«El Martín Fierro» (1872-1879)

Martin Fierro by EmaCamU

Martin Fierro by EmaCamU

Nuestros hermanos y hermanas argentinos también tiene su Quijote, y su Cantar de Gesta. Nuestros hermanos y hermanas de allende el océano tienen un héroe inveterado, columna vertebral de la literatura argentina y considerada por muchos una de sus obras cumbre. El autor es el poeta, político y pensador José Hernández, y el héroe por excelencia al que es inviable toserle sin sentirse profundamente afectado es el gaucho Martín Fierro.

Dividida en dos partes de muy diferente argumento y sentido, este épico poema escrito en contundentes y metódicas sextillas pulcras (más allá de algún que otra licencia puntual en virtud de la necesidad) es un canto a la libertad del individuo frente al estado y a la realidad de injusticia a la que debe hacer frente. Evidentemente influida en su desarrollo por el propio proceso socio-político en Argentina y la rebelión jordanista de la que formó parte activa Hernández, autoexiliado en Uruguay por sus vínculos con la revuelta, la primera parte del poema escrita en 1872 y con el nombre de «El gaucho Martín Fierro», también conocida como «La ida»,  es según mi entender notoriamente más lúcida y poderosa en virtud del sentir revolucionario del autor ante la dictadura de Sarmiento a la que no se cansó de hacer frente apoyando a los gauchos. Ya a su regreso a su país natal y formando parte del Gobierno, escribe y publica «La vuelta de Martín Fierro», de similar calidad literaria, pero algo más dispersa en contenido y donde vuelca en su personaje casi mítico su evolución hacia un pensamiento mucho más enraizado y asentado quizá sin la necesidad de retornar a los orígenes, a la naturaleza, al recurso del «buen salvaje», y por ello también menos crítico con la sociedad y el estado.

Las injusticias cometidas contra Fierro son las cometidas contra la humanidad, la lucha sostenida por Fierro la que todos y todas habríamos de sostener con firmeza.

«Nací como nace el peje,
en el fondo de la mar;
naides me puede quitar
aquello que Dios me dio:
lo que al mundo truge yo
del mundo lo he de llevar.


Mi gloria es vivir tan libre
como el pájaro del cielo;
no hago nido en este suelo,
ande hay tanto que sufrir;
y naides me ha de seguir
cuando yo remonto el vuelo.


Yo no tengo en el amor
quien me venga con querella;
como esas aves tan bellas
que saltan de rama en rama;
yo hago en el trébol mi cama
y me cubren las estrellas.


Y sepan cuantos escuchan
de mis penas el relato,
que nunca peleo ni mato
sino por necesidá,
y que a tanta adversidá
solo me arrojó el mal trato».

«Muchos quieren dominarlo (al caballo)
con el rigor y el azote,
y si ven al chafalote
que tiene trazas de malo,
lo embraman en algún palo
hasta que se descogote.


Todos se vuelven pretestos
y güeltas para ensillarlo:
dicen que es por quebrantarlo,
mas compriende cualquier bobo,
que es de miedo del corcovo,
y no quieren confesarlo. 


El animal yeguarizo
(perdónenmé esta alvertencia)
es de mucha conocencia
y tiene mucho sentido;
es animal consentido:
lo cautiva la pacencia. 


Aventaja a los demás
el que estas cosas entienda;
es bueno que el hombre aprienda,
pues hay pocos domadores
y muchos frangolladores
que andan de bozal y rienda».

La felicidad ajena

happiness by ErinBird

happiness by ErinBird

Una de las más hermosas enseñanzas que puede uno extraer de la Bhagavad Gita se halla recogida -entre otros muchos versos, pues es uno de los principios fundamentales en los que se basa dicho texto sagrado hindú- en el canto número cinco y el verso doce: “el devoto que renuncia al fruto de sus acciones consigue la eterna paz. Por el contrario, el hombre sin devoción que, hostigado por el deseo, se atiene al resultado de sus acciones, queda encadenado a ese resultado”.
Sin tener el ojo avispado y kilométrico de un águila calva -aunque, en mi caso, calvo esté- fácil es descubrir con solo echar un vistazo a las propias actuaciones que el sometimiento a las expectativas recorren de cabo a rabo cada una de ellas con cadenciosa evidencia y que no es, pues, el hecho de la justicia en sí y el convencimiento único y firme de estar realizando lo correcto el objetivo primero ni último que inspira nuestro común proceder.

Si existe una verdad absoluta más allá de cualquier etnia o color y que mal ayuda a sobrevivir a la incoherencia personal y global es la capacidad instantánea del ser humano, como en un flash fotográfico, para justificar de las formas más inusitadas posibles aquello que nos da por hacer o -lo que suele ser aún más natural- aquello que dejamos de hacer. “¡Total, para lo que va a servir!”, denostando con displicencia y flemática compostura la bondad, la generosidad, el correcto actuar como si fuera sólo válido aquel cuyo fruto sea la inmediatez.

No soy yo extraño, a Dios gracias, a las limitaciones que caracterizan a mi género homo sapiens, que demasiadas veces no aparenta ser tan sabio. En virtud de esa necedad mía tan concurrida se me hace más dúctil comprender que cualquiera es capaz de cometer la más atroz de las acciones hallando fundamento, pero que, como bien diría Gandhi, hay que odiar el pecado, no al pecador, quien en mayor o menor medida es tan torpe como el que suscribe. El caso es que también me sirve la asunción de esta humana debilidad para avanzar en mitad del desierto tras descubrir que el oasis redentor tan solo era un espejismo.

El jueves al salir de la oficina de Cáritas no quise volver más. No era la primera vez, y supongo, con una certeza bastante fidedigna, que tampoco va a ser la última. La tristeza profunda que abatía mis entrañas no dejaba el más mínimo resquicio para el sosiego, para aceptar con o sin resignación la impotencia y la mala uva. Me sentía incapaz de soportar el sufrimiento ajeno, inútil para absolver del dolor a quien más se lo merece, como un mal sacerdote que remite a rezar tres padrenuestros y cinco avemarías a quien se confiesa de haber asesinado a su padre. Y se llenan las vísceras de ingratitud, de repudio y de indignidad reflexionando acerca de esa cruel y aleccionadora sensación de ser un resultadista nato.
Entonces, cuando sortea uno la angustia como en un eslalon sin conocer de cierto que vaya a alcanzar la meta, aparecen de improviso días como el de hoy. Con un papelito en el bolso, marcado con tres direcciones, me dirigía a avisar a idéntico número de familias de que se les había concedido la tarjeta del Economato social. Me había resultado del todo inviable localizarlas por teléfono debido, como bien intuía y pude aseverar de inmediato, a que suelen cambiar de número o de móvil antes que de camisa para esquivar con complacencia toda suerte de acreedores y facturas impagadas. A dos de las familias las recordaba con dolorosa perfección, la otra se me escapaba como en un baile de cifras.
Carmen no se encontraba en el domicilio y me abrió la puerta verde horrendamente pintada uno de sus hijos. El salón comedor era casi diáfano por la ausencia de todo más allá de una mesa camilla sobre la que reposaban tres platos de pasta con tomate frito de bote delante de sus respectivos comensales. “Mi madre es que empeña el móvil cuando ya no tenemos para comer…” El comedor de Cándida no tiene nada que envidiar al de Carmen. Alargado y despejado tan sólo cuenta en un extremo con un descomunal sofá coronado con un espejo tan horrendo como la puerta citada y justo enfrente un mueble bajo con una inmensa televisión de pantalla plana de desorbitadas pulgadas generosamente donada por Gas Natural tras hacerse con un nuevo cliente que casi desde ese instante primero no tuvo dinero para hacerse cargo de los recibos. Eran doce en el domicilio y ahora, con la gracia del donde comen dos comen tres, pues tres nietas más se han ido a vivir con ella por un tiempo de indeterminada crudeza. Casi sufre un desmayo cuando le comuniqué lo de la tarjetita de marras. Dejo a Antonia para el final, no porque dispusiera de un mejor comedor, sino porque cuando su hija me abrió la puerta, tras traspasarla y sentirme rodeado y masacrado por un humo espeso de cigarro rubio, vi que toda la familia se encontraba alrededor de la mesa con varios vasos de agua esperando a que llegara la tía con comida guisada de su casa y poder echarse algo a la boca. “¿Y ya vamos a poder comprar algo para Navidad?” Dispuso la misma criatura que me cedió el paso al domicilio.

Todo duró apenas media hora, sabrosa y espesa como el aceite virgen de soberana acidez. Se me pegó la media hora al paladar y se mantuvo el rato siguiente en el que contenía las lágrimas. Pensé en el resultadismo, en la esclavitud de las expectativas, y me hice cargo de la falacia personal ante tal afirmación a pesar de la verdad reconocida de los dolores tan poco aceptados y tan mal llevados. Del mismo modo que el sufrimiento insalvable explota en mis entrañas, mi esclavitud acoge con aplomo las cadenas de la felicidad ajena. No son mis lágrimas más consecuencia de dar sentido a lo que hago como de contemplar una sonrisa esperanzada en un rostro dolorido.

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La felicidad ajena por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

«Cuentos» (2005)

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Existen autores insoportablemente obviados, genios que tal vez por dedicarse casi en exclusiva a la desagradecida labor y nada sencillo arte del relato pasan desapercibidos para el gran público. Un ejemplo paradigmático es Ignacio Aldecoa. Un escritor impresionante e irrepetible, de una sensibilidad y una hondura intachables. Tras leer la colección de cuentos de Cátedra me acuerdo de Manuel Benítez, El cordobés: «más ‘cornás’ da el hambre»… y de mi gente de Cáritas de cada miércoles, que se quitan el pan para dárselo a los hijos, gente de «tripa triste», como el Pedro Lloros de «Los bienaventurados», uno de los excelsos relatos que componen esta antología.

Relatos completos para tiempos de crisis; sin bondades, sin romántica aleación con el mundo de los pobres. Aldecoa no es Hugo, ni incluso Delibes; su realismo social es descarnado y visceral, es un chute de realidad, un uppercut directo al estómago, como diría el padre de Young Sánchez, otro de los depauperados protagonistas a los que da vida el escritor vasco y que llevara al cine de manera irregular el director Mario Camus en los años 60. La obra de Aldecoa es neorrealismo, sin sentimentales «miradas» o nostalgias que te hagan sentir mejor, mucho más cercano a «El limpiabotas» de De Sica, al Buñuel de «Los olvidados» o a la falta absoluta de impostura del «Pickpocket» de Bresson. Delibes se me queda cojo tras Aldecoa, y esto, en muchas de sus magistrales obras, es decir mucho. Pero Aldecoa consigue penetrarte y que sepas algo que no alcanzan a cristalizar otros autores de su generación o del realismo latinoamericano: ser pobre no es bonito ni es causa de digna compasión, ser pobre es una putada, ya seas boxeador, pescador, torero… o vago y maleante, haciendo mía la indeseable terminología usada en la ley del 33.

Leo en un interesante prólogo que Aldecoa se autocalifica de nihilista, pero con esperanza en el futuro, leo también que fue víctima de la necesaria autocensura para ver publicada su obra… De lo primero no me cabe duda, tras terminar al menos con menos desasosiego después de leer el último relato de los Cuentos: «Ave del paraíso», de lo segundo, cada vez estoy más convencido de lo torpes -gracias Dios- que eran los censores del Régimen. ¡Pero cómo no se daban cuenta de las tortas que les metía Aldecoa!.

Justo en el último cuento al que hacía referencia se suelta una verdad gorda: «para saber es necesario sufrir», por eso saben tanto los personajes de Aldecoa y muchas veces, nosotros, comunes mortales, no tenemos mucha idea de nada. Yo aprendo cada día más en Cáritas que leyendo toda la obra de Delibes o de García Márquez. ¡Qué lista es el hambre!

     Un cuento de reyes
El ojo del negro es el objetivo de una máquina fotográfica. El hambre del negro es un escorpioncito negro con los pedipalpos mutilados. El negro Omicrón Rodríguez silba por la calle, hace el visaje de retratar a una pareja, siente un pinchazo doloroso en el estómago. Veintisiete horas y media sin comer; doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar; la mayoría de las de su vida, silbando.
Omicrón vivía en Almería y subió, con el calor del verano pasado, hasta Madrid. Subió con el termómetro. Omicrón toma, cuando tiene dinero, café con leche muy oscuro en los bares de la Puerta del Sol; y copas de anís vertidas en vasos mediados de agua, en las tabernas de Vallecas, donde todos le conocen. Duerme, huésped, en una casita de Vallecas, porque a Vallecas llega antes que a cualquier otro barrio la noche. Y por la mañana, muy temprano, cuando el sol sale, da en su ventana un rayo tibio que rebota y penetra hasta su cama, hasta su almohada. Omicrón saca una mano de entre las sábanas y la calienta en el rayo de sol, junto a su nariz de boxeador principiante, chata, pero no muy deforme.
Omicrón Rodríguez no tiene abrigo, no tiene gabardina, no tiene otra cosa que un traje claro y una bufanda verde como un lagarto, en la que se envuelve el cuello cuando, a cuerpo limpio, tirita por las calles. A las once de la mañana se esponja, como una mosca gigante, en la acera donde el sol pasea sólo por un lado, calentando a la gente sin abrigo y sin gabardina que no se puede quedar en casa, porque no hay calefacción y vive de vender periódicos, tabaco rubio, lotería, hilos de nylon para collares, juguetes de goma y de hacer fotografías a los forasteros.
Omicrón habla andaluza y onomatopéyicamente. Es feo, muy feo, feísimo, casi horroroso. Y es bueno, muy bueno; por eso aguanta todo lo que le dicen las mujeres de la boca del Metro, compañeras de fatigas.
—Satanás, muerto de hambre, ¿por qué no te enchulas con la Rabona?
—No me llames Satanás, mi nombre es Omicrón.
—¡Bonito nombre! Eso no es cristiano. ¿Quién te lo puso, Satanás?
—Mi señor padre.
—Pues vaya humor. ¿Y era negro tu padre?
Omicrón miraba a la preguntante casi con dulzura:
—Por lo visto.
De la pequeña industria fotográfica, si las cosas iban bien, sacaba Omicrón el dinero para sustentarse. Le llevaban veintitrés duros por la habitación alquilada en la casita de Vallecas. Comía en restaurantes baratos platos de lentejas y menestras extrañas. Pero días tuvo en que se alimentó con una naranja, enorme, eso sí, pero con una sola naranja. Y otros en que no se alimentó.
Veintisiete horas y media sin comer y doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar, son muchas horas hasta para Omicrón. El escorpión le pica una y otra vez en el estómago y le obliga a contraerse. La vendedora de lotería le pregunta:
—¿Qué, bailas?
—No, no bailo.
—Pues, chico, ¡quién lo diría!, parece que bailas.
—Es el estómago.
—¿Hambre?
Omicrón se azoró, poniendo los ojos en blanco, y mintió:
—No, una úlcera.
—¡Ah!
__ ¿Y por qué no vas al dispensario a que te miren?
Omicrón Rodríguez se azoró aún más:
—Sí tengo que ir, pero…
—Claro que tienes que ir, eso es muy malo. Yo sé de un señor, que siempre me compraba, que se murió de no cuidarla.
Luego añadió, nostálgica y apesadumbrada:
—Perdí un buen cliente.
Omicrón Rodríguez se acercó a una pareja que caminaba velozmente.
—¿Una foto? ¿Les hago una foto?
La mujer miró al hombre y sonrió:
—¿Qué te parece, Federico?
—Bueno, como tú quieras…
—Es para tener un recuerdo. Sí, háganos una foto.
Omicrón se apartó unos pasos. Le picó el escorpioncito. Por poco le sale movida la fotografía. Le dieron la dirección: Hotel…
La vendedora de lotería le felicitó:
—Vaya, has empezado con suerte, negro.
—Sí, a ver si hoy se hace algo.
—Casilda, ¿tú me puedes prestar un duro?
—Sí, hijo, sí; pero con vuelta.
—Bueno, dámelo y te invito a un café.
—¿Por quién me has tomado? Te lo doy sin invitación.
—No, es que quiero invitarte.
La vendedora de lotería y el fotógrafo fueron hacia la esquina. La volvieron y se metieron en una pequeña cafetería. Cucarachas pequeñas, pardas, corrían por el mármol donde estaba asentada la cafetera exprés.
—Dos con leche.
Les sirvieron. En las manos de Omicrón temblaba el vaso alto, con una cucharilla amarillenta y mucha espuma. Lo bebió a pequeños sorbos. Casilda dijo:
—Esto reconforta, ¿verdad?
—Sí
El «sí» fue largo, suspirado.
Un señor, en el otro extremo del mostrador, les miraba insistentemente. La vendedora de lotería se dio cuenta y se amoscó.
—¿Te has fijado, negro, cómo nos mira aquel tipo? Ni que tuviéramos monos en la jeta. Aunque tú, con eso de ser negro, llames la atención, no es para tanto.
Casilda comenzó a mirar al señor con ojos desafiantes. El señor bajó
la cabeza, preguntó cuánto debía por la consumición, pagó y se acercó a Omicrón:
—Perdonen ustedes.
Sacó una tarjeta del bolsillo.
—Me llamo Rogelio Fernández Estremera, estoy encargado del Sindicato del… de organizar algo en las próximas fiestas de Navidad.
_Bueno —carraspeó—, supongo que no se molestará. Yo le daría veinte duros si usted quisiera hacer el Rey negro en la cabalgata de Reyes.
Omicrón se quedó paralizado.
—¿Yo?
—Sí, usted. Usted es negro y nos vendrá muy bien, y si no, tendremos que pintar a uno, y cuando vayan los niños a darle la mano o besarle en el reparto de juguetes se mancharán. ¿Acepta?
Omicrón no reaccionaba. Casilda le dio un codazo:
—Acepta, negro, tonto… Son veinte « chulís» que te vendrán muy bien.
El señor interrumpió:
—Coja la tarjeta. Lo piensa y me va a ver a esta dirección. ¿Qué quieren ustedes tomar?
—Yo, un doble de café con leche —dijo Casilda—, y éste, un sencillo y una copa de anís, que tiene esa costumbre.
El señor pagó las consumiciones y se despidió.
—Adiós, píenselo y venga a verme.
Casilda le hizo una reverencia de despedida.
— Orrevuar, caballero. ¿Quiere usted un numerito del próximo sorteo?
—No, muchas gracias, adiós.
Cuando desapareció el señor, Casilda soltó la carcajada.
—Cuando cuente a las compañeras que tú vas a ser Rey se van a partir de risa.
—Bueno, eso de que voy a ser Rey… —dijo Omicrón.
Omicrón Rodríguez apenas se sostenía en el caballo. Iba dando tumbos.
Le dolían las piernas. Casi se mareaba. Las gentes, desde las aceras, sonreían al verle pasar. Algunos padres alzaban a sus niños.
—Mírale bien, es el rey Baltasar.
A Omicrón Rodríguez le llegó la conversación de dos chicos:
—¿Será de verdad negro o será pintado?
Omicrón Rodríguez se molestó. Dudaban por primera vez en su vida si él era blanco o negro, y precisamente cuando iba haciendo de Rey.
La cabalgata avanzaba. Sentía que se le aflojaba el turbante. Al pasar cercano a la boca del Metro, donde se apostaba cotidianamente, volvió la cabeza, no queriendo ver reírse a Casilda y sus compañeras. La Casilda y sus compañeras estaban allí, esperándole; se adentraron en la fila; se pusieron frente a él y, cuando esperaba que iban a soltar la risa, sus risas guasonas, temidas y estridentes, oyó a Casilda decir:
—Pues, chicas, va muy guapo, parece un rey de verdad.
Luego, unos guardias las echaron hacia la acera.
Omicrón Rodríguez se estiró en el caballo y comenzó a silbar tenuemente.
Un niño le llamaba, haciéndole señas con la mano:
—¡Baltasar, Baltasar!
Omicrón Rodríguez inclinó la cabeza solemnemente. Saludó.
—¡Un momento, Baltasar!
Los flashes de los fotógrafos de prensa lo deslumbraron. 

«Sin techo ni ley» (1985)

Agnes by daaav

Agnes by daaav

Hace varios años, en unas jornadas sobre «Los sin techo», tuvimos la brillante idea de proyectar esta cinta que casualmente logré encontrar en la web dando infinidad de vueltas de tuerca. «Varda«, me dije, «sinónimo de notabilidad».

– Es muy dura, ¡qué desagradable! -plañía más de una como una desesperada tras la proyección.
– Si quieres le echo azúcar -pensé, pero no lo dije, claro. ¡Cómo si la vida fuera fácil!

Mona, la protagonista real (no lo olvidemos) de «Sin techo ni ley» tiene algo de Francisco, de Rafael, de Antonia, de Loli, de Fernando… de cada una de las personas que, todas las semanas, estuve visitando durante varios meses, en su trocito de calle. También temo encontrar algún día a Francisco aterido, muerto en medio de la nada donde habita. Mona es perfecta, no porque personalmente lo sea, sino porque es una sin techo de verdad, con el morro y el descaro que les caracteriza, con la libertad y la soledad que los nutre y atormenta… con lo que ayuda a aprender.

Varda es una eminencia en el género documental como más recientemente demostrara con «Los espigadores y la espigadora», y aquí lo confirma una vez más. La estructura narrativa del film nos hace ser espectadores y testigos directos de la vida que decidió vivir Mona y que muchos no estamos dispuestos a soportar, porque la odiamos porque a veces nos cuestiona.

Ya quisiera Loach (al que ciertamente aprecio) lograr la cuarta parte de realismo e «invitación al suicidio» que logra Varda.

Muy buena, Varda, sí señora.