«Sin techo ni ley» (1985)

Agnes by daaav

Agnes by daaav

Hace varios años, en unas jornadas sobre «Los sin techo», tuvimos la brillante idea de proyectar esta cinta que casualmente logré encontrar en la web dando infinidad de vueltas de tuerca. «Varda«, me dije, «sinónimo de notabilidad».

– Es muy dura, ¡qué desagradable! -plañía más de una como una desesperada tras la proyección.
– Si quieres le echo azúcar -pensé, pero no lo dije, claro. ¡Cómo si la vida fuera fácil!

Mona, la protagonista real (no lo olvidemos) de «Sin techo ni ley» tiene algo de Francisco, de Rafael, de Antonia, de Loli, de Fernando… de cada una de las personas que, todas las semanas, estuve visitando durante varios meses, en su trocito de calle. También temo encontrar algún día a Francisco aterido, muerto en medio de la nada donde habita. Mona es perfecta, no porque personalmente lo sea, sino porque es una sin techo de verdad, con el morro y el descaro que les caracteriza, con la libertad y la soledad que los nutre y atormenta… con lo que ayuda a aprender.

Varda es una eminencia en el género documental como más recientemente demostrara con «Los espigadores y la espigadora», y aquí lo confirma una vez más. La estructura narrativa del film nos hace ser espectadores y testigos directos de la vida que decidió vivir Mona y que muchos no estamos dispuestos a soportar, porque la odiamos porque a veces nos cuestiona.

Ya quisiera Loach (al que ciertamente aprecio) lograr la cuarta parte de realismo e «invitación al suicidio» que logra Varda.

Muy buena, Varda, sí señora.

Imagen pública

Gitanos by Joe Mabel

Gitanos by Joe Mabel

     Se había levantado un día agradable. Habida cuenta de las desapacibles mañanas de calor (usando un poderoso eufemismo) de mediados de agosto, tenía que agradecer que estando obligado a salir a las once del mediodía -lo que supone en estas fechas un auténtico envido al peligro en Córdoba- y además en bicicleta, corriera una magnífica brisa primaveral que haría del paseo matutino un goce para los sentidos.

      Con esta positiva actitud bajé las escaleras con una sonrisa de dentífrico que regalaba a diestro y siniestro a todos los vecinos con los que me cruzaba -escaleras, descansillo, patio…- y agarrando la bicicleta me dirigí a la biblioteca, determinantemente raudo y con relativo estrés pues no me estaba sobrando el tiempo. Iba a firmar el contrato laboral de media jornada, que agradezco hasta límites inaccesibles, pero que aún tengo serias reservas de que el salario me dé para vivir. No obstante, y a mi pesar, en virtud de este último e interesante punto de inflexión respecto a mis posibilidades reales de supervivencia, dejaré de engrosar en breve las listas del paro favoreciendo dolorido a que el Gobierno pueda usarme como dato que asevere el buen resultado que están dando sus mayestáticas políticas sociales y económicas.
      Retomando el asunto anterior y cuya relación con la historia central de este relato no va más allá de intentar justificar -como suelen hacer todos los individuos de mi especie- lo que sucedería a continuación y para lo que habrá aún de servirme como excusa que antes de entrar a devolver los préstamos hallé en la puerta a un chico en proceso de inserción, al que no veía desde hacía meses y con el que estuve charlando amigablemente sin hacer el más mínimo cosa a la hora, lo que favoreció de forma generosa a que se acentuara mi nerviosismo, así como el hecho de que descubriera que las películas sacadas en verano de la biblioteca no son por un mes, sino por quince días, con la consiguiente sanción de un día por cada jornada y cada obra devuelta con retraso.
      Ya con la mente dándole vueltas a tontadas sin sentido -otra excusa, digamos- y sudando en una mañana nada calurosa rodeé los muros de la Mezquita observando la ingente cantidad de gitanas que, con el romero en la mano y cara desesperanzada, intentaban hacer el agosto -nunca mejor dicho- a costa de los turistas. Muchos de sus rostros no me eran ajenos al haberse acercado por la oficina de Cáritas, porque es sabido que de leer la buena ventura no se puede vivir a menos que seas la pitonisa Lola. Al girar con la bicicleta por el muro de piedra posterior casi arrollo una cara conocida de más y que me sonríe.
      – ¡Aaaay! ¿qué haces por aquíiii? ¿Cuándo vais a abrir la oficiiina que debo la luuuuuz?
     Era Ángeles, gitana de menos edad de la que aparenta y una de las personas con las que más me he reído tras un comentario mordaz soltado una tarde en la oficina cuando le preguntamos preocupados que cómo le iba en la Mezquita con el romero. “Estamos muuuchas, ya no nos da ni para el taxi de vueeelta”. Touché.
      Estaba acompañada por varias mujeres más con sus ramitas en la mano. Unas de pie a su lado y alguna que otra sentada como ausente sobre las piedras paralelas a los muros.
      – Hola, Ángeles, ¿qué tal? ¿Por aquí seguimos, no? Hasta la próxima semana nada; el martes por la tarde ya puedes ir, que estaré atendiendo.
      Mientras charlábamos, casi todas las gitanas que la acompañaban se batieron en retirada en busca de alguna presa fácil, excepto otra bastante más joven a la que también conocía del barrio, y que al final acabó por marcharse, y otra de mediana edad que a apenas metro y medio, permaneció sentada en los escalones de piedra. Tenía también una ramita en la mano, que descubrí que no era romero sino otra planta de hojas verdes oscuras excepto en los bordes, y un bolso colgado en el hombro derecho.
      – ¿Ya no cogéis romero?-interrogué a Ángeles, más objeto de confianza por mi parte.
      Confirmó mi sospecha dándome el nombre de la planta en cuestión y que no logro recordar. Entonces, abiertamente y en un acopio de extroversión, me dirigí a ambas comentando entre risas que alrededor de la Mezquita había más de ellas con las ramitas de vete tú a saber qué planta que turistas y que no iban a sacar ni para el taxi. Ángeles cogió la broma y comenzó a reírse casi con ahogo y negando con la cabeza.
      – ¡Qué malo que eeeres!
      La compañera me estaba mirando, sentada, con cara de dogo argentino y sin mover un músculo, con su ramita en la mano. Entonces salieron las palabras cáusticas de su boca:
      – No, si yo no soy…
    No hice en aquel momento un estudio de campo, pero sin duda mi rubor superó con creces el de la gitana que no lo era a pesar de que con su pelo recogido en un moño, su rostro moreno renegrido, su vestido veraniego de una pieza y su ramita en la mano -que evidentemente acababan de “venderle” con la buena ventura- lo parecía aún más que Ángeles.
     Sonreí forzado, me escudé en la prisa inmensa que llevaba y partí como alma que lleva el diablo sin volver la vista atrás mientras escuchaba las risas incontenidas de Ángeles, poco empática con la situación que acababa de vivir.
Cuando regresaba a casa después de firmar el contrato que tan felices nos hacía a Rajoy y a mí (por ese orden) atravesé de nuevo al lado de los muros y los portales de la Mezquita. No estaban ni Ángeles ni su compañera irreal y me dio por pensar. Si hubiera cometido el error de confundir a la buena mujer y turista de rigor con una catedrática a punto de comenzar una conferencia, con una Mexicana Nobel de la Paz, con Rosalía de Castro… ¿me hubiese regalado esa mirada de dogo argentino? Lo mismo hasta me habría hecho digno de que me diera las gracias por el cumplido. Pero en una sociedad de culto a la imagen pública “ya se sabe que a un hombre se le perdona más fácilmente el lesionar la verdadera buena educación o la moral que desconocer la más insignificante normas de etiqueta”*. 
 
      Evidentemente yo no me sentí perdonado.

* “Ivanhoe”, Walter Scott

«Desgracia» (1999)

     Si hace varios años a algún avispado lector se le hubiera ocurrido hablarme de Coetzee, mi respuesta me habría dejado absolutamente en ridículo poniendo al descubierto mi tosquedad literaria: 
     -¿Qué es un nuevo sabor de helado?
     Por fortuna para mí, otro tosco amigo, en variadas ocasiones ironizaba con sarcasmo en mi presencia sobre la tesis doctoral de su futura (y actual) esposa sobre ni Dios sabe qué escritor sudafricano. Los rebotes de ella eran manifiestos, y como soy en extremo curioso y muy dado a conocer lo desconocido le pregunté por el nombre, sus obras, su vida y me faltó exigirle sus medidas anatómicas: J. M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura en 2003. También por fortuna para mí, Marichús, que se llama la susodicha, me tiene en alta estima en lo referente a mi bagaje cultural y ni corta ni perezosa me regala «Desgracia». Tardé en leerlo algo más de lo que Usain Bolt corre los 200m.

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Coetzee by frostyhut

     Y lo curioso es que ni hoy por hoy podría resumir a ciencia cierta de qué trata, porque es tan intensamente profundo y devastador que nos sugiere y enmarca a cada uno de nosotros; en esa mierdecilla que somos, pero que se niega a creerse merecedora de la más nimia de los desgracias o a atreverse a ver como tal aquello que, con nuestro desprecio a la vida, a la dignidad, a los otros…, nos hemos ganado a pulso.

     Coetzee es un amante radical de Sudáfrica, de sus gentes, de su malestar… una persona que odia el Apartheid, el concepto de raza desde lo más profundo. Por eso jamás describe la etnia de sus personajes, el lector ha de suponer si Petrus, por ejemplo, es negro o blanco, pues nunca se dice expresamente a pesar de que pueda resultar evidente el color de su piel a partir de determinados circunloquios. Esto tiene su función, que podrá agradar más o menos, pero la tiene, y es fundamental: Coetzee  nos habla del concepto de clase social y sobre todo del contraste entre la vida en la ciudad y en el campo. De ahí se desprende esa enorme diferencia casi de estilo y género cuando Lurie se marcha a lo salvaje, en la mayor y peor de sus acepciones. Se halla así escrito con total voluntariedad, del mismo modo que en «La edad de Hierro», el contraste brutal es entre la pobreza extrema y la riqueza, sin decir en ningún momento si el vagabundo coprotagonista de esa historia es blanco o negro. 

     Por todo ello, podría decirse que lo fundamental en Coetzee son las decisiones que va tomando cada actor, y la importancia de que nos resulte incomprensible tanto lo bueno como lo malo, porque sólo muestra la percepción de cada uno de ellos. En un mundo hostil, sólo imaginable para las personas que viven en un entorno rural, la decisión de Lucy, pongamos por caso, por incomprensible que pueda parecer para un lector occidental, es una opción por la vida en medio del desastre de su Sudáfrica, es la esperanza de la bondad, no mera adaptación y asunción, de igual modo que la inyección letal del final de la novela, haya de simbolizar la muerte del dolor del mal pasado, con el único fin de sobrevivir.

     Pudiera ser que en esta obra exista ya un problema de fondo y de inicio, y es su propio título: «Desgracia», pues el término inglés original es difícil de traducir al castellano. La desgracia no es lo que les sucede, que es el uso común que le damos al vocablo, desgracia es el sentimiento, y desde ahí debería repensarse el relato, ni como castigo ni como pecado. Cada uno de nosotros somos David Lurie, en su pecado y en su virtud, y eso nos ha de hacer tener esperanzas en la reconciliación, en el perdón, en el abandono de la culpa… 

     Y la película de Jacobs tiene pase, por qué no, pero no le llega al libro ni al betún de los zapatos (a la suela, sí).

     «El disfruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación. Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continúo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo».

     «Vuelve a entrar en Ciudad del Cabo por la N2. Ha estado fuera algo menos de tres meses, aunque en este lapso los asentamientos de los chabolistas han tenido tiempo suficiente para saltar al otro lado de la autopista y extenderse hacia el este del aeropuerto. El flujo de los vehículos debe ralentizarse mientras un niño con un palo arrea a una vaca extraviada para alejarla de la calzada. Es inexorable, piensa: el campo va llegando a las puertas de la ciudad. Pronto habrá ganado paciendo otra vez por el parque de Rondebosch; pronto la historia habrá trazado un círculo completo».

«A sangre fría» (1966)

Capote by SimpsonsCameos

Capote by SimpsonsCameos

     «Cuando Dios te da un don, también te da un látigo, y el látigo es únicamente para autoflagelarse». Lo dijo Truman Capote, y quizá sería más que necesario recordar la frasecita y tenerla presente antes de meter la nariz entre las páginas duras y subyugantes de «A sangre fría». ¿Y eso? Es muy probable que hasta el propio escritor no la olvidara en una sola de las líneas que pulen su relato del horrible crimen cometido en Holcomb por Dick y Perry, y del que todo el mundo sabe ya las consecuencias (sin temor a spoiler). 
     Es fácil juzgar -casi todos lo hacemos a diario, se nos da de lujo-, lo jodido es entender, ponerte en el lugar de… «No critiques a tu hermano antes de haber caminado diez kilómetros en sus mocasines», que decía el proverbio indio. Perry y Dick son unos desgraciados, unos degenerados hijos de perra, sí ya lo sabemos… pero no hemos andado diez kilómetros, ni un solo palmo con sus mocasines. 

     Dicen, con algún margen de error pues ese logro habría de llevárselo quizá Rodolfo Walsh con «Operación masacre», que «A sangre fría» inaugura la época del llamado Nuevo periodismo, pero no restemos méritos al escritor estadounidense en ninguna de sus facetas. Si la virtud de un periodista habría de estar en no prejuzgar, en intentar -dentro de la absoluta imposibilidad de nuestra humana condición- ser imparciales, contar lo que ha pasado permitiendo que el lector/a sea quien se coma el tarro… justo es eso lo que consigue Truman Capote: tras leer la última hoja, el último renglón de la obra, los pensamientos, rabias, congojas con los que te quedaste a solas son exclusivamente tuyos, y no has de culpar a nadie por ellos, únicamente a ti. 

     Dick, minutos antes de ser ahorcado, y como absurda contradicción de lo que es su verdad nos clava sus últimas palabras: «Sólo quiero decir que no os guardo rencor. Me enviáis a un mundo mejor de lo que este fue para mí». Yo soy incapaz de verlo como ironía, será deformación profesional, por mi trabajo en una Comunidad Terapéutica con personas con problemas de drogadicción, donde casi a diario descubro lo cierto de la máxima de Renoir: «Lo terrible de este mundo es que todos tienen sus razones» (La regla del juego). Quien no haya hecho alguna burrada que tire la primera piedra.

     Imposible se me hace como cinéfilo no recomendar la excelente versión cinematográfica que, con idéntico título, realizó el británico Richard Brooks tan sólo un año después de la publicación de la novela de Capote. Algo más dúctil de digerir, desde luego, pero sin llegar a extremos.

     Y bueno, ya que me ha dado hoy por las frases, para quien no soporte la crueldad de la novela, para quien la acuse de espesa (no digo que no lo sea, pero el buen café debe ser así, sino no es café), he de terminar con otra de Capote: «El buen gusto es la muerte del arte». Adiós muerte, bienvenido Capote.

     Para no variar os dejo en compañía de unos fragmentos que dejan bien a las claras el estilo directo de Capote:

     «Antes de que lo amordazara, el señor Clutter me preguntó y ésas fueron sus últimas palabras, quiso saber como estaba su mujer, si estaba bien. Y yo le dije que sí, que muy bien, que estaba a punto de dormirse (…) Y no es que le estuviera tomando el pelo. Yo no quería hacer daño a aquel hombre. A mi me parecía un señor muy bueno. Muy cortés. Lo pensé así hasta el momento en que le corté el cuello.

(…) Pero no me dí cuenta de lo que había hecho hasta que oí aquel sonido. Como de alguien que se ahoga. Que grita bajo el agua. Le di la navaja a Dick (…) le entró pánico. Quería largarse de allí. Pero yo no le dejé. El hombre iba a morir de todos modos, ya lo sé, pero no podía dejarlo así. Le dije a Dick que cogiera la linterna y lo enfocara. Cogí la escopeta y apunté. La habitación explotó. Se puso azul. Se incendió. Jesús, nunca comprenderé como no oyeron el ruído a treinta kilómetros a la redonda.»


     «Harrison Smith, aunque apeló también a los presuntos sentimientos cristianos del jurado, tomó como tema principal los males de la pena capital.
-Es una reliquia de la barbarie humana. La ley nos dice que tomar la vida de un hombre no es lícito, pero a continuación da ejemplo de lo contrario, cosa tan malvada como el crimen que trata de castigar. El estado no tiene derecho a infligirla. No sirve de nada. No impide el crimen sino que abarata la vida humana y da lugar a nuevos delitos. Todo cuando pedimos es clemencia. Seguramente la cadena perpetua no es una gran merced.»