La contrición del prefecto

Cruceiro by Víctor Nuño

Cruceiro by Víctor Nuño

     Irá a la procesión del Domingo de Ramos y a la del Lunes Santo. Se sentará en el palco embutido en su chaqueta azul oscuro y con los pantalones recién planchados marcando una perfecta línea vertical. Desde las alturas, reclinado como un nuevo prefecto romano en un butacón de brazos Luis XVI y respaldo tapizado con absurdos oropeles, tan sólo en virtud de su presencia y acompañado seguramente por otras autoridades de altos rangos y diferentes círculos religiosos y políticos de la ciudad con los que intercambiará comentarios de henchida satisfacción, dará inicio con lánguida complacencia y humana e irreverente gloria a lo más folclórico, mundano y turístico de la semana de Pascua. No me supone exceso de esfuerzo imaginar su rostro atribulado, aun marcado de una relativa compostura, al paso de las andas sobre las que apoyan su dolor el sobrio Cristo de las Penas o la espigada talla del Rescatado.

Paseando desde el Ayuntamiento llegará al lugar más ilustre de la Carrera Oficial, luciendo una insignia solemne y cofrade en la solapa, varios metros detrás ofrecerán sus fauces adiestradas dos mastines, con sendas gafas oscuras ensartadas sobre sus narices como bisagras, notoriamente ridículas si resultó presentarse una tarde nublada, pero necesarias y conspicuas en su función prosaica de cargar de boato y amenaza la más rutinaria de las vidas.

Apoltronados durante el día en hamacas de playa de colores rancios y derruidos sobre colchones de muelles dispersos tras la puesta del sol se encuentran las duplas Rafa-Rocío y Manuel-Raquel. Apostados a los muros de palacio desde hace más de un mes, con su despreciable apariencia y dignidad a ojos del prefecto quien acaso envía estratégicamente a algún súbdito para mantener en vilo el vívido deseo de esperanza y ganar tiempo con el fin de perderlo en otras cosas. Pilatos los envía a Herodes, Herodes a Anás, Anás a Caifás, Caifás de nuevo, conciliadoramente, a Pilatos, en esa diversión sacramental de restada importancia por ser tan acostumbrada de marear al inocente para que sean otros quienes lo sentencien a muerte.


Rafa y Manuel, Rocío y Raquel, sin consultarlo ni consigo mismos y cargados tan sólo de algunas mantas y unos cartones con los que mitigar el presumible hartazgo, llanamente decidieron reclamar justicia y no seguir siendo escupidos y golpeados con una caña. Ambos matrimonios, con hijos menores a cargo y enormes factores de riesgo de exclusión social, piden que se les conceda un hogar digno después de años de fatigosa espera tras entregar la correspondiente solicitud para que se les conceda una vivienda social. Fácil resultaría aferrarse al hecho objetivo, consumado e incomprensible de que Manuel y Raquel ya tuvieran asignada una vivienda desde hace meses sin que se les hubiese comunicado por parte de los poderes públicos o que a Rafa y a Rocío les remarquen con una embustera complicidad que su solicitud nunca ha sido presentada, a pesar de que ellos cuenten en su haber con una copia que afirma lo contrario de manera irremediable. Lo más execrable y repulsivo es el hecho, igualmente incuestionable, de que no exista un baremo al que acogerse en la asignación de viviendas. Habría pues que suponerse, continuando con analogías bíblicas, que en los despachos y en las cavernas oscuras de las administraciones públicas, de igual manera que en el Cónclave o en los Hechos de los Apóstoles, debe de ser el espíritu santo quien en base a un trance arrebatado de misticismo señala con el dedo la solicitud que Dios, en su infinita misericordia y majestad, ha tenido a bien aceptar como ofrenda. El resto, sanedrín y senado lavan sus manos inmundas y hoscas con aburrido desdén, indican a subalternos que conduzcan a los ajusticiados hacia la Via Dolorosa camino del Gólgota, pues primordial es no retrasarse en el sumo acto de contrición que llevarán a efecto desde el palco: coligar su dolor con el del crucificado, con el del injustamente condenado.

Tal vez el prefecto llora, con su insignia cofrade en la solapa, contemplando las hermosas tallas de madera del Cristo de las Penas y del Rescatado al mismo tiempo que las penas de los miserables nadie opta por rescatarlas. Y se aburren éstos, con lógica despiadada, quizá a la hora exacta en la que hace su aparición el primer paso. Cogen sus bártulos, se levantan con una dignidad de la que no son conscientes y parten camino a casa; para abrazar a los hijos que echan de menos, a las madres que no han llegado a comprender del todo su postura insumisa, a perder la esperanza en la resurrección.

Señor prefecto, “lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. El resto, bazofia farisea.

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