Revertir la realidad

A María Chércoles, con esperanza

 

Flowers by giedriusvarnas

Flowers by giedriusvarnas

 Voy a hablaros de Carmen, una gitana que pasa ya de los cuarenta, con mirada de gato pedigüeño y tan salpicada de defectos como yo, pero tan de otro costal que no me supone esfuerzo perdonarlos al no reflejarse en ellos mi debilidad. Carmen no tiene ingresos, así de simple y metódico como quien da la hora, no dispone ni de una minúscula calderilla cobriza de esa que los que usamos tarjeta dejamos abandonada en el suelo con tal de no doblar la cerviz. Cuando, acompañada de sus tres hermanas, asoma su enmarañada cabellera bajo la persiana del local de reparto protesta, exenta de reflexión pero con la lógica de un pueblo al que se le ha acostumbrado a vivir de la mendicidad en los suburbios durante seis siglos sin exigirle nada a cambio. Con los párpados caídos, medidos aspavientos y pretendiendo dar la justa lástima que no sobrepase el límite hacia el teatro del absurdo señala los lotes de alimentos que le resultan más convenientes para su fin:
     – ¿Y por qué a mí nada más que me dais una botella de aceite? ¿Y yo no tengo galletas?
     
     Los voluntarios, inexpertos aún en el curioso trajín de la pobreza, se miran con cara de haber sufrido un ictus. El hombre de recortada barba que comprueba los carnés de identidad observa el listado con creciente perplejidad colocándose sus redondas gafas con el índice y el pulgar. Rastrea con el dedo una de las columnas de la base de datos impresa y lo que encuentra lo devuelve a la obvia realidad. Número de miembros: 1. 
     – Carmen, estás mirando lotes de familias que viven hasta doce en la casa y con menores y tú eres sólo una persona, lo que ya es una excepción, pero como venían tus hermanas…
     La aludida siguió relatando la lista de los reyes godos y hasta la de los reyes del mambo, con movimiento de cadera incluido y rostro rubicundo de querer insistir aun consciente de haber agotado todas las posibilidades.

     El comportamiento de Carmen, en buena medida basado en un individualismo crónico en virtud de su necesidad recurrente, me lleva a recordar el submundo impreciso e inestable en el que subsiste -”cuando se sufre no da tiempo a pecar”*- y a establecer que el saber popular a veces tiene el cañón más desviado que la escopetilla de un quiosco de feria. Quienes, a imagen del “mi causa es lo mío” de Stirner, promueven el egoísmo moral como único axioma de sentido común y de supervivencia social responden con toda probabilidad en su exposición de principios a intereses fatuos y de obligada justificación personal: es infinitamente más cómodo y menos abrasivo convenir una idea, aunque pueda resultar errónea, que modificar la conducta; tal vez sea ese el motivo perfecto por el cual nos resulta mucho más útil afirmar la credibilidad de la figura cruel del juez Frollo que la excelsa de Valjean, por recurrir a dos personajes del inmortal Hugo. 

     Siendo  lo más práctico posible puedo afirmar definitivamente que dichas personas tampoco conocen a las vecinas de Carmen. Una de ellas tiene setenta años y una pensión no contributiva, pero a pesar de la propia urgencia le regaló a Carmen un vale de alimentos por valor de treinta euros, otras le compran diariamente el pan, las de más allá le llevan comida… Como contraparte Carmen limpia el portal sabedora de que toda persona tiene algo que ofrecer por encima de los recursos económicos. El trueque de los don nadie, su solidaridad insoslayable que hace del compartir una opción real a través de la que es posible revertir la realidad pues es capaz de interpretarla desde otros parámetros. 

    Me niego a tomar conciencia de esa ambigüedad conspicua sobre una bondad etérea cuyo deber, si bien habría de consistir en realizarse, ya se supone lastrado de forma perenne por su imposible practicidad en la vida del ser humano. Pero si alguien lo hizo una vez ya es posible, no es necesario que se repita varias veces y la libre voluntad de abrazar el humor crítico de Groucho como quien hace honor a la verdad: “estos son mis principios; si no le gustan… tengo otros”, no la siento como voluntad propia. Aquellos actos que me sirven de justificación no han de ser por ello irreductiblemente naturales y espontáneos y lo que tiene posibilidades de ser mejor es un deber moral luchar para que así sea; en eso basamos nuestra esperanza, ¿o acaso no nacen flores del estiércol?



* Gloria Fuertes, “Historias de Gloria: amor, humor y desamor”, 1983.

«La casa de los siete tejados» (1851)

Nathaniel Hawthorne 4 by carts

Nathaniel Hawthorne 4 by carts

     Entre las metódicas manías a las que me acojo ante el goce de la lectura he de reconocer la de tener a mano varias obras y alternarlas según tiempo, estado de ánimo o simple apetencia: sin orden ni concierto suelen ser una novela, relatos, poesía o teatro, un ensayo y algún cómic. De este modo, con el fin de no perder mi sagrada costumbre comencé mi periplo por ‘La casa de los siete tejados’. Habrían pasado unas diez páginas a lo sumo (mientras discurría entre Aldecoa, el ‘Alvar Mayor’ de Trillo y Breccia y la ‘Historia del Cine’) cuando me di cuenta que el método, hubiera dicho que efectivo al ciento por ciento, se me iba de las manos. Me estaba perdiendo en ese trajín de ir y venir hacia Hawthorne y recordé que hace 20 años, mientras leía ‘La letra escarlata’, una de las obras clásicas del romanticismo más hermosamente escritas, me sucedió exactamente lo mismo. Total, que resolví acabar con los desvíos antes de retomar con pleno corazón el camino a la mansión y a los jardines de Nueva Inglaterra. Sólo entonces lo descubrí de nuevo sin fisuras: no se puede compartir a Hawthorne so pena de perderlo todo.

     Sin atisbo de exageración, leer a Hawthorne es una experiencia única e irrepetible. Es pasear descalzo sobre la fresca hierba verde en medio de un bosque de sauces mientras una suave brisa te acaricia el rostro, y no es grato disfrutar de tal paseo contestando al móvil, con una radio a todo volumen en la oreja o teniendo que sortear excrementos de canes. La prosa de Hawthorne existe para el sosiego y para la calma, su pausada cadencia crea un oasis de infinita y a veces desesperada ternura que no puede abrazarse desde el estrés y la prisa. La pena impuesta si nos dejamos intimidar por la ansiedad es la más cruel e ingrata: convencerse de la insulsez de cada mirada y cada encuentro, dejarse domeñar por el estilo abigarrado y recargado tan característico del gótico norteamericano y sentirse incapaz, desde la esclavitud del corto plazo, de paladear que ese mismo estilo descriptivo se nos muestra débil, impotente y marcado de magnánimos matices de amor y de templanza, regalando una ingravidez constante en la descripción de sentimientos que ni desea hacer suyos, ni dominarlos el propio autor (parece ser, podría ser, sería posible…). Nada sucede mientras de todo pasa. El alma humana.


     Como ya sucediera con la Hester de ‘La letra escarlata’, Hawthorne nos entrega una protagonista inolvidable, Hepzibah Pyncheon, sumida de igual forma en la condena -a veces autoimpuesta- de una sociedad moralmente decadente e insalvable, de buenos modales y pecados ocultos en la que la única forma de sobrevivir la encuentra en ocultarse, ser libre a solas como si ello fuera de algún modo posible, y aislarse en un reducto al margen de la injusticia y la impiedad, donde la fealdad de un ceño fruncido por el dolor encuentre arrestos para amar y sentir el derecho a vivir sin sentirse juzgada: la casa de los siete tejados. Pasean también por sus huertos la luminosa Phoebe, el quebradizo Clifford, el amante y amado Holgraves y el transparente anciano Venner. Todos personajes maravillosos, tiernos y conscientes de la fugacidad de la vida y de la imponente necesidad de aprender a gozar con las pequeñas cosas que se presentan cada día, esas que te descubren que no existe predestinación ni maldiciones, que el presente se construye y “Dios no hará a nadie beber sangre” a menos que uno mismo haya deseada hacerlo. Lo resume Clifford, tal vez a cada uno de sus lectores: “eres un ser fantástico y también imbécil, las ruinas de un hombre, un fracasado, como lo es casi todo el mundo (…). El destino no te reserva ninguna felicidad, a no ser que merezca este nombre un hogar tranquilo”, rodeado de la gente a la que amas y por la que te sientes amado. Sin duda, esa es la dicha, y recuerdo a su coetáneo Thoreau, en su visceral misticismo alejado del mundo. 

     Pero “¿qué calabozo es más obscuro que el propio corazón? ¿Qué carcelero es más inexorable que uno mismo?”, sienten Hepzibah y Clifford tras un minúsculo instante de libertad. Difícil es redimirse a sí mismo, expiar las culpas que te cuelgan sin ser tuyas… Afortunadamente, Hawthorne, asqueado del puritanismo, de la doblez, de la injusta moralidad lo suelta: “Dios envía un rayo de amor y piedad a cada alma en tribulación”. Me lo creo, lo vivo. Hepzibah, Clifford se merecen piedad en su tribulación y Jaffrey, el heredero y juez injusto, es un grandísimo hijo de puta.

     Para terminar comparto un fragmento de la obra donde es fácil de percibir, como ya sucediera en su más conocida novela ‘La letra escarlata’, la metódica persecución del autor contra el puritanismo imperante y la caza de brujas (según diferentes y fiables datos uno de sus antepasados actuó como juez en los procesos de su ciudad natal, Salem):


» Una fuente de agua mansa y deliciosa—raro tesoro en aquella diminuta península donde se establecieron por vez primera los puritanos— indujo a Matthew Maule a construir una cabaña de troncos de árbol, en aquel paraje demasiado alejado de lo que a la sazón constituiría el centro de la aldea aquella.
Con el crecimiento del caserío, al cabo de unos treinta o cuarenta años, el lugar ocupado por la cabaña despertó la codicia de un prominente y poderoso personaje que reclamó la propiedad de este terreno y otro adyacente, basándose en la concesión otorgada por los legisladores provinciales.
El coronel Pyncheon—así se llamaba el reclamante— se caracterizaba por una energía férrea, a juzgar por lo que de su recuerdo se conserva. 
Matthew Maule, por otra parte, aunque humilde, era terco en la defensa de lo que consideraba su derecho; y, durante varios años, logró conservar el acre o dos de tierra que, con el sudor de su frente, arrancara a la selva virgen, para convertirla en su hogar y huerto. 
No se conserva ningún testimonio escrito de este pleito; sólo sabemos de él, por la tradición. Sería, por lo tanto, muy audaz y probablemente injusto, aventurar una opinión acerca de sus méritos. De todas formas, se dudó de los derechos del coronel Pyncheon y hubo quien afirmó que fueron indebidamente exagerados con el propósito de que alcanzaran al pequeño terreno de Matthew Maule.
Refuerza esta sospecha el hecho de que este pleito entre dos litigantes desiguales—entablado en una época en que se daba a la influencia personal mayor importancia que en la actualidad— quedó sin decidir hasta el día en que murió el ocupante del terreno en litigio.
Las características de su muerte afectan al espíritu de nuestro tiempo de forma muy distinta de como lo hicieron hace siglo y medio.
Fue una muerte que cubrió de horror el nombre del humilde habitante de la cabaña y que hizo aparecer casi como un acto religioso el pasar el arado sobre el pequeño terreno en que se asentaba su vivienda y borrar para siempre su lugar y su recuerdo de entre los hombres.
El viejo Matthew Maule, en una palabra, fue ejecutado por el delito de brujería. Fue uno de los mártires que nos demuestran, entre otras cosas, que las clases influyentes y los dirigentes de los pueblos están expuestos a todos los errores característicos de la plebe mas enloquecida.
Clérigos, jueces, estadistas—los hombres más sabios, prudentes, serenos y santos de la época— formaron círculo en torno al patíbulo para aplaudir aquel acto sangriento y para confesar ulteriormente que se habían engañado miserablemente.
Si algún aspecto de su conducta merece menos censura que el resto es la singular falta de discriminación con que persiguieron no solamente a los pobres y a los ancianos, como en anteriores matanzas judiciales, sino a gentes de todos los rangos, a sus iguales, hasta a sus hermanos y a sus esposas. En aquella época de espantoso desorden, nada tiene de particular que un hombre de tan poca importancia como Matthew Maule siguiera la senda del martirio, sin que nadie se fijase en él, entre la multitud de sus compañeros de sufrimiento. Mas, posteriormente, cuando se hubo calmado la locura de aquella época odiosa, se recordó con cuanto empeño el coronel Pyncheon se había unido al coro general que reclamaba que se limpiara el país de brujos y brujas; y hasta se murmuró que había algo de envidia en el celo con que reclamaba la condena de Matthew Maule. «

 

 

«Casa de muñecas» (1879)

Henrik Ibsen by peterpulp

Henrik Ibsen by peterpulp

     Cuando terminé de leer ‘Casa de muñecas’ recordé un dato, y falto de trivialidad y frivolidad os comparto que mientras termináis de leer esta reseña, en España una mujer habrá denunciado a su pareja por violencia de género. Una denuncia cada cuatro minutos, 367 al día en el año 2011. Se me ocurre pensar entonces en Nora, la exquisita protagonista de la obra de Ibsen, en la libertad frente al falso liberalismo, en la mentira complaciente creada desde la comodidad sin autocensura de la propia vida. Me gusta el noruego y leo compulsivamente ‘El pato silvestre’ y ‘Un enemigo del pueblo’. Confirmo mis mejores sospechas, me quito el sombrero que casi siempre llevo y que me niego a entregar a cualquiera. Henrik Ibsen inventa el teatro moderno; el último acto de ‘Casa de muñecas’, no ya argumentalmente (tuvo que cambiar el final para su representación en Alemania por ser… excesivamente liberal e incomprensible para la época) sino estructuralmente es de una novedad e influencia pasmosa. No se produce aglomeración de personajes, ni ese punto de inflexión Shakespeariano donde todo confluye en un éxtasis. Ibsen nos ofrece un diálogo, ni más ni menos, pero también nos llega ese éxtasis, se te ponen los vellos de punta… y te cabreas, con el capullo de Torvaldo y su estúpida concepción del sacrificio y la dignidad: «no hay nadie que sacrifique su honor por el ser amado».»Lo han hecho millares de mujeres», atiza Nora. Era 1884. Increíble, Nora se resiste a ser una muñeca de adorno, una mujer florero y eso es algo imperdonable para el varón que se cree su dueño.


     Los protagonistas de estas tres obras teatrales de Ibsen son seres que nadan a contracorriente, embargados por decisiones más o menos desordenadas pero tomadas desde lo que consideran justo y honrado. Son personas normales, creíbles, conscientes de sus valores, pero sobre todo que luchan por la libertad en medio de variadas mentiras piadosas, aunque unas lo son más (Nora y Gina justificables en ‘Casa de muñecas’ y ‘El pato silvestre’) y otras bastante menos (absolutamente vergonzante la actitud del alcalde Stockmann en ‘Un enemigo del pueblo’). Ibsen golpea la autocomplacencia, desprecia la sociedad tan pulcra, tan honrada… tan falsa y le horroriza el sentimiento del deber cumplido cuando esclaviza, obstruye y castiga la libertad del prójimo; lo hace a diestro y siniestro, desde el realismo social, sin piedad y en una escala ascendente de simbolismo que culmina en ‘Un pato silvestre’. 

     “Estúpidos están en todas partes formando una mayoría aplastante”, reflexiona el Dr. Stockmann en ‘Un enemigo del pueblo’. Aterrizan desde ‘Una casa de muñecas’, pues si algo deja claro Ibsen es que las convenciones sociales, aunque sean producto de una mayoría, son sólo memeces si esa mayoría es mema, como suele suceder en gravísimas ocasiones, y que la verdad y la libertad no han de imponerse sino descubrirse, pues el castigo a pagar suelen cobrárselo a inocentes como Hedvigia, y a intereses muy altos.


     Empecé con un dato y termino con otro. Tres matrimonios conforman el fresco que construye Ibsen con esta teatral triada. De ellos, tan sólo en una ocasión el miembro culpado recibe el apoyo casi incondicional de su pareja; sucede cuando ésta es la mujer. Yo también odio a esos hombres del siglo XIX que esconden sus debilidades al amparo de unas faldas de “muñecas” a las que hacer culpables. Y lo reconozco, en incontables ocasiones, yo también soy un memo.

     Como siempre, para terminar, unos fragmentos:

«NORA: ¿Qué consideras tú mis deberes sagrados?.
HELMER: ¿Tengo que decírtelo yo? Son tus deberes con tu marido y tus hijos.
NORA: Tengo otros no menos sagrados.
HELMER: No los tienes. ¿Cuáles son esos deberes?.
NORA: Mis deberes conmigo misma.
HELMER: Ante todo, eres esposa y madre.
NORA: No creo ya en eso. Creo que, ante todo, soy un ser humano, igual que tú…o, cuando menos, debo intentar serlo. Sé que la gran mayoría de los hombres te darán la razón, Torvaldo, y que están impresas en los libros tales ideas. Pero yo ya no puedo pararme a pensar lo que dicen los hombres ni lo que se imprime en los libros. Es preciso que por mí misma opine sobre el particular y procure darme cuenta de todo.»
 

«NORA.- No hablo de preocupaciones. Lo que quiero decir es que jamás hemos hablado en serio ni hemos intentado tocar juntos el fondo de la realidad …
HELMER.- Pero, querida Nora, ¿era ésa una ocupación apropiada para ti?
NORA.- ¡Éste es precisamente el caso! Tú no me has comprendido nunca … Habéis sido muy injustos conmigo, papá primero, y tú después.
HELMER.- ¿Qué? ¡Nosotros dos! … Pero ¿hay alguien que te haya amado más que nosotros?
NORA.- (Mueve la cabeza). Jamás me amasteis. Os parecía agradable estar en adoración delante de mí, ni más ni menos.
HELMER.- Vamos a ver, Nora, ¿qué significa este lenguaje?
NORA.- Lo que te digo, Torvaldo. Cuando estaba al lado de papá, él me exponía sus ideas, y yo las seguía. Si tenía otras distintas, las ocultaba; porque no le hubiera gustado. Me llamaba su muñequita, y jugaba conmigo como yo con mis muñecas. Después vine a tu casa.
HELMER.- Empleas unas frases singulares para hablar de nuestro matrimonio.
NORA.- (Sin variar de tono). Quiero decir que de manos de papá pasé a las tuyas. Tú lo arreglaste todo a tu gusto, y yo participaba de tu gusto, o lo daba a entender; no puedo asegurarlo, quizá lo uno y lo otro. Ahora, mirando hacia atrás, me parece que he vivido aquí como los pobres …, al día. He vivido de las piruetas que hacía para recrearte, Torvaldo. Pero entraba eso en lo que te proponías. Tú y papá habéis sido muy culpables conmigo, y tenéis la culpa de que yo no sirva para nada.»

 

Bofetones patrios

punch

punch, de dominio público

        Fue el Dr. Johnson quien escribió aquella perla esmerilada de que el patriotismo es el último refugio de los canallas y que más tarde diera a conocer Kubrick al gran público de manera hurgadora por boca de Kirk Douglas en la políticamente incorrecta “Senderos de gloria”. No hace falta exceso de rigor científico y técnico ni haber obtenido un máster en la Sorbona para apreciar con notable rapidez que este vocablo -de uso común en la oratoria de determinados politicuchos, miembros del ejército y diversas personalidades de espíritu demagógico y obsceno- proviene en su origen del mismo lexema que la palabra padre; a saber, del latín Patris, del padre. Podríamos decir pues que el resto de argumentaciones paradigmáticas, branquiales o incluso fruto del desquicio sobre tan inane realidad son pura disquisición, basada en unos espectros ni obligadamente globales ni antropológicamente innatos, y si alguien tiene el pleno convencimiento de que el concepto de patria -más allá de dicha traducción objetiva como la tierra de los padres- es una soberana memez no debiera ser ni sometido a juicio sumario, ni condenado a destierro ni obligado a pedir perdón cual Galileo cuando resulta tan obvio que “eppur si muove”.
     El caso es que cuanto más refugio es el patriotismo para los canallas menos hogar resulta ser para el ciudadano de a pie por mucho que el país que habita haya sido desde que se inventaran las fronteras la residencia habitual de sus ancestros. Concebir la patria como elevada entelequia, preexistente en la realidad a imagen de un ente con voluntad autónoma y al que se le otorga un sentido metahistórico por encima de la propia existencia de aquellas personas que la componen en su verdadera esencia es el único argumento –o excusa- al que puede acogerse el dirigente de un estado, de una patria, que llega a aseverar con una dignidad falaz y una rotundidad despótica que no ha cumplido con sus promesas electorales, pero que ha cumplido con su deber. Ha de suponerse entonces -en una especie de dicotomía mazdeísta que aplaudiría Zoroastro– que las promesas eran hacia los ciudadanos y el deber era para con la patria, siendo los primeros el lado menos bueno y por tanto más prescindible de la balanza. Se me ocurren pocos razonamientos tan escasamente deductivos como copiosamente irresponsables.          
      Para desgracia de Josefa, una ciudadana de esas de a pie y por tanto prescindibles, aún le queda casi una década para jubilarse. Vive sola, como perdida en una isla, sin bengalas a las que aferrar su espera ni leña que prender con la que resistir la crudeza del invierno. Hace semanas que lo único que ve con claridad es el fondo oxidado y recurrente de la nevera cuando abre la puerta y de una forma absurda recrea su mirada en cada hueco vacío como esperando maná en el desierto. No sabe qué llevarse a la boca, en realidad nadie logra saber siquiera qué es lo que come, si es que lo ha hecho en estos últimos días interminables. Podría decirse que Josefa sufre la desdicha de no haber tenido hijos en los que apoyarse, aunque al menos le resta el consuelo fútil de creer que de haberlos parido no se encontraría tan rendida a su angustiada soledad. Argumento tal vez consolador en su caso, pero tremendamente desgarrador para quien habiéndolos tenido se haya en idéntica tesitura.
Como tanta ama de casa entregada a menesteres nulamente valorados en una sociedad de neto carácter mercantilista, Josefa nunca ha cotizado a la seguridad social, por lo que no percibe la más mínima prestación patria, y en los últimos años ha entregado su ser íntegro a la ingrata tarea de mitigar los dolores, angustias y miedos de un marido afectado de cáncer que falleció hace un par de meses. Cinco años se mantuvo su esposo presa de la enfermedad, prácticamente encamado, sin apenas fuerza para deglutir cualquier alimento y amarrado en última instancia a fármacos paliativos de relativa eficacia. Huelga decir que durante este período se encontraba imposibilitado para trabajar, bastantes esfuerzos tuvo que emplear ya para el obligado trajín de engullir aire y respirar. El caso es que a Paco, el marido esforzado de Josefa, de poco le han servido sus patrios ancestros, su arraigado sentimiento de terruño y aún menos ese afán de hormiga por labrarse un porvenir digno y asegurar cuanto menos un futuro estable a la mujer que amaba. No ha cotizado los últimos cinco años de vida, los motivos son lo de menos y un cáncer no ha de servir de excusa para que el estado -no como entelequia metafísica sino como ese conjunto de personas que mediante leyes subvierten lo lógico en demencial- devuelva a los ciudadanos lo que de ellos es. Pero no hay más que hablar: Josefa no tiene derecho a ningún tipo de pensión. Punto.

Mientras la insignificante unicidad de Josefa parece, a cada segundo muerto, más condenada a fundirse con el éter, los canallas, refugiados tras un concepto estéril, se regodean con victorias vacuas que deciden salvar a la patria y hundir a los individuos, como si fuera posible tan sólo pensar que tal división no es una soberana sandez. A ejemplo de Roma ellos sí deben contemplarse a sí mismos como yuxtaposición ontológica al concepto de Patria; Dioses regios al margen del vulgo, pues se incluyen sin el más nimio rubor dentro de la salvación nacional y sus leyes oblicuas jamás son para ellos impertinentes y execrables. Sus excesos ni los rozan con la yema de los dedos; los bofetones son eficientes en los rostros de otros, más si son ejecutados de manera metódica.
Al caso del castigo ejemplar ejercido sobre quien ya le cuesta levantarse y pervivir me viene a la mente la historia de aquella mujer árabe que recurre a su padre urgiendo el resarcimiento de una ofensa:
– Padre, mi marido me ha abofeteado. Hazme justicia.
– ¿En qué mejilla te ha pegado?
– En la derecha.
El padre golpea entonces con firmeza a la mujer en la parte izquierda de la cara.
– Ahora ve y dile a tu marido que si él ha pegado a mi hija, yo he pegado a su mujer.

Josefa se merece todos los bofetones patrios, y si podemos pisarla y hundirla en el fango aun mejor. Todo sea por el bien del Estado, digo yo.