La felicidad ajena

happiness by ErinBird

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Una de las más hermosas enseñanzas que puede uno extraer de la Bhagavad Gita se halla recogida -entre otros muchos versos, pues es uno de los principios fundamentales en los que se basa dicho texto sagrado hindú- en el canto número cinco y el verso doce: “el devoto que renuncia al fruto de sus acciones consigue la eterna paz. Por el contrario, el hombre sin devoción que, hostigado por el deseo, se atiene al resultado de sus acciones, queda encadenado a ese resultado”.
Sin tener el ojo avispado y kilométrico de un águila calva -aunque, en mi caso, calvo esté- fácil es descubrir con solo echar un vistazo a las propias actuaciones que el sometimiento a las expectativas recorren de cabo a rabo cada una de ellas con cadenciosa evidencia y que no es, pues, el hecho de la justicia en sí y el convencimiento único y firme de estar realizando lo correcto el objetivo primero ni último que inspira nuestro común proceder.

Si existe una verdad absoluta más allá de cualquier etnia o color y que mal ayuda a sobrevivir a la incoherencia personal y global es la capacidad instantánea del ser humano, como en un flash fotográfico, para justificar de las formas más inusitadas posibles aquello que nos da por hacer o -lo que suele ser aún más natural- aquello que dejamos de hacer. “¡Total, para lo que va a servir!”, denostando con displicencia y flemática compostura la bondad, la generosidad, el correcto actuar como si fuera sólo válido aquel cuyo fruto sea la inmediatez.

No soy yo extraño, a Dios gracias, a las limitaciones que caracterizan a mi género homo sapiens, que demasiadas veces no aparenta ser tan sabio. En virtud de esa necedad mía tan concurrida se me hace más dúctil comprender que cualquiera es capaz de cometer la más atroz de las acciones hallando fundamento, pero que, como bien diría Gandhi, hay que odiar el pecado, no al pecador, quien en mayor o menor medida es tan torpe como el que suscribe. El caso es que también me sirve la asunción de esta humana debilidad para avanzar en mitad del desierto tras descubrir que el oasis redentor tan solo era un espejismo.

El jueves al salir de la oficina de Cáritas no quise volver más. No era la primera vez, y supongo, con una certeza bastante fidedigna, que tampoco va a ser la última. La tristeza profunda que abatía mis entrañas no dejaba el más mínimo resquicio para el sosiego, para aceptar con o sin resignación la impotencia y la mala uva. Me sentía incapaz de soportar el sufrimiento ajeno, inútil para absolver del dolor a quien más se lo merece, como un mal sacerdote que remite a rezar tres padrenuestros y cinco avemarías a quien se confiesa de haber asesinado a su padre. Y se llenan las vísceras de ingratitud, de repudio y de indignidad reflexionando acerca de esa cruel y aleccionadora sensación de ser un resultadista nato.
Entonces, cuando sortea uno la angustia como en un eslalon sin conocer de cierto que vaya a alcanzar la meta, aparecen de improviso días como el de hoy. Con un papelito en el bolso, marcado con tres direcciones, me dirigía a avisar a idéntico número de familias de que se les había concedido la tarjeta del Economato social. Me había resultado del todo inviable localizarlas por teléfono debido, como bien intuía y pude aseverar de inmediato, a que suelen cambiar de número o de móvil antes que de camisa para esquivar con complacencia toda suerte de acreedores y facturas impagadas. A dos de las familias las recordaba con dolorosa perfección, la otra se me escapaba como en un baile de cifras.
Carmen no se encontraba en el domicilio y me abrió la puerta verde horrendamente pintada uno de sus hijos. El salón comedor era casi diáfano por la ausencia de todo más allá de una mesa camilla sobre la que reposaban tres platos de pasta con tomate frito de bote delante de sus respectivos comensales. “Mi madre es que empeña el móvil cuando ya no tenemos para comer…” El comedor de Cándida no tiene nada que envidiar al de Carmen. Alargado y despejado tan sólo cuenta en un extremo con un descomunal sofá coronado con un espejo tan horrendo como la puerta citada y justo enfrente un mueble bajo con una inmensa televisión de pantalla plana de desorbitadas pulgadas generosamente donada por Gas Natural tras hacerse con un nuevo cliente que casi desde ese instante primero no tuvo dinero para hacerse cargo de los recibos. Eran doce en el domicilio y ahora, con la gracia del donde comen dos comen tres, pues tres nietas más se han ido a vivir con ella por un tiempo de indeterminada crudeza. Casi sufre un desmayo cuando le comuniqué lo de la tarjetita de marras. Dejo a Antonia para el final, no porque dispusiera de un mejor comedor, sino porque cuando su hija me abrió la puerta, tras traspasarla y sentirme rodeado y masacrado por un humo espeso de cigarro rubio, vi que toda la familia se encontraba alrededor de la mesa con varios vasos de agua esperando a que llegara la tía con comida guisada de su casa y poder echarse algo a la boca. “¿Y ya vamos a poder comprar algo para Navidad?” Dispuso la misma criatura que me cedió el paso al domicilio.

Todo duró apenas media hora, sabrosa y espesa como el aceite virgen de soberana acidez. Se me pegó la media hora al paladar y se mantuvo el rato siguiente en el que contenía las lágrimas. Pensé en el resultadismo, en la esclavitud de las expectativas, y me hice cargo de la falacia personal ante tal afirmación a pesar de la verdad reconocida de los dolores tan poco aceptados y tan mal llevados. Del mismo modo que el sufrimiento insalvable explota en mis entrañas, mi esclavitud acoge con aplomo las cadenas de la felicidad ajena. No son mis lágrimas más consecuencia de dar sentido a lo que hago como de contemplar una sonrisa esperanzada en un rostro dolorido.

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La felicidad ajena por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.