Apestadas

Infolibre, medio del que soy socio, ha publicado el artículo en su sección de librepensadores.

 

    La felicidad no nos transforma siempre en seres generosos; antes bien, debido a esa capacidad humana, bastante generalizada, de lograr ser feliz solo en virtud de pequeñas cosas («un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…», que diría Groucho), una vez conseguido el objetivo, que al resto lo zurzan.

    Los ejemplos paradigmáticos son la pandemia y la desescalada. Somos personas tan entusiasmadas por lo que, al fin, vamos a poder hacer en cada fase, que olvidamos por arte de magia lo que mucha gente va a seguir sin poder hacer. Además, no debido a limitaciones individuales, sino porque los partidos políticos han podido prever cómo y cuándo abrir bares, restaurantes, hoteles, librerías, peluquerías, talleres («es el mercado, amigo»), pero a día de hoy no hay establecido el más mínimo protocolo de desescalada para las residencias de mayores. Se dice pronto, pero parece ser que los únicos miembros de la comunidad que no disponen de los mismos derechos constitucionales que el resto son las personas mayores que viven en centros sociosanitarios. Da igual que no tengan síntomas e incluso que les hayan realizado el PCR con resultado negativo. Simple y llanamente tienen prohibido salir. Textualmente. En cambio, mi vecina de al lado, una señora de edad provecta, de la que nadie sabe a ciencia cierta si tiene el virus, lo ha pasado o es portadora, abandona el domicilio unas cinco o seis veces diarias por motivos escasamente esenciales desde que comenzó el confinamiento; otras, también mayores de setenta, desde el día cero, han podido salir a comprar, a ir al médico, a sacar al perro, a tirar la basura, a comprarse una webcam o un móvil (las tecnologías todo el mundo sabe que son prioritarias). En sucesivas fases han comenzado a pasear (sin perro), a hacer deporte (sin perro) e ir a la peluquería (sin perro, una vez más), y en menos de una semana podrán desplazarse a segundas residencias o incluso reunirse con familiares y amistades porque, a ver quién decide qué edad es la justa y necesaria para que seas considerada persona de riesgo.

    Mientras tanto, las cuarenta y una personas que tienen como único hogar la residencia de mayores en la que ejerzo funciones de trabajador social y de Responsable de Recursos Humanos llevan prácticamente dos meses sin poder sacar ni la uña del pie gordo del pie a la puerta de salida. Muchas de ellas afectadas por la enfermedad de Alzheimer u otras demencias. Muchas de ellas acostumbradas a pasear por la calle, como mínimo, dos veces al día (o cuando les diera la gana si son autónomas). Muchas de ellas acostumbradas a recibir constante afecto (abrazos, besos y contacto físico) del personal sanitario y del equipo técnico. Sigue leyendo

Sin corazón

     Ese soy yo; mejor así antes de que me lo suelte alguien después de leer lo que expreso con absoluta franqueza en los parrafitos subsiguientes. Trataré, no obstante, de abrazar la máxima del poeta y dramaturgo francés Jules Renard cuando comentó aquello de que «no soy sincero, incluso cuando digo que no lo soy» para que podáis acogeros siempre al beneplácito de la duda antes de poner en entredicho mi calidad como ser humano.

     En mi caso, a fin de no romper mi voto de obediencia hacia mí mismo cuando decía la semana pasada que no era buen momento de hacer leña del árbol caído del gobierno y de la oposición (llegarán tiempos mejores) simplemente me ha dado por reflexionar (en voz alta pero con profundo respeto a lo que cada cual se siente en condiciones de hacer) sobre los colectivos y gentes de buena voluntad, incipiente solidaridad y fe inquebrantable en unos tiempos de crisis social como pocas veces han existido. Sean ellos y ellas ateos, agnósticos o creyentes de cualquier credo. Procuraré ser breve.

     Poco más de un mes de cuarentena. El tejido social y asociativo y las personas sencillas y de bien se han visto en la perentoria necesidad de buscar alternativas ante las situaciones que están padeciendo (y van a seguir padeciendo) determinados grupos de riesgo desde el inicio del confinamiento. Muchas de las iniciativas propuestas están enmarcadas dentro del ámbito local, pues cada ayuntamiento y cada Comunidad Autónoma, más allá de las directrices del Gobierno central, han establecido protocolos y normativas propios y puede resultar más eficiente en estas ocasiones dar respuestas concretas a situaciones concretas. A nivel estatal, colectivos como PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca), Cáritas Española, APDH (Asociación Pro Derechos Humanos) o REAS (Red de Redes de Economía Alternativa y Solidaria) han elaborado diversos documentos de denuncia y/o propuestas de apoyo frente al COVID-19. La mayor parte de ellas dirigidas de manera expresa a las administraciones públicas. Sigue leyendo

«Beloved» (1987)

Margaret Garner or The Modern Medea, by Thomas Satterwhite Noble

     Cuando Toni Morrison concedió su primera entrevista tras recibir el Nobel de literatura en 1993 tuvo que corregir al tipo que tenía enfrente:

     «No me llame norteamericana, soy afroamericana».

     Tal obviedad a la hora de no olvidar sus raíces, así como su ascendencia humilde y de clase trabajadora, es un aspecto íntimo, no simplemente trasversal, en toda la obra de la escritora estadounidense. Nacida en Ohio bajo el nombre de Chloe Ardelia Wofford, su seudónimo proviene del segundo nombre con el que fue bautizada, Anthony, y del apellido de su marido, el arquitecto Jamaicano Harold Morrison, de quien se separó en 1964 quedándose a cargo de los dos hijos que tuvieron en común.

     Morrison, con un estilo que no resulta descabellado comparar con el de William Faulkner, no escribe sobre afrodescendientes, sobre racismo o sobre esclavitud, sino para afrodescendientes que han sufrido el racismo y la esclavitud. Pocas veces he sentido con igual intensidad mientras leía una novela la necesidad de tener a mano una libreta e ir anotando frases y hasta párrafos completos que destilan tanta sensibilidad como dolor desde el conocimiento de causa. «Beloved», basada libremente en la historia de Margaret Garner, una mujer de color que escapó de la esclavitud en Kentucky en 1856, y por la que Morrison recibió el premio Pulitzer en 1988, es el paradigma de ello: una historia terrible, absolutamente trágica como la mayoría de las obras del escritor sureño, que quizá es imposible de comprender en toda su profundidad si no se es madre, negra y esclava.

«Había una vez una mujer anciana. Ciega. Sabia.

En la versión que conozco la mujer es hija de esclavos, negra, americana y vive sola en una pequeña casa afuera del pueblo. Su reputación respecto de su sabiduría no tiene par y es incuestionable. Entre su gente ella es a la vez la ley y su transgresión. El honor y el respeto que le tienen, va hasta mucho más allá de su pueblo; llega hasta la ciudad donde la inteligencia de los profetas rurales es una fuente de mucho asombro».

     Con estas palabras prácticamente comenzaba el discurso de Toni Morrison en 1993 cuando recibió el galardón de la academia sueca, y tiene toda la pinta de que Baby Suggs, la abuela de Beloved, e incluso la propia abuela de Chloe Ardelia, sean esa mujer anciana ciega y sabia, hija de esclavos, negra, americana y que vive sola. Sigue leyendo

Inocente inocente

     En una semana en la que no eran pocas las personas que la comenzaban bien ofendiditas al descubrir que en EE.UU. Antonio Banderas era calificado por algunos medios del país como actor de color (algún color sí que tiene, supongo que el sol de las playas normandas algo tendrá que ver), no esperaba yo terminarla de una manera tan ejemplarizante para nuestro habitual ombliguismo y etnocentrismo occidental. Tenemos tan claro que somos blancos, o al menos con más derechos y privilegios que estos pobrecitos que vienen de cualquier otro lado de la valla, que eso de sentirnos de repente de otra categoría (por más estadounidenses que sean quienes lo digan y sus premios parezcan lo más glorioso del planeta) nos toca mucho los huevos. Como si no existieran ya desde hace años los Grammy Latinos y los Emmy HispanicTime, no vaya esta peña de un color distinto al blanco a creerse en igualdad de condiciones de competir.

     Pero nos queda la infancia, esa que mira las cosas con otra perspectiva, más en base a los sentimientos y a las relaciones que a los condicionamientos sociales. Paula es una niña de cinco años que tiene un tío postizo llamado Kaleab. Es postizo no por restarle valor, sino porque no es carnal. Kaleab, que ya está en la Universidad, llegó a España procedente de Etiopía más o menos a la edad que tiene Paula, porque tenía un tumor ocular y una asociación consiguió su traslado para que fuese operado en nuestro país; la mamá y los abuelos de Paula lo acogieron en su casa, a él y a su padre, cuando salió del hospital y los trataron como a su propia familia. Para Paula, Kalache es su tito, sin más, porque lo ha tratado desde que vio la luz y cada vez le ha cogido más cariño.

     El caso es que, justo esta semana de ofendiditos, Paula llegó a casa del colegio y, vete tú a saber a cuento de qué o qué estuvieron tratando en su clase, le hizo a su madre la pregunta del millón, y con una extrañeza tal en su rostro inocente que mostraba bien a las claras que lo veía ridículo:

     –Mamá, ¿el tío Kaleab es negro?

     En fin. Ahí lo dejo, que me da la risa.