«Parentesco» (1979)

    En 1960, cuando Octavia E. Butler tenía 13 años y soñaba con ver publicados sus relatos en las grandes revistas de ciencia ficción de la época, su tía, quizá con la buena voluntad de quien te quiere y no desea que te estrelles frontalmente, y demasiado pronto, con la realidad, le dijo «nena, los negros no pueden ser escritores». Eran los años 60 del pasado siglo; técnicamente podría incluso haberle dicho que los negros no podían ser personas con derechos.

    En uno de sus relatos, la conocida como la gran dama de la ciencia ficción, recordaba que justo a esa edad de 13 años pensaba que no había leído ni una sola línea escrita por una persona negra. Pero se empeñó, y en un mundo y un género dominado por blancos, se hizo un hueco gigantesco, aunque, tristemente, siga siendo una absoluta desconocida entre quienes se consideran fanáticas de la Ci-Fi.

    «Parentesco» resume en parte toda la temática sobre la raza, la sexualidad, la violencia y la diferencia, tal y como ella la percibía en su entorno. El argumento es simple: una mujer negra que vive en California a mediados de la década de los 70, es transportada en varias ocasiones y durante distintos lapsos de tiempo, por circunstancias que se irán dando a conocer a lo largo de la trama, a una plantación de personas esclavas en los años de la Guerra de Secesión de Estados Unidos donde conoce su desagradable historia familiar y a algunos de sus antepasados. Sigue leyendo

Derechos versus privilegios

    Hoy la cosa creo que va a ser breve, porque es fácil de entender hasta para alguien al que le haya estallado una bombona de butano al lado de la oreja y le haya reventado medio cerebro:

    Los derechos propios no se pierden porque se le concedan a otras personas, lo que pierdes, si acaso, son tus privilegios.

    Suena jodido, porque a nadie le resulta digno sentir que se comporta como un egoísta recalcitrante, pero así es. Con solo darle un poco de vueltas al tarro, tener sentido de la decencia y el mismo conocimiento que una liebre de campo a la hora de revisar nuestro argumentario quedaremos en una desnudez más supina que el emperador del cuento de Andersen.

     Vamos a verlo con unos ejemplos históricos:

  • Que las sufragistas lograran el derecho al voto femenino en Reino Unido no impidió que los hombres siguieran votando.

  • Que las personas negras pudieran sentarse en los primeros asientos de los autobuses en Estados Unidos no prohibió a las blancas ocupar esas plazas.

  • Que las parejas homosexuales consiguieran en España el reconocimiento del matrimonio civil no hizo que las heterosexuales se quedasen solteras.

  • Que a las personas trans se le reconozcan los mismos derechos que al resto de mujeres no hace que de repente seas menos mujer, menos feminista y se vaya a consentir el machismo.

     Los hombres, las personas blancas, las parejas hetero y las mujeres binarias lo que perdieron, o temen perder, son sus privilegios. El temita es que es fácil ver los privilegios en los colectivos ajenos al mío, como los tres primeros, así como el daño social que ha ocasionado al resto de la sociedad su descarnada discriminación, pero pensar que a lo mejor haber nacido con vagina es también un privilegio respecto a otras personas que no y soltar frescamente que ellas no son mujeres porque tienen pene… El autobús de HazteOír decía justamente lo mismo; fíjate al final la de cosas que nos unen a la derecha más rancia.

     Hay también muchos otros derechos que creemos que vamos a perder, pero a los que no hacemos el más mínimo caso, porque si indagamos volveríamos al bucle de que, en el fondo somos unos egoístas del carajo: el derecho a la libre circulación entre países (yo si puedo, pero las personas de África, no); el derecho a buscar un trabajo digno (yo si puedo, pero las personas de África, no); el derecho de asilo (yo si puedo, pero las personas de África, no)… Pues anda que no hay. Una hartura, pero no seguiremos que al final va a resultar que no tengo ni un jodido derecho, que son todo privilegios. ¡Acabáramos!

«Esperando la carroza» (1985)

    Si siempre existen unos momentos mejores que otros para sacar a colación determinadas obras en virtud de la coyuntura histórica, política o social, no podemos encontrar oportunidad más idónea que la actual, cuando nos rasgamos vestiduras y nos cubrimos de sayal y ceniza por la terrible situación que han tenido que vivir las personas mayores (de manera especial en centros residenciales) con la alerta sanitaria provocada por el SARS-CoV-2, para hablar del clásico argentino «Esperando la carroza», considerada una obra de culto en su país y que suele aparecer todas las navidades en las pantallas como el clásico «¡Qué bello es vivir!».

     Es de rigor apuntar que tanto la cinta, dirigida por Alejandro Doria en 1985, como la obra de teatro homónima de Jacobo Langsner en la que se basa, estrenada en 1962, se convirtieron en unos rotundos y sonoros fracasos de taquilla y fueron vapuleadas por la crítica. Normal, habida cuenta de que, tal y como reconocía el propio dramaturgo que también firma el guion de la película: «el punto esencial de lo que escribo se apoya en la hipocresía de la clase media a la que pertenezco». Así, esta ácida crítica y puntillosa sátira de la sociedad sentó a las gentes de bien como una patada en las partes nobles, por más humor y costumbrismo que se le pusiera. Y lo mejor es que esta historia de una madre y abuela afectada de Alzheimer que nadie se quiere «quedar» sigue igual de hiriente a día de hoy, cuando buena parte de la población se ha manifestado por la sanidad pública, en contra del racismo y del machismo, pero a nadie se le ha ocurrido convocar ni una quedada para protestar por el edadismo y aún no he logrado encontrar un solo medio de comunicación, sea o no del régimen, que no use el calificativo de anciano para este colectivo. Anciano. ¿A alguien le gustaría que le llamaran anciano? A ellos y ellas, puedo asegurar que no. Personas mayores.

     El trato despectivo hacia Mamá Cora a lo largo de toda la película es tal que Doria, en un alarde inconsciente de machismo, no quiso que la archiconocida Niní Marshall, su primera opción, representara dicho papel y escogió a un hombre, el gran Antonio Gasalla, que lo borda. Resulta fácil juzgar y morderse los labios con el patetismo de cada uno de los personajes de «Esperando la carroza», porque ninguna persona sería capaz de reconocerse a sí misma cayendo en tamaño grado de desvergüenza, pero quizá sea porque nos cuesta escucharnos a nosotras mismas, o porque lo hacemos en secreto. Una cosa al menos: no ser hipócrita, que no somos tan pudientes como para permitírnoslo.

Apestadas

Infolibre, medio del que soy socio, ha publicado el artículo en su sección de librepensadores.

 

    La felicidad no nos transforma siempre en seres generosos; antes bien, debido a esa capacidad humana, bastante generalizada, de lograr ser feliz solo en virtud de pequeñas cosas («un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…», que diría Groucho), una vez conseguido el objetivo, que al resto lo zurzan.

    Los ejemplos paradigmáticos son la pandemia y la desescalada. Somos personas tan entusiasmadas por lo que, al fin, vamos a poder hacer en cada fase, que olvidamos por arte de magia lo que mucha gente va a seguir sin poder hacer. Además, no debido a limitaciones individuales, sino porque los partidos políticos han podido prever cómo y cuándo abrir bares, restaurantes, hoteles, librerías, peluquerías, talleres («es el mercado, amigo»), pero a día de hoy no hay establecido el más mínimo protocolo de desescalada para las residencias de mayores. Se dice pronto, pero parece ser que los únicos miembros de la comunidad que no disponen de los mismos derechos constitucionales que el resto son las personas mayores que viven en centros sociosanitarios. Da igual que no tengan síntomas e incluso que les hayan realizado el PCR con resultado negativo. Simple y llanamente tienen prohibido salir. Textualmente. En cambio, mi vecina de al lado, una señora de edad provecta, de la que nadie sabe a ciencia cierta si tiene el virus, lo ha pasado o es portadora, abandona el domicilio unas cinco o seis veces diarias por motivos escasamente esenciales desde que comenzó el confinamiento; otras, también mayores de setenta, desde el día cero, han podido salir a comprar, a ir al médico, a sacar al perro, a tirar la basura, a comprarse una webcam o un móvil (las tecnologías todo el mundo sabe que son prioritarias). En sucesivas fases han comenzado a pasear (sin perro), a hacer deporte (sin perro) e ir a la peluquería (sin perro, una vez más), y en menos de una semana podrán desplazarse a segundas residencias o incluso reunirse con familiares y amistades porque, a ver quién decide qué edad es la justa y necesaria para que seas considerada persona de riesgo.

    Mientras tanto, las cuarenta y una personas que tienen como único hogar la residencia de mayores en la que ejerzo funciones de trabajador social y de Responsable de Recursos Humanos llevan prácticamente dos meses sin poder sacar ni la uña del pie gordo del pie a la puerta de salida. Muchas de ellas afectadas por la enfermedad de Alzheimer u otras demencias. Muchas de ellas acostumbradas a pasear por la calle, como mínimo, dos veces al día (o cuando les diera la gana si son autónomas). Muchas de ellas acostumbradas a recibir constante afecto (abrazos, besos y contacto físico) del personal sanitario y del equipo técnico. Sigue leyendo