Bofetones patrios

punch

punch, de dominio público

        Fue el Dr. Johnson quien escribió aquella perla esmerilada de que el patriotismo es el último refugio de los canallas y que más tarde diera a conocer Kubrick al gran público de manera hurgadora por boca de Kirk Douglas en la políticamente incorrecta “Senderos de gloria”. No hace falta exceso de rigor científico y técnico ni haber obtenido un máster en la Sorbona para apreciar con notable rapidez que este vocablo -de uso común en la oratoria de determinados politicuchos, miembros del ejército y diversas personalidades de espíritu demagógico y obsceno- proviene en su origen del mismo lexema que la palabra padre; a saber, del latín Patris, del padre. Podríamos decir pues que el resto de argumentaciones paradigmáticas, branquiales o incluso fruto del desquicio sobre tan inane realidad son pura disquisición, basada en unos espectros ni obligadamente globales ni antropológicamente innatos, y si alguien tiene el pleno convencimiento de que el concepto de patria -más allá de dicha traducción objetiva como la tierra de los padres- es una soberana memez no debiera ser ni sometido a juicio sumario, ni condenado a destierro ni obligado a pedir perdón cual Galileo cuando resulta tan obvio que “eppur si muove”.
     El caso es que cuanto más refugio es el patriotismo para los canallas menos hogar resulta ser para el ciudadano de a pie por mucho que el país que habita haya sido desde que se inventaran las fronteras la residencia habitual de sus ancestros. Concebir la patria como elevada entelequia, preexistente en la realidad a imagen de un ente con voluntad autónoma y al que se le otorga un sentido metahistórico por encima de la propia existencia de aquellas personas que la componen en su verdadera esencia es el único argumento –o excusa- al que puede acogerse el dirigente de un estado, de una patria, que llega a aseverar con una dignidad falaz y una rotundidad despótica que no ha cumplido con sus promesas electorales, pero que ha cumplido con su deber. Ha de suponerse entonces -en una especie de dicotomía mazdeísta que aplaudiría Zoroastro– que las promesas eran hacia los ciudadanos y el deber era para con la patria, siendo los primeros el lado menos bueno y por tanto más prescindible de la balanza. Se me ocurren pocos razonamientos tan escasamente deductivos como copiosamente irresponsables.          
      Para desgracia de Josefa, una ciudadana de esas de a pie y por tanto prescindibles, aún le queda casi una década para jubilarse. Vive sola, como perdida en una isla, sin bengalas a las que aferrar su espera ni leña que prender con la que resistir la crudeza del invierno. Hace semanas que lo único que ve con claridad es el fondo oxidado y recurrente de la nevera cuando abre la puerta y de una forma absurda recrea su mirada en cada hueco vacío como esperando maná en el desierto. No sabe qué llevarse a la boca, en realidad nadie logra saber siquiera qué es lo que come, si es que lo ha hecho en estos últimos días interminables. Podría decirse que Josefa sufre la desdicha de no haber tenido hijos en los que apoyarse, aunque al menos le resta el consuelo fútil de creer que de haberlos parido no se encontraría tan rendida a su angustiada soledad. Argumento tal vez consolador en su caso, pero tremendamente desgarrador para quien habiéndolos tenido se haya en idéntica tesitura.
Como tanta ama de casa entregada a menesteres nulamente valorados en una sociedad de neto carácter mercantilista, Josefa nunca ha cotizado a la seguridad social, por lo que no percibe la más mínima prestación patria, y en los últimos años ha entregado su ser íntegro a la ingrata tarea de mitigar los dolores, angustias y miedos de un marido afectado de cáncer que falleció hace un par de meses. Cinco años se mantuvo su esposo presa de la enfermedad, prácticamente encamado, sin apenas fuerza para deglutir cualquier alimento y amarrado en última instancia a fármacos paliativos de relativa eficacia. Huelga decir que durante este período se encontraba imposibilitado para trabajar, bastantes esfuerzos tuvo que emplear ya para el obligado trajín de engullir aire y respirar. El caso es que a Paco, el marido esforzado de Josefa, de poco le han servido sus patrios ancestros, su arraigado sentimiento de terruño y aún menos ese afán de hormiga por labrarse un porvenir digno y asegurar cuanto menos un futuro estable a la mujer que amaba. No ha cotizado los últimos cinco años de vida, los motivos son lo de menos y un cáncer no ha de servir de excusa para que el estado -no como entelequia metafísica sino como ese conjunto de personas que mediante leyes subvierten lo lógico en demencial- devuelva a los ciudadanos lo que de ellos es. Pero no hay más que hablar: Josefa no tiene derecho a ningún tipo de pensión. Punto.

Mientras la insignificante unicidad de Josefa parece, a cada segundo muerto, más condenada a fundirse con el éter, los canallas, refugiados tras un concepto estéril, se regodean con victorias vacuas que deciden salvar a la patria y hundir a los individuos, como si fuera posible tan sólo pensar que tal división no es una soberana sandez. A ejemplo de Roma ellos sí deben contemplarse a sí mismos como yuxtaposición ontológica al concepto de Patria; Dioses regios al margen del vulgo, pues se incluyen sin el más nimio rubor dentro de la salvación nacional y sus leyes oblicuas jamás son para ellos impertinentes y execrables. Sus excesos ni los rozan con la yema de los dedos; los bofetones son eficientes en los rostros de otros, más si son ejecutados de manera metódica.
Al caso del castigo ejemplar ejercido sobre quien ya le cuesta levantarse y pervivir me viene a la mente la historia de aquella mujer árabe que recurre a su padre urgiendo el resarcimiento de una ofensa:
– Padre, mi marido me ha abofeteado. Hazme justicia.
– ¿En qué mejilla te ha pegado?
– En la derecha.
El padre golpea entonces con firmeza a la mujer en la parte izquierda de la cara.
– Ahora ve y dile a tu marido que si él ha pegado a mi hija, yo he pegado a su mujer.

Josefa se merece todos los bofetones patrios, y si podemos pisarla y hundirla en el fango aun mejor. Todo sea por el bien del Estado, digo yo.