vida. Imaginémonos que de ella arrancáramos un día especial y pensemos en lo distinto que podría haber sido su curso. Deténgase el lector y piense por un momento en la larga cadena de oro, de espinas o flores que, de no ser por la formación del primer eslabón en un día memorable, jamás le hubiese atado.»

«Dios sabe que no debemos avergonzarnos nunca de nuestras lágrimas, pues son lluvia que cae sobre el polvo cegador de la tierra que endurece nuestros corazones. Me sentí mejor que antes de haber llorado, más triste, más consciente de mi ingratitud, más manso.»

«¡No acordarme! Eres parte de mi existencia, de mí mismo. Has estado presente en cada una de las líneas que he leído, desde que vine aquí, un vulgar y tosco pobrecillo cuyo corazón heriste ya entonces. Has estado presente en cada proyecto desde aquel día, en el río, en las velas de los barcos, en los marjales, en las nubes, en la luz, la oscuridad, el viento, los bosques, el mar, las calles. Has encarnado cada fantasía con la que mi mente ha tropezado. No son más reales las piedras de las que están hechos los más recios edificios de Londres, ni tendrías mayor dificultad en desplazarlos con la mano de lo que han sido y seguirán siendo para mí tu presencia y tu influencia, allí y en todo lugar. Estella, hasta el último instante de mi vida no podrás sino ser parte de mi carácter, parte de lo poco que de bueno hay en mí, parte de lo que de malo llevo. Pero en esta separación, sólo puedo asociarte a lo bueno y fielmente te recordaré vinculada a ello, pues tienes que haberme hecho más bien que mal, cualquiera que sea la punzante tristeza que ahora pueda sentir. ¡Que dios te bendiga! ¡Que dios te perdone!»

Bofetones patrios

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punch, de dominio público

        Fue el Dr. Johnson quien escribió aquella perla esmerilada de que el patriotismo es el último refugio de los canallas y que más tarde diera a conocer Kubrick al gran público de manera hurgadora por boca de Kirk Douglas en la políticamente incorrecta “Senderos de gloria”. No hace falta exceso de rigor científico y técnico ni haber obtenido un máster en la Sorbona para apreciar con notable rapidez que este vocablo -de uso común en la oratoria de determinados politicuchos, miembros del ejército y diversas personalidades de espíritu demagógico y obsceno- proviene en su origen del mismo lexema que la palabra padre; a saber, del latín Patris, del padre. Podríamos decir pues que el resto de argumentaciones paradigmáticas, branquiales o incluso fruto del desquicio sobre tan inane realidad son pura disquisición, basada en unos espectros ni obligadamente globales ni antropológicamente innatos, y si alguien tiene el pleno convencimiento de que el concepto de patria -más allá de dicha traducción objetiva como la tierra de los padres- es una soberana memez no debiera ser ni sometido a juicio sumario, ni condenado a destierro ni obligado a pedir perdón cual Galileo cuando resulta tan obvio que “eppur si muove”.
     El caso es que cuanto más refugio es el patriotismo para los canallas menos hogar resulta ser para el ciudadano de a pie por mucho que el país que habita haya sido desde que se inventaran las fronteras la residencia habitual de sus ancestros. Concebir la patria como elevada entelequia, preexistente en la realidad a imagen de un ente con voluntad autónoma y al que se le otorga un sentido metahistórico por encima de la propia existencia de aquellas personas que la componen en su verdadera esencia es el único argumento –o excusa- al que puede acogerse el dirigente de un estado, de una patria, que llega a aseverar con una dignidad falaz y una rotundidad despótica que no ha cumplido con sus promesas electorales, pero que ha cumplido con su deber. Ha de suponerse entonces -en una especie de dicotomía mazdeísta que aplaudiría Zoroastro– que las promesas eran hacia los ciudadanos y el deber era para con la patria, siendo los primeros el lado menos bueno y por tanto más prescindible de la balanza. Se me ocurren pocos razonamientos tan escasamente deductivos como copiosamente irresponsables.          
      Para desgracia de Josefa, una ciudadana de esas de a pie y por tanto prescindibles, aún le queda casi una década para jubilarse. Vive sola, como perdida en una isla, sin bengalas a las que aferrar su espera ni leña que prender con la que resistir la crudeza del invierno. Hace semanas que lo único que ve con claridad es el fondo oxidado y recurrente de la nevera cuando abre la puerta y de una forma absurda recrea su mirada en cada hueco vacío como esperando maná en el desierto. No sabe qué llevarse a la boca, en realidad nadie logra saber siquiera qué es lo que come, si es que lo ha hecho en estos últimos días interminables. Podría decirse que Josefa sufre la desdicha de no haber tenido hijos en los que apoyarse, aunque al menos le resta el consuelo fútil de creer que de haberlos parido no se encontraría tan rendida a su angustiada soledad. Argumento tal vez consolador en su caso, pero tremendamente desgarrador para quien habiéndolos tenido se haya en idéntica tesitura.
Como tanta ama de casa entregada a menesteres nulamente valorados en una sociedad de neto carácter mercantilista, Josefa nunca ha cotizado a la seguridad social, por lo que no percibe la más mínima prestación patria, y en los últimos años ha entregado su ser íntegro a la ingrata tarea de mitigar los dolores, angustias y miedos de un marido afectado de cáncer que falleció hace un par de meses. Cinco años se mantuvo su esposo presa de la enfermedad, prácticamente encamado, sin apenas fuerza para deglutir cualquier alimento y amarrado en última instancia a fármacos paliativos de relativa eficacia. Huelga decir que durante este período se encontraba imposibilitado para trabajar, bastantes esfuerzos tuvo que emplear ya para el obligado trajín de engullir aire y respirar. El caso es que a Paco, el marido esforzado de Josefa, de poco le han servido sus patrios ancestros, su arraigado sentimiento de terruño y aún menos ese afán de hormiga por labrarse un porvenir digno y asegurar cuanto menos un futuro estable a la mujer que amaba. No ha cotizado los últimos cinco años de vida, los motivos son lo de menos y un cáncer no ha de servir de excusa para que el estado -no como entelequia metafísica sino como ese conjunto de personas que mediante leyes subvierten lo lógico en demencial- devuelva a los ciudadanos lo que de ellos es. Pero no hay más que hablar: Josefa no tiene derecho a ningún tipo de pensión. Punto.

Mientras la insignificante unicidad de Josefa parece, a cada segundo muerto, más condenada a fundirse con el éter, los canallas, refugiados tras un concepto estéril, se regodean con victorias vacuas que deciden salvar a la patria y hundir a los individuos, como si fuera posible tan sólo pensar que tal división no es una soberana sandez. A ejemplo de Roma ellos sí deben contemplarse a sí mismos como yuxtaposición ontológica al concepto de Patria; Dioses regios al margen del vulgo, pues se incluyen sin el más nimio rubor dentro de la salvación nacional y sus leyes oblicuas jamás son para ellos impertinentes y execrables. Sus excesos ni los rozan con la yema de los dedos; los bofetones son eficientes en los rostros de otros, más si son ejecutados de manera metódica.
Al caso del castigo ejemplar ejercido sobre quien ya le cuesta levantarse y pervivir me viene a la mente la historia de aquella mujer árabe que recurre a su padre urgiendo el resarcimiento de una ofensa:
– Padre, mi marido me ha abofeteado. Hazme justicia.
– ¿En qué mejilla te ha pegado?
– En la derecha.
El padre golpea entonces con firmeza a la mujer en la parte izquierda de la cara.
– Ahora ve y dile a tu marido que si él ha pegado a mi hija, yo he pegado a su mujer.

Josefa se merece todos los bofetones patrios, y si podemos pisarla y hundirla en el fango aun mejor. Todo sea por el bien del Estado, digo yo.

Una bolsita de ajos

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Ajos morados by juantiagues

– ¡Ajos, señora! ¡Ajos de Montalbán a un euro la bolsita! ¿No quiere una?

La señora ha pasado de largo, quisquillosa y con una mirada esquiva de autosuficiencia. Antonio sonríe mientras escucha difuminarse como en un tic-tac el trajín marchito de los tacones. El fondo de su sonrisa es limpio y feo; donde no hay huecos oscuros, muestran sus encías unos dientes picados y destruidos tras años de consumo de heroína. Está delgado, de una forma casi enfermiza, tiene el pelo alborotado en bucles y en la mano sujeta varias bolsitas transparentes con seis o siete cabezas rojas de ajos cada una.

En un principio me cuesta reconocerlo desde lejos, a pesar de la seguridad manifiesta de que se trata de Antonio. Me lo acaba de corroborar su madre que, con cara de hastío y desilusión y apostada a las puertas de otra de las entradas del supermercado, amarra su esperanza a otras tantas bolsitas de ajos. Fuerzo un poco la vista e intuyo que la persona en cuestión también me observa, con una mirada gastada, cambia el gesto y en cuanto me tiene delante me cruje las entrañas con un abrazo sincero y mantenido. Cuando me aparta apenas dos metros, gira la cabeza, como apoyándola sobre el hombro en una postura forzada, y se ríe con agradable espontaneidad. Sus ojos miran desde lo subterráneo del mundo.

– Me dijo mi madre que te había visto el otro día. Ella se pasa por aquí toda la mañana intentando vender ajos. Mi mujer o yo venimos cuando podemos.
– ¿Cómo os va? Estás flaco, pero se te ve estable a pesar de los pesares. ¿Sigues sin consumir?
– Ya ves, de lo más feliz que me siento es de eso -la sonrisa limpia y fea se muestra en todo su esplendor, henchida de satisfacción y convencimiento de que el resto importa un bledo-. Con lo mal que lo he pasado y se lo he hecho pasar a mi familia. ¡Quita, quita! Ni se me pasa por la cabeza.
– ¿Y cómo vais tirando? Porque supongo que seguís viviendo todos en casa de tu madre, ¿no?
– Sí, intenté irme fuera a currar, estuve unos meses, pero al final nada, tuve que regresar. Mi madre cobraba una ayuda, pero se le terminó el mes pasado y ahora vivimos de lo que vamos sacando de los ajos. Quince, veinte euros al día si no llueve… o que no nos los quite la policía. Y como somos pocos en casa encima mi Rocío se ha quedado embarazada otra vez. El tercero.       Lo miro con ojos de plato, en una mueca de disgusto y con una dolorosa sensación de impotencia.
– Pero Antonio…
– ¡Si nosotros no queríamos! Mi mujer estaba en tratamiento para la depresión porque lleva fatal la situación que estamos pasando; yo la veía engordar y con problemas con la regla así que estuvimos varias veces en el médico, pero nos decía que era normal y efecto del tratamiento. ¡Hasta cuatro veces fuimos y no le querían hacer pruebas! Ya me enfadé y un día, levantándole el vestido a la Rocío, le dije al médico “¡no me joda usted con que esto es normal!”. Parece ser que se asustó y ¡embarazada de cuatro meses!
Antonio modula el tono de repente, sin querer, con una ternura infinita y casi ilógica, la del pobre acostumbrado a tomar decisiones vitales en un microsegundo y obligado a sobrevivir a ellas por encima de toda aspereza.
– Si llega a estar de menos nos hubiéramos planteado no tenerlo, que Dios me perdone, pero ahora, con cuatro meses, que se ve en la ecografía con sus manitas, el corazón latiendo…

La parca naturalidad de su discurso me emociona, desde las entrañas. “¿Que Dios me perdone?” Mi fuero interno insulta entonces de manera preliminar a ciertos estudiosos de religiones socialmente caducas quienes, como necios mocosos consentidos, rellenan panfletos cargados de prejuicios y de moralina absurda y osan ejecutar penas de excomunión sobre situaciones que no van a experimentar en su vida. La conciencia está por encima de cualquier norma de obligado cumplimiento, Antonio lo sabe, con la verdad que otorga la experiencia, y si hace un mes hubieran decidido abortar ¿quién se arrogaría la dignidad suficiente para señalarles con el dedo?
– Dios tiene otras preocupaciones más gordas, fijo -le suelto con un convencimiento sin duda digno también de excomunión-. ¿Y por qué no habéis puesto medios, leches?
Antonio retuerce la cara, se convierte en un aspaviento andante y sus gestos parecen una oda a la desesperación.
– Si Rocío tomaba pastillas, pero parece ser que el tratamiento para la depresión ha contrarrestado los efectos de los anticonceptivos.
Mi rostro desencajado y mi mandíbula inferior descolgada en un espasmo de natural solidaridad se funden con los versos de la oda desesperada de Antonio, quien se encoge de hombros con cara de ignorancia supina.
– Sí, vaya, es increíble, nosotros tampoco nos lo podíamos creer. Ni nos preguntaron, ni nos informaron, ni nada de nada. Sigue leyendo