Quejarse sale gratis

angry by zalas

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Quejarse es gratis. Tanto es así que raro se hace que en cualquier conversación intrascendente no levante la voz el tertuliano de turno lanzando improperios sobre los políticos, la sanidad, le educación, el desempleo… el Tata Martino.
El caso es que si tuviera el ser humano que pagar un euro por cada protesta seca que comparte -como diseñaran con gran efecto disuasorio las madres diabólicas cuando soltabas una palabrota a destajo- lo mismo se le otorgaba un valor más excelso del mero impulso liberador. No abogo a que no se proteste y agachemos las orejas como el cachorrillo que ha sido sorprendido miccionando en mitad del salón, sino a asumir la responsabilidad y la implicación que conlleva el hacerlo, porque sino siempre será gratis, sólo gratis y eso no cambia nada.

Como yo formaba parte de la manifestación del Primero de Mayo soy de los que opinan que fueron miles de personas y no voy a hacer un estudio de campo con el objetivo inútil -y que, por otra parte, ya cumplen otros- de revertir los datos. Pero lo que fue claro es que flanqueando la protesta, a izquierda y derecha como sendas hileras de árboles, cientos de personas aguardaban el paso de las carrozas de La Batalla de las Flores que daba el pistoletazo de salida al Mayo Cordobés, sin exhalar la más leve consigna contra el sistema, los políticos, la sanidad, la educación o el desempleo… Sonrientes en una mañana diáfana de primavera esperaban el “Pan y circo” de Juvenal, metódicamente auspiciado por el Ayuntamiento quien, mezclando churras con merinas, atrasaba por segundo año consecutivo dicha ceremonia para hacerla coincidir con el Día del Trabajo y mitigar sus efectos devastadores.

Habida cuenta de que dentro de mi siempre humanamente limitada red social no conozco a nadie que no se queje ante determinados temas (sobre todo del Tata Martino, todo sea dicho) se ha de suponer que el 95% de las personas que celebraban con una sonrisa de oreja a oreja el mayo festivo cordobés y su lanzamiento de claveles habrán protestado en más de una ocasión de manera enérgica y desgañitada por la situación de algún familiar en paro, del que no puede pagar la vivienda, por el precio de los libros escolares, por lo escaso de las prestaciones por desempleo, porque todos chupan del bote… Pero es que quejarse en el círculo de amigos suele salir gratis y es muy oportuno; lo que no sale gratis es pasar de ir a la batalla de las flores y apoyar la queja con la actitud, porque esto siempre implica renuncia, por nimia que sea. El movimiento se demuestra andando.

Entonces charlo, con unos y con otros, y frente a ínclitos argumentos de manual recuerdo indefectible a Quico Mañós, educador social y una cuasi eminencia en lo que atañe a las buenas prácticas en centros sociales, y a lo que él llama la enfermedad de la sociedad actual: la esquezofrenia. No, no; no habéis leído mal ni necesito el corrector ortográfico. Esquezofrenia, con e.
“Es que no sirve de nada”
“Es que no tengo tiempo”
«Es que ya estoy aburrido”
“Es que mi familia…”
“Es que lo he intentado y no he sabido hacerlo”
“Es que, es que, es que…”

Es que no me da la gana (o me cuesta, pongamos, lo que ya es un paso) renunciar a la comodidad y a tener que cambiar hábitos de vida. Ese es el mejor es que, o al menos el más real. A quien se queje de los políticos, pues que vote en blanco, a partidos minoritarios o se una a las concentraciones en el Congreso; quien lo haga de los Presupuestos Generales del Estado y sus prioridades -en Defensa, por ejemplo, cuyo monto nunca se reduce- que haga objeción fiscal y done parte de su dinero a asociaciones u ONGs; al que le cabree en qué invierten su dinero los bancos y le repele su mano larga con los desahucios que se abra una cuenta en la banca ética; quien sufre en su visceralidad viendo en la televisión la explotación infantil y ante tamaña afrenta a la civilización se rasga las vestiduras (protestando, claro) que reflexione sobre sus hábitos de consumo y vaya a tiendas de comercio justo; las personas sensibles con la cuestión ambiental y a quienes les indigna la polución, los residuos, el exterminio de especies o de bosques para producir carne, soja… pues que cambie su dieta alimentaria.

Mas es preciso asumir lo más peliagudo del tema. Mientras leíais, estimados blogueros, las diversas opciones y posibilidades que pueden ayudar a que nuestra queja se convierta en una verdad que no le salga gratis a nadie -incluido a uno mismo- habrán surcado por vuestra mente varios “es que”.

Como dijo Thomas A. Edison, si se decide por el “es que” al menos “los que dicen que es imposible no deberían molestar ni interrumpir a los que lo están haciendo”.

«El árbol de la vida» (2011)

Terrence Malick 2011, by watercoloralcaffe

Terrence Malick 2011, by watercoloralcaffe

Disfruté como un niño chico; como cuando tras años de infancia vuelves a montar en la noria y descubres de repente ese hormigueo en el estómago que ya habías olvidado y ni recordabas que existía.

Cuando ya había casi perdido definitivamente la esperanza en el actual (y no tanto) cine made in USA, aparece Malick, una vez más -como ya hiciera desde su inicial y rompedora «Malas tierras» o su original visión sobre la destrucción vital que ocasiona la guerra en «La delgada línea roja»-, salvando los muebles, porque «El árbol de la Vida», visualmente es perfecta, poderosa, un contrapunto al arte perdido y por fin de nuevo hallado, ese arte en el que «casi» nada es superfluo aunque parezca tan claro que divague.

Según el relato del Génesis, el árbol de la vida simboliza la vida eterna y, de algún modo, es el alterego del árbol de la ciencia del bien y del mal del que decidieron comer Adán y Eva siendo por ello expulsados del paraíso. Malick habla en el film a manos llenas del pecado, del mal, de la fe… de lo divino (espíritu) como extraña contrapartida a la natura (¿carne?), algo que no del todo comparto y que tal vez tampoco lo haga a pie juntillas el propio director con esa escena casi final tan aparentemente simple como la de los girasoles, parte evidente de la naturaleza, de tan habitual y generosa presencia en la obra de Malick pero que, de alguna manera, dirigen su rostro casi involuntariamente a un sol que está siempre por encima de ellos mismos. El agua, claro signo de purificación y conversión, es una constante presencia escena sí escena no, porque, en gran medida, de la purificación trata «El Árbol de la Vida», de lo que hacemos y no desearíamos hacer, de una creación que nos supera por lo poco que somos, pero que nos otorga la oportunidad de ser y dar vida.

No soy de los que piensa que Malick sea un director pagado de sí mismo, aunque reconozco que en algunos momentos de la película se le va la pinza, aunque no tanta como en su posterior «To the Wonder», y la hace víctima de sus propios excesos, como en su momento lo hicieron Bergman o Tarkovsky -de manera más fina, eso sí-, o mucho más recientemente Reygadas con su «Luz Silenciosa» o Haneke en «La Cinta Blanca» -cintas con las que mucho comparte ésta que nos ocupa-, pero hasta la saciedad repetiré, hasta que me duela la boca, que disfrutar de nuevo con el hormigueo del estómago merece la pena una subida en la noria por mucho que maree.

Eso sí, el consuelo que no se ha de buscar en Reygadas o Haneke y aún menos en los geniales Bergman y Tarkovsky, pues no es lo que pretenden, ha de hallarse aquí -digamos que, afortunadamente-, en la maravillosa figura de Jessica Chastain, que otorga cordura con su ausencia programada, con sus cuatro frases buen dichas… Con su fe, su purificación, su credo.

https://www.youtube.com/watch?v=gFEuLx9OIvY

«Cuentos» (2005)

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Existen autores insoportablemente obviados, genios que tal vez por dedicarse casi en exclusiva a la desagradecida labor y nada sencillo arte del relato pasan desapercibidos para el gran público. Un ejemplo paradigmático es Ignacio Aldecoa. Un escritor impresionante e irrepetible, de una sensibilidad y una hondura intachables. Tras leer la colección de cuentos de Cátedra me acuerdo de Manuel Benítez, El cordobés: «más ‘cornás’ da el hambre»… y de mi gente de Cáritas de cada miércoles, que se quitan el pan para dárselo a los hijos, gente de «tripa triste», como el Pedro Lloros de «Los bienaventurados», uno de los excelsos relatos que componen esta antología.

Relatos completos para tiempos de crisis; sin bondades, sin romántica aleación con el mundo de los pobres. Aldecoa no es Hugo, ni incluso Delibes; su realismo social es descarnado y visceral, es un chute de realidad, un uppercut directo al estómago, como diría el padre de Young Sánchez, otro de los depauperados protagonistas a los que da vida el escritor vasco y que llevara al cine de manera irregular el director Mario Camus en los años 60. La obra de Aldecoa es neorrealismo, sin sentimentales «miradas» o nostalgias que te hagan sentir mejor, mucho más cercano a «El limpiabotas» de De Sica, al Buñuel de «Los olvidados» o a la falta absoluta de impostura del «Pickpocket» de Bresson. Delibes se me queda cojo tras Aldecoa, y esto, en muchas de sus magistrales obras, es decir mucho. Pero Aldecoa consigue penetrarte y que sepas algo que no alcanzan a cristalizar otros autores de su generación o del realismo latinoamericano: ser pobre no es bonito ni es causa de digna compasión, ser pobre es una putada, ya seas boxeador, pescador, torero… o vago y maleante, haciendo mía la indeseable terminología usada en la ley del 33.

Leo en un interesante prólogo que Aldecoa se autocalifica de nihilista, pero con esperanza en el futuro, leo también que fue víctima de la necesaria autocensura para ver publicada su obra… De lo primero no me cabe duda, tras terminar al menos con menos desasosiego después de leer el último relato de los Cuentos: «Ave del paraíso», de lo segundo, cada vez estoy más convencido de lo torpes -gracias Dios- que eran los censores del Régimen. ¡Pero cómo no se daban cuenta de las tortas que les metía Aldecoa!.

Justo en el último cuento al que hacía referencia se suelta una verdad gorda: «para saber es necesario sufrir», por eso saben tanto los personajes de Aldecoa y muchas veces, nosotros, comunes mortales, no tenemos mucha idea de nada. Yo aprendo cada día más en Cáritas que leyendo toda la obra de Delibes o de García Márquez. ¡Qué lista es el hambre!

     Un cuento de reyes
El ojo del negro es el objetivo de una máquina fotográfica. El hambre del negro es un escorpioncito negro con los pedipalpos mutilados. El negro Omicrón Rodríguez silba por la calle, hace el visaje de retratar a una pareja, siente un pinchazo doloroso en el estómago. Veintisiete horas y media sin comer; doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar; la mayoría de las de su vida, silbando.
Omicrón vivía en Almería y subió, con el calor del verano pasado, hasta Madrid. Subió con el termómetro. Omicrón toma, cuando tiene dinero, café con leche muy oscuro en los bares de la Puerta del Sol; y copas de anís vertidas en vasos mediados de agua, en las tabernas de Vallecas, donde todos le conocen. Duerme, huésped, en una casita de Vallecas, porque a Vallecas llega antes que a cualquier otro barrio la noche. Y por la mañana, muy temprano, cuando el sol sale, da en su ventana un rayo tibio que rebota y penetra hasta su cama, hasta su almohada. Omicrón saca una mano de entre las sábanas y la calienta en el rayo de sol, junto a su nariz de boxeador principiante, chata, pero no muy deforme.
Omicrón Rodríguez no tiene abrigo, no tiene gabardina, no tiene otra cosa que un traje claro y una bufanda verde como un lagarto, en la que se envuelve el cuello cuando, a cuerpo limpio, tirita por las calles. A las once de la mañana se esponja, como una mosca gigante, en la acera donde el sol pasea sólo por un lado, calentando a la gente sin abrigo y sin gabardina que no se puede quedar en casa, porque no hay calefacción y vive de vender periódicos, tabaco rubio, lotería, hilos de nylon para collares, juguetes de goma y de hacer fotografías a los forasteros.
Omicrón habla andaluza y onomatopéyicamente. Es feo, muy feo, feísimo, casi horroroso. Y es bueno, muy bueno; por eso aguanta todo lo que le dicen las mujeres de la boca del Metro, compañeras de fatigas.
—Satanás, muerto de hambre, ¿por qué no te enchulas con la Rabona?
—No me llames Satanás, mi nombre es Omicrón.
—¡Bonito nombre! Eso no es cristiano. ¿Quién te lo puso, Satanás?
—Mi señor padre.
—Pues vaya humor. ¿Y era negro tu padre?
Omicrón miraba a la preguntante casi con dulzura:
—Por lo visto.
De la pequeña industria fotográfica, si las cosas iban bien, sacaba Omicrón el dinero para sustentarse. Le llevaban veintitrés duros por la habitación alquilada en la casita de Vallecas. Comía en restaurantes baratos platos de lentejas y menestras extrañas. Pero días tuvo en que se alimentó con una naranja, enorme, eso sí, pero con una sola naranja. Y otros en que no se alimentó.
Veintisiete horas y media sin comer y doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar, son muchas horas hasta para Omicrón. El escorpión le pica una y otra vez en el estómago y le obliga a contraerse. La vendedora de lotería le pregunta:
—¿Qué, bailas?
—No, no bailo.
—Pues, chico, ¡quién lo diría!, parece que bailas.
—Es el estómago.
—¿Hambre?
Omicrón se azoró, poniendo los ojos en blanco, y mintió:
—No, una úlcera.
—¡Ah!
__ ¿Y por qué no vas al dispensario a que te miren?
Omicrón Rodríguez se azoró aún más:
—Sí tengo que ir, pero…
—Claro que tienes que ir, eso es muy malo. Yo sé de un señor, que siempre me compraba, que se murió de no cuidarla.
Luego añadió, nostálgica y apesadumbrada:
—Perdí un buen cliente.
Omicrón Rodríguez se acercó a una pareja que caminaba velozmente.
—¿Una foto? ¿Les hago una foto?
La mujer miró al hombre y sonrió:
—¿Qué te parece, Federico?
—Bueno, como tú quieras…
—Es para tener un recuerdo. Sí, háganos una foto.
Omicrón se apartó unos pasos. Le picó el escorpioncito. Por poco le sale movida la fotografía. Le dieron la dirección: Hotel…
La vendedora de lotería le felicitó:
—Vaya, has empezado con suerte, negro.
—Sí, a ver si hoy se hace algo.
—Casilda, ¿tú me puedes prestar un duro?
—Sí, hijo, sí; pero con vuelta.
—Bueno, dámelo y te invito a un café.
—¿Por quién me has tomado? Te lo doy sin invitación.
—No, es que quiero invitarte.
La vendedora de lotería y el fotógrafo fueron hacia la esquina. La volvieron y se metieron en una pequeña cafetería. Cucarachas pequeñas, pardas, corrían por el mármol donde estaba asentada la cafetera exprés.
—Dos con leche.
Les sirvieron. En las manos de Omicrón temblaba el vaso alto, con una cucharilla amarillenta y mucha espuma. Lo bebió a pequeños sorbos. Casilda dijo:
—Esto reconforta, ¿verdad?
—Sí
El «sí» fue largo, suspirado.
Un señor, en el otro extremo del mostrador, les miraba insistentemente. La vendedora de lotería se dio cuenta y se amoscó.
—¿Te has fijado, negro, cómo nos mira aquel tipo? Ni que tuviéramos monos en la jeta. Aunque tú, con eso de ser negro, llames la atención, no es para tanto.
Casilda comenzó a mirar al señor con ojos desafiantes. El señor bajó
la cabeza, preguntó cuánto debía por la consumición, pagó y se acercó a Omicrón:
—Perdonen ustedes.
Sacó una tarjeta del bolsillo.
—Me llamo Rogelio Fernández Estremera, estoy encargado del Sindicato del… de organizar algo en las próximas fiestas de Navidad.
_Bueno —carraspeó—, supongo que no se molestará. Yo le daría veinte duros si usted quisiera hacer el Rey negro en la cabalgata de Reyes.
Omicrón se quedó paralizado.
—¿Yo?
—Sí, usted. Usted es negro y nos vendrá muy bien, y si no, tendremos que pintar a uno, y cuando vayan los niños a darle la mano o besarle en el reparto de juguetes se mancharán. ¿Acepta?
Omicrón no reaccionaba. Casilda le dio un codazo:
—Acepta, negro, tonto… Son veinte « chulís» que te vendrán muy bien.
El señor interrumpió:
—Coja la tarjeta. Lo piensa y me va a ver a esta dirección. ¿Qué quieren ustedes tomar?
—Yo, un doble de café con leche —dijo Casilda—, y éste, un sencillo y una copa de anís, que tiene esa costumbre.
El señor pagó las consumiciones y se despidió.
—Adiós, píenselo y venga a verme.
Casilda le hizo una reverencia de despedida.
— Orrevuar, caballero. ¿Quiere usted un numerito del próximo sorteo?
—No, muchas gracias, adiós.
Cuando desapareció el señor, Casilda soltó la carcajada.
—Cuando cuente a las compañeras que tú vas a ser Rey se van a partir de risa.
—Bueno, eso de que voy a ser Rey… —dijo Omicrón.
Omicrón Rodríguez apenas se sostenía en el caballo. Iba dando tumbos.
Le dolían las piernas. Casi se mareaba. Las gentes, desde las aceras, sonreían al verle pasar. Algunos padres alzaban a sus niños.
—Mírale bien, es el rey Baltasar.
A Omicrón Rodríguez le llegó la conversación de dos chicos:
—¿Será de verdad negro o será pintado?
Omicrón Rodríguez se molestó. Dudaban por primera vez en su vida si él era blanco o negro, y precisamente cuando iba haciendo de Rey.
La cabalgata avanzaba. Sentía que se le aflojaba el turbante. Al pasar cercano a la boca del Metro, donde se apostaba cotidianamente, volvió la cabeza, no queriendo ver reírse a Casilda y sus compañeras. La Casilda y sus compañeras estaban allí, esperándole; se adentraron en la fila; se pusieron frente a él y, cuando esperaba que iban a soltar la risa, sus risas guasonas, temidas y estridentes, oyó a Casilda decir:
—Pues, chicas, va muy guapo, parece un rey de verdad.
Luego, unos guardias las echaron hacia la acera.
Omicrón Rodríguez se estiró en el caballo y comenzó a silbar tenuemente.
Un niño le llamaba, haciéndole señas con la mano:
—¡Baltasar, Baltasar!
Omicrón Rodríguez inclinó la cabeza solemnemente. Saludó.
—¡Un momento, Baltasar!
Los flashes de los fotógrafos de prensa lo deslumbraron. 

Amor ágape

mother by MartaSyrko

mother by MartaSyrko

      Es bajita, de mediana edad y el pelo liso y difusamente teñido a mechas por debajo de las orejas. Mirando su rostro enquistado en la duda y su nerviosa forma de desenvolverse una vez atravesaron sus pasos la puerta resulta evidente que esta ocasión es la primera en la que ha ido a dar su cuerpo menudo con la oficina de Cáritas.
Intenta echar el cerrojo, que sin llegar a resistirse no alcanza a ponerse en el lugar triste de quien lucha en su contra y se niega a cerrarse.
– No se preocupe, pase, ya lo hago yo.
Me levanto calmo, le indico que se siente y venzo a continuación la fortaleza inicial del pestillo, a quien conozco con sobrada estima.
La mujer gira los globos oculares de izquierda a derecha, de arriba a abajo, en trasversal, como incapaz de fijar la vista en un punto necesario que le permita relajarse un segundo.
– Mire, vengo porque…
Con un gesto de la mano la intento tranquilizar dentro de lo que se hace posible y le  pregunto de la forma más inocua posible:
– Es la primera vez que viene, ¿verdad? Creo que no nos conocemos.
Y tras presentarme escueto y con una sonrisa nada forzada le pregunto el nombre.
– Es por rellenarle una ficha con los datos. Luego le explico más despacio cómo trabajamos, ¿le parece?
Con los ojos mustios me observa y antes de balbucear entrecortadas palabras se atusa el pelo y se plancha la falda con las palmas de las manos.
– Me llamo Carmen, pero no vengo para mí. Verá, me han hablado de esto de la oficina de Cáritas y tengo una hija, Elvira, que acaba de dar a luz y vive sola. El padre no ha querido saber nada de ella-hace el apunte con desdén, pero sin exceso de rigor mucho más angustiada por otra realidad-. Le han puesto unos puntos por desgarro y no ha podido venir.      La tristeza ha invadido el rostro fino y maquillado de la mujer venciendo el anterior sentir de inseguridad.
– Su hija sabe que ha venido, ¿verdad? -pregunto con arbitraria obligación.
– Claro, claro.
– ¿Y no tiene ningún ingreso en el domicilio? ¿Desempleo? ¿Ayuda? -a veces llego a sorprenderme a mí mismo por la falta de tacto, como si la interrogada supurara su angustia a través de las prestaciones y se centrara más en el problema en sí que en el dolor que le ocasiona su hija. Reculo de inmediato.
– Está preocupada. A ver qué podemos hacer.
No es satisfacción lo que me devuelve, pero su actitud ha abandonado la rigidez y me entrega una media sonrisa.
– Elvira estuvo trabajando mucho tiempo, pero lleva varios años en paro y no tienen nada. Además el pediatra le ha recomendado que le dé al niño almidón, porque no puede darle el pecho y no tiene para comprar la comida.
La mezcla infumable de lacerante sinceridad y pragmatismo se me atraganta una semana más en el gaznate y sólo acierto a despedir otro tufo. Necesario para concretar la realidad vital de la familia, pero tufo al fin y al cabo.
– Perdone, Carmen, pero ¿hasta ahora cómo han estado tirando?
Se encoge de hombros y aprieta entre sus dedos un bolso gastado que vivió tiempos mejores.
– Bueno, hasta el mes pasado yo cobraba el salario social y con eso la ayudaba, pero se me terminó y ya no tenemos nada.
Sería un flaco favor a la verdad soltar que lo que está compartiendo Carmen se halla entre lo más espeso, crítico y urgente que en ese mismo día he tenido la oportunidad -digamos aséptica- de escuchar y la desgracia de colmarme de impotencia, pero la verdad precisa es que ese dolor es el espeso, crítico y urgente para Carmen, que no conoce -ni tiene la intención de hacerlo con absoluta probabilidad- los dolores agudos de los demás, que menos le importan sin pizca de egoísmo.
Envuelto en estos pensamientos escasamente egoístas me asalta una duda que comparto con Carmen algo perplejo.
– ¿Y usted entonces de qué vive ahora? Podemos también pasarnos por su casa y ver en qué podemos ayudarla.
Carmen no ha necesitado tiempo para pensar en una respuesta sobria y llena de artificios. Con la naturalidad y la inmediatez que otorga el convencimiento de lo que es obvio transmite una declaración de amor ágape.
– A mí me da igual, me apaño. Quien lo necesita es mi hija.

En las situaciones límite se conoce nuestra verdadera naturaleza, afirman rotundos los abogados defensores del mal intrínseco que reside en el ser humano como en un hogar inviable de asaltar. El amor siempre es posible, y no es necesario que lo repitan a coro y lo convenien cientos de personas desde las azoteas. Lo que sucede y se realiza, aunque sea en una solitaria ocasión, ya es factible.

 

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Amor ágape por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://indignadossinparaguas.blogspot.com.es/2013/09/amor-agape.html.