¡Que me expulsen del país!

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Venta ambulante, subsahariano, por Anna Kaiser

    Muchas veces me ha dado por pensar qué es eso de los derechos y sus múltiples beneficios. Seguro que se debe entre otras paranoias, a no entender muy bien por qué santas razones goza este que suscribe de más derechos (y, por ende, más beneficios) que otras personas que pertenecen a la misma especie que yo, cuyo sistema circulatorio, su bombeo de sangre o su capacidad de raciocinio -salvo problemas físicos o psicológicos del tipo que sea- son idénticos a los míos.

    Me cuesta creer que sea debido a la raza, ya que sería discriminatorio, ni que se deba al lugar de nacimiento, pues sería igualmente injusto, o a motivos económicos o culturales, porque estaríamos en la misma situación de tener que asumir que determinados seres humanos tienen más privilegios que otros per se, sin una lógica más allá del subjetivismo y del relativismo más recalcitrantes.

    Me cuesta creerlo desde la más mínima objetividad o fundamentación ética. Me cuesta creerlo desde lo realidad que veo, a menos que alguien se haya arrancado los ojos y hasta el alma de cuajo. Y me resulta indignante cualquier argumentación que parta de intereses patrios, laborales o políticos.

    Cada mañana, al salir para el currelo a las 8,40 de la mañana me cruzo puntualmente con una persona subsahariana que, a la vera de un semáforo y con un respeto y sonrisa envidiables, trata de vender pañuelos de papel a los conductores que pasan por allí (pañuelos comprados religiosamente en cualquier almacén). Cuando regreso a eso de las 14,30, el tipo sigue allí, con el mismo respeto y sonrisa envidiables. Y si tengo que salir por la tarde -suelo hacerlo a eso de las cinco- el chico aún permanece igual. Con una bicicleta de mierda apoyada en el muro más cercano y ataviado con la ropa oportuna a cada época del año, incluso disfrazado de traje de faralaes o de Rey Mago haga frío, calor o llueva. Y de lunes a sábado mínimo. ¡El colega trabaja más que yo! Bastante. Sigue leyendo

El autismo de Europa

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Intento de entrada en España en marzo de 2014 (Reuters)

     El sábado pasado asistí al Foro Cristianismo y Mundo de Hoy. Su décima edición era, quizá la última a menos que un animoso relevo generacional sustituya a parte de la comisión permanente que estamos a cargo de coordinar la organización desde su puesta en marcha en 2005.

     Más de una docena de movimientos y parroquias convocan este foro que ni fue del gusto del anterior obispo -que llegó a decirnos personalmente que no lo prohibía porque lo íbamos a realizar de todas maneras- ni mucho menos del actual, que ni ha hecho ni tiene la intención de hacer acto de presencia. A Dios gracias, podríamos decir, porque en más de una ocasión lo he visto aparecer en mitad de una magna conferencia como un elefante en una cacharrería.

     Como no quisiera que el mero hecho de hablar de fe (o de falta de ella) nos distraiga de lo esencial e impida que alguno que otro siga leyendo, diremos que la presente edición llevaba el título de “Refugiados, hospitalidad solidaria” y que el ponente era Esteban Velázquez, jesuita y activista español declarado persona non grata por Marruecos y que tiene prohibida la entrada en el estado alauí desde principios de año. El motivo: sus constantes críticas y denuncias al trato y a las medidas de represión empleados contra los inmigrantes subsaharianos en la frontera con España, así como las condiciones en las que malviven en el monte Gurugú. De España no lo expulsan porque no pueden. Sigue leyendo

La bolsa o la vida

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     Ronda los cincuenta y cinco años, y desde hace más de quince reside en España, el país de las falsas oportunidades. En un pueblecito de los Andes donde impartía clases se dejó querer por un español que trabajaba para una ONG de desarrollo; se enamoraron y decidieron abandonar Perú para afincarse en la tierra del odiado Pizarro. Tras no demasiadas dudas -debido principalmente al permiso de residencia y demás gaitas, sólo de conspicuas exigencias para quien no sea deportista de élite-, optaron por contraer matrimonio antes de partir.

     Fueron amargas las despedidas, principalmente hacia unos progenitores en la senectud -el padre muy enfermo- a los que no sabía cuando volvería a ver. Lloraban el resto de sus hermanas, como si fuera a desplomarse el universo sobre sus melancólicas cabezas, aun sabiendo que no habría lluvia que despojara la realidad de su inmediato cumplimiento.

     Las únicas veces que Alina ha podido abrazar de nuevo a sus padres en estos tres lustros no ha sido, desde luego, gracias a las bondades de la tierra de las oportunidades, que se sigue comportando con los extranjeros igual que lo hiciera Pizarro hace cuatrocientos años en tierra ajena cuando el extranjero era él. La última vez que regresó a Perú fue para el funeral del padre, teniendo que renunciar a su sueldo durante quince días.

     España no es ni madrastra, es una miserable criatura que sólo adopta en virtud de la cartera y consigue que la reina de Blancanieves parezca un hada madrina. Ni Lovecraft en su imaginario hubiera ideado un monstruo informe y repugnante capaz de producir tanta grima.

    La puta (pura) realidad es que para que las hermanas de Alina puedan venir a este apestoso estado -que no sería capaz de limpiar ni Yahvé sumergiéndolo siete veces en el Jordán– las condiciones que se les exigen son tan portentosas como los Doce Trabajos de Hércules. Me conformaré con compartir una, la más surrealista, estúpida, taimada, aberrante y que deja bien a las claras -si es que había dudas- el espíritu mercantilista e inhumano de la pérfida Europa. Sigue leyendo

Meritocracia

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     Me hallaba en esa hora intermedia, ni temprana ni tardía, en la que una interrupción, por leve que fuera, podría desestabilizar mi consagrada puntualidad a la hora de dar inicio a la primera sesión del taller de promoción de familias. Faltaba un matrimonio por hacer acto de presencia y fue Manuela, la esposa, quien, con cara dispersa y forzada sonrisa de torniquete, me hizo un gesto locuaz para que saliera un momento de la sala. Se encogió de hombros mientras le quitaba el seguro a la boca.

     – Mi marido… está ahí fuera, en la esquina.

     Como si encogerse de hombros fuera tan contagioso como un bostezo copié el gesto y puse cara de no entender ni jota.

     – Nada, que no quiere entrar.

     Supongo que mi semblante parcialmente adusto fue el que le borró la sonrisa bobalicona de la cara. Abrió de nuevo la boca sin seguro de accidente, pero antes de dar pábulo a explicaciones probablemente poco convincentes me dio por recordarle uno de los criterios básicos para asistir al taller y cobrar los pertinentes cien euros al mes.

      – Tenéis que venir los dos. Ya os lo dije.

    Entonces estalló la bomba, que sonó en los labios de Manuela como una justificación imposible.

     – Es que ha visto que vienen gitanos y es que no puede con los gitanos.

    Respiré hondo, a niveles que podrían haberme hecho batir el récord de profundidad a pulmón libre, y tragándome un exabrupto, dejé que tratara de explicar lo inexplicable.

     – No sé, ya se lo he dicho, pero es que no puede ni sentarse a su lado, ni estar la misma habitación.

     Fui pragmático, en grado sumo.

    – Pues vosotros veréis las prioridades. Si le puede más el malestar que la necesidad ya sabéis que os cerramos ficha y por el momento no os volvemos a ayudar económicamente.

    Salió la mujer a la calle, a convencerlo se supone, resoplando y refunfuñando como un fuelle oxidado. Ni qué decir tiene que no regresaron. Ni ella ni mucho menos el marido. Cuando no hay explicación lo mejor es no darla.

     La única característica que diferenciaba a esta familia de aquellas otras que juzgaba era el color de su piel.

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