En todo ser humano suele existir una máxima -de capciosa utilidad y fervoroso aprovechamiento- que resumiríamos sin ambages al afirmar que las ideas propias nunca tienen necesidad de ser demostradas; sólo lo necesitan las de los demás. De este precepto atávico nace sin duda, con la potencia incontrolable de una catarata de cien metros de altura, la común celeridad del individuo a la hora de poner en entredicho la opinión de un semejante en medio de cualquier conversación. Tanto el grado de antagonismo con las opiniones personales como el nivel de conocimientos suelen ser directamente proporcionales a la probabilidad de comenzar el juicio moral.
En estos casos tan habituales, lo de menos suele ser que la posición expuesta en primera instancia, sea contraria o sólo distinta, implique tácita o explícitamente un perjuicio para la libertad u opción de vida del opositor; o incluso que dicha idea o práctica no sea perjudicial en sí misma, o que hasta pueda partir de algunos argumentos válidos, porque parece ser que lo que de verdad está en juego es tener la razón. En definitiva, podríamos concluir que demostrar al otro que está en un error conlleva la gracia inclusiva de convencerse a uno mismo de que su forma de entender la vida, las relaciones, el mundo es la única viable o, al menos, la mejor. ¡Qué bien!, ¿verdad? Puedo seguir con mi vida sin tener que replantearme nada de nada.
La cuestión se enreda bastante cuando es una amplia mayoría la que ostenta la verdad que otorgan determinados patrones socialmente asumidos y aceptados que tampoco necesitan ser demostrados pues, del mismo modo que un republicano en medio de una reunión de monárquicos comete blasfemia si se atreve a abrir la boca, una minoría siempre se encuentra en la coyuntura de que está en un error.
Por mi parte, en el día a día y en concretos puntos de inflexión, prefiero que se piense que no tengo argumentos antes que convertirme en inverso adalid de lo que nadie parece tener la obligación de demostrar en sentido contrario. Podría jurar que nunca he iniciado un debate sobre estilos de vida a fin de defender mis posturas como si los demás estuviesen en un craso error de irremediables proporciones. Sin embargo, en mis generosos años como vegetariano, consumidor de productos de comercio justo y/o de origen biológico, defensor de la resistencia pasiva y la no-violencia… no logro entender como es posible que aún no me haya dado cuenta, a pesar de tantos argumentos en contra de mis opciones vitales, de que lo único que soy es un memo. Sigue leyendo