«Awaara» (El vagabundo, 1951)

Raj Kapoor birth place by Burhan Ahmed

Raj Kapoor birth place by Burhan Ahmed

Decir que lograr ver «Awaara» supuso un esfuerzo digno de los Titanes es quedarse demasiado corto. El vacío absoluto y total ostracismo del que ha sido objeto el cine indio por parte de occidente tiene diversas visiones o facturas, pero es tan cierto como que filmes clásicos y renombrados en las diferentes antologías sobre Historia del cine como «Devdas» (1935) o «Nagarik» (1952) no es que sean cuasi imposibles de encontrar, sino que ni aparecen en las webs de cine. Tras denodados intentos dejé por imposible conseguir «Devdas» (que no ‘existe’ para algunos buscadores de red) y tras lograr descargarme «Nagarik», pero en versión original y existiendo únicamente para descarga los subtítulos en inglés (sólo sé castellano y me defiendo regular), le metí mano a Raj Kapoor, del que logré los subtítulos en el exclusivo idioma que controlo con defectos.

Esta introducción que puede resultar un tanto brasa se me hace necesaria, para explicar que existe vida en Bollywood antes y después de Satyajit Ray. Sobre todo antes, y «Awaara» es una de esas vidas, pues fue concebida tres años antes que «Pather Panchali», primera parte de la obra de Ray.

La falta de recursos y posibilidades reales a la hora de acercarte al cine indio juega majestuosamente en su contra, pues si bien es relativamente común entre el público de occidental no entender del todo la mecánica y estructura de los filmes clásicos japoneses o chinos (Ozu, Mizoguchi, Naruse…), su habitual presencia en festivales, filmotecas, críticas o páginas sobre el séptimo arte, hace que forme parte de lo que debe ser visto irremediablemente so pena de ser juzgado de inculto entre el alto standing de los amantes del celuloide. Aunque luego, una vez visto te resulte una soberana memez y ni te atrevas a soltarlo en uno de los cientos de blogs existentes al respecto. Con el cine indio no hay problema en este sentido, salvando al nombrado Satyajit Ray y su maravillosa «Trilogía de Apu» a la peña le importa un pimiento que no se sepa quien es Kapoor, Ghatak o en su casa lo conocen.

Por todo ello, terminar de ver «Awaara» te deja una sensación muy muy extraña y como dice una vez y otra Raj, el vagabundo protagonista del filme, no somos nosotros, ‘es su apariencia’. Mi mente no está para nada acostumbrada al estilo narrativo propio del cine indio. ¿Y eso es malo? Pues creo que no, es cuestión de aprender, y lo hice pronto, porque la peli de marras dura tres horas, ni más ni menos, y su historia es tan hermosa que lo que en principio estaba programado para una sesión dividida se convirtió en un ‘¿cómo voy a dejarlo ahora?’. Del tirón, oiga, con todos los defectos que puedo haberle visto y que reflexionados varias horas después no lo son, sino formas distintas de hacer y entender el cine. ¿Extraños números musicales? Pues mira, sí, pero sólo para nosotros, infames mortales de este lado del Atlántico, tan acostumbrados a los bailecitos y coreografías tipo Broadway con los que otra peña de mentalidad distinta se queda petrificada. ¿Qué puede resultar moralizante? Sin duda menos que Capra y de él pocos se quejan. Su componente social, aun con una curiosa mescolanza con el cine romántico del Hollywood de los 40, está a la altura del neorrealismo imperante por ese entonces en Europa cuando es bastante improbable que Kapoor conociera esta nueva tendencia en el cine, pues «Ladrón de bicicletas» no fue proyectada en India hasta este mismo año. Sería casi una ofensa poner a Kapoor a la altura de Satyajit Ray, pero los méritos que se llevó el reconocido director indio, que incluso obtuvo un Óscar honorífico por su obra, no serían los mismos sin el neorrealismo iniciado de extraña forma en su país natal a través de «Awaara». Para hacerse una idea clara de la importancia socio-política de esta obra de Kapoor se hace imprescindible decir que su fama en la Unión Soviética y China se extendió como la pólvora.

Total que, abierto de miras y si no se hace uno esclavo de lo culturalmente establecido, «Awaara» es una intemporal historia de amor, un intenso drama con toques de comedia y una ingente crítica social y especialmente un filme que te hace pensar sobre el destino al que en repetidas ocasiones se nos conduce para luego hacernos únicos culpables y responsables de ello, como chivos expiatorios de una sociedad injusta y trápala que nunca quiere ser llevada al banquillo. Un placer extraño, que como todo placer extraño merece ser degustado con calma y templanza.

«Casa de muñecas» (1879)

Henrik Ibsen by peterpulp

Henrik Ibsen by peterpulp

     Cuando terminé de leer ‘Casa de muñecas’ recordé un dato, y falto de trivialidad y frivolidad os comparto que mientras termináis de leer esta reseña, en España una mujer habrá denunciado a su pareja por violencia de género. Una denuncia cada cuatro minutos, 367 al día en el año 2011. Se me ocurre pensar entonces en Nora, la exquisita protagonista de la obra de Ibsen, en la libertad frente al falso liberalismo, en la mentira complaciente creada desde la comodidad sin autocensura de la propia vida. Me gusta el noruego y leo compulsivamente ‘El pato silvestre’ y ‘Un enemigo del pueblo’. Confirmo mis mejores sospechas, me quito el sombrero que casi siempre llevo y que me niego a entregar a cualquiera. Henrik Ibsen inventa el teatro moderno; el último acto de ‘Casa de muñecas’, no ya argumentalmente (tuvo que cambiar el final para su representación en Alemania por ser… excesivamente liberal e incomprensible para la época) sino estructuralmente es de una novedad e influencia pasmosa. No se produce aglomeración de personajes, ni ese punto de inflexión Shakespeariano donde todo confluye en un éxtasis. Ibsen nos ofrece un diálogo, ni más ni menos, pero también nos llega ese éxtasis, se te ponen los vellos de punta… y te cabreas, con el capullo de Torvaldo y su estúpida concepción del sacrificio y la dignidad: «no hay nadie que sacrifique su honor por el ser amado».»Lo han hecho millares de mujeres», atiza Nora. Era 1884. Increíble, Nora se resiste a ser una muñeca de adorno, una mujer florero y eso es algo imperdonable para el varón que se cree su dueño.


     Los protagonistas de estas tres obras teatrales de Ibsen son seres que nadan a contracorriente, embargados por decisiones más o menos desordenadas pero tomadas desde lo que consideran justo y honrado. Son personas normales, creíbles, conscientes de sus valores, pero sobre todo que luchan por la libertad en medio de variadas mentiras piadosas, aunque unas lo son más (Nora y Gina justificables en ‘Casa de muñecas’ y ‘El pato silvestre’) y otras bastante menos (absolutamente vergonzante la actitud del alcalde Stockmann en ‘Un enemigo del pueblo’). Ibsen golpea la autocomplacencia, desprecia la sociedad tan pulcra, tan honrada… tan falsa y le horroriza el sentimiento del deber cumplido cuando esclaviza, obstruye y castiga la libertad del prójimo; lo hace a diestro y siniestro, desde el realismo social, sin piedad y en una escala ascendente de simbolismo que culmina en ‘Un pato silvestre’. 

     “Estúpidos están en todas partes formando una mayoría aplastante”, reflexiona el Dr. Stockmann en ‘Un enemigo del pueblo’. Aterrizan desde ‘Una casa de muñecas’, pues si algo deja claro Ibsen es que las convenciones sociales, aunque sean producto de una mayoría, son sólo memeces si esa mayoría es mema, como suele suceder en gravísimas ocasiones, y que la verdad y la libertad no han de imponerse sino descubrirse, pues el castigo a pagar suelen cobrárselo a inocentes como Hedvigia, y a intereses muy altos.


     Empecé con un dato y termino con otro. Tres matrimonios conforman el fresco que construye Ibsen con esta teatral triada. De ellos, tan sólo en una ocasión el miembro culpado recibe el apoyo casi incondicional de su pareja; sucede cuando ésta es la mujer. Yo también odio a esos hombres del siglo XIX que esconden sus debilidades al amparo de unas faldas de “muñecas” a las que hacer culpables. Y lo reconozco, en incontables ocasiones, yo también soy un memo.

     Como siempre, para terminar, unos fragmentos:

«NORA: ¿Qué consideras tú mis deberes sagrados?.
HELMER: ¿Tengo que decírtelo yo? Son tus deberes con tu marido y tus hijos.
NORA: Tengo otros no menos sagrados.
HELMER: No los tienes. ¿Cuáles son esos deberes?.
NORA: Mis deberes conmigo misma.
HELMER: Ante todo, eres esposa y madre.
NORA: No creo ya en eso. Creo que, ante todo, soy un ser humano, igual que tú…o, cuando menos, debo intentar serlo. Sé que la gran mayoría de los hombres te darán la razón, Torvaldo, y que están impresas en los libros tales ideas. Pero yo ya no puedo pararme a pensar lo que dicen los hombres ni lo que se imprime en los libros. Es preciso que por mí misma opine sobre el particular y procure darme cuenta de todo.»
 

«NORA.- No hablo de preocupaciones. Lo que quiero decir es que jamás hemos hablado en serio ni hemos intentado tocar juntos el fondo de la realidad …
HELMER.- Pero, querida Nora, ¿era ésa una ocupación apropiada para ti?
NORA.- ¡Éste es precisamente el caso! Tú no me has comprendido nunca … Habéis sido muy injustos conmigo, papá primero, y tú después.
HELMER.- ¿Qué? ¡Nosotros dos! … Pero ¿hay alguien que te haya amado más que nosotros?
NORA.- (Mueve la cabeza). Jamás me amasteis. Os parecía agradable estar en adoración delante de mí, ni más ni menos.
HELMER.- Vamos a ver, Nora, ¿qué significa este lenguaje?
NORA.- Lo que te digo, Torvaldo. Cuando estaba al lado de papá, él me exponía sus ideas, y yo las seguía. Si tenía otras distintas, las ocultaba; porque no le hubiera gustado. Me llamaba su muñequita, y jugaba conmigo como yo con mis muñecas. Después vine a tu casa.
HELMER.- Empleas unas frases singulares para hablar de nuestro matrimonio.
NORA.- (Sin variar de tono). Quiero decir que de manos de papá pasé a las tuyas. Tú lo arreglaste todo a tu gusto, y yo participaba de tu gusto, o lo daba a entender; no puedo asegurarlo, quizá lo uno y lo otro. Ahora, mirando hacia atrás, me parece que he vivido aquí como los pobres …, al día. He vivido de las piruetas que hacía para recrearte, Torvaldo. Pero entraba eso en lo que te proponías. Tú y papá habéis sido muy culpables conmigo, y tenéis la culpa de que yo no sirva para nada.»

 

La contrición del prefecto

Cruceiro by Víctor Nuño

Cruceiro by Víctor Nuño

     Irá a la procesión del Domingo de Ramos y a la del Lunes Santo. Se sentará en el palco embutido en su chaqueta azul oscuro y con los pantalones recién planchados marcando una perfecta línea vertical. Desde las alturas, reclinado como un nuevo prefecto romano en un butacón de brazos Luis XVI y respaldo tapizado con absurdos oropeles, tan sólo en virtud de su presencia y acompañado seguramente por otras autoridades de altos rangos y diferentes círculos religiosos y políticos de la ciudad con los que intercambiará comentarios de henchida satisfacción, dará inicio con lánguida complacencia y humana e irreverente gloria a lo más folclórico, mundano y turístico de la semana de Pascua. No me supone exceso de esfuerzo imaginar su rostro atribulado, aun marcado de una relativa compostura, al paso de las andas sobre las que apoyan su dolor el sobrio Cristo de las Penas o la espigada talla del Rescatado.

Paseando desde el Ayuntamiento llegará al lugar más ilustre de la Carrera Oficial, luciendo una insignia solemne y cofrade en la solapa, varios metros detrás ofrecerán sus fauces adiestradas dos mastines, con sendas gafas oscuras ensartadas sobre sus narices como bisagras, notoriamente ridículas si resultó presentarse una tarde nublada, pero necesarias y conspicuas en su función prosaica de cargar de boato y amenaza la más rutinaria de las vidas.

Apoltronados durante el día en hamacas de playa de colores rancios y derruidos sobre colchones de muelles dispersos tras la puesta del sol se encuentran las duplas Rafa-Rocío y Manuel-Raquel. Apostados a los muros de palacio desde hace más de un mes, con su despreciable apariencia y dignidad a ojos del prefecto quien acaso envía estratégicamente a algún súbdito para mantener en vilo el vívido deseo de esperanza y ganar tiempo con el fin de perderlo en otras cosas. Pilatos los envía a Herodes, Herodes a Anás, Anás a Caifás, Caifás de nuevo, conciliadoramente, a Pilatos, en esa diversión sacramental de restada importancia por ser tan acostumbrada de marear al inocente para que sean otros quienes lo sentencien a muerte.


Rafa y Manuel, Rocío y Raquel, sin consultarlo ni consigo mismos y cargados tan sólo de algunas mantas y unos cartones con los que mitigar el presumible hartazgo, llanamente decidieron reclamar justicia y no seguir siendo escupidos y golpeados con una caña. Ambos matrimonios, con hijos menores a cargo y enormes factores de riesgo de exclusión social, piden que se les conceda un hogar digno después de años de fatigosa espera tras entregar la correspondiente solicitud para que se les conceda una vivienda social. Fácil resultaría aferrarse al hecho objetivo, consumado e incomprensible de que Manuel y Raquel ya tuvieran asignada una vivienda desde hace meses sin que se les hubiese comunicado por parte de los poderes públicos o que a Rafa y a Rocío les remarquen con una embustera complicidad que su solicitud nunca ha sido presentada, a pesar de que ellos cuenten en su haber con una copia que afirma lo contrario de manera irremediable. Lo más execrable y repulsivo es el hecho, igualmente incuestionable, de que no exista un baremo al que acogerse en la asignación de viviendas. Habría pues que suponerse, continuando con analogías bíblicas, que en los despachos y en las cavernas oscuras de las administraciones públicas, de igual manera que en el Cónclave o en los Hechos de los Apóstoles, debe de ser el espíritu santo quien en base a un trance arrebatado de misticismo señala con el dedo la solicitud que Dios, en su infinita misericordia y majestad, ha tenido a bien aceptar como ofrenda. El resto, sanedrín y senado lavan sus manos inmundas y hoscas con aburrido desdén, indican a subalternos que conduzcan a los ajusticiados hacia la Via Dolorosa camino del Gólgota, pues primordial es no retrasarse en el sumo acto de contrición que llevarán a efecto desde el palco: coligar su dolor con el del crucificado, con el del injustamente condenado.

Tal vez el prefecto llora, con su insignia cofrade en la solapa, contemplando las hermosas tallas de madera del Cristo de las Penas y del Rescatado al mismo tiempo que las penas de los miserables nadie opta por rescatarlas. Y se aburren éstos, con lógica despiadada, quizá a la hora exacta en la que hace su aparición el primer paso. Cogen sus bártulos, se levantan con una dignidad de la que no son conscientes y parten camino a casa; para abrazar a los hijos que echan de menos, a las madres que no han llegado a comprender del todo su postura insumisa, a perder la esperanza en la resurrección.

Señor prefecto, “lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. El resto, bazofia farisea.

«Mary & Max» (2009)

Adam Elliot

Adam Elliot

En la semana en la que se ha celebrado el Día Internacional del Síndrome de Asperger se hace necesario rescatar la reciente joya cinematográfica de Adam Elliot, Mary & Max, quien debutaba como director de largometrajes sorprendiendo a propios y extraños a pesar de contar en su haber con un Oscar. 

Imposible describir con palabras los sentimientos que afloran mientras se visiona este excelente filme de animación stop-motion. Una maravillosa historia donde convergen el amor, la amistad y la necesidad de sentirnos queridos a pesar de la soledad a través de la vida de dos personas casi opuestas, pero que no se hallan en el mundo. 

Necesaria.