«El hombre del brazo de oro» (1955)

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Otto Preminger by Marzia-Bonvini

    1955. Simplemente e incomprensiblemente.

    Fue una suerte el por saco que se diera en la Meca del cine a finales del los años 40 y principios de los 50 del siglo pasado con la necesidad de la libertad de creación en el séptimo arte. A partir del estreno en Estados Unidos del filme «El amor» (1948), de Rossellini, y las ampollas levantadas por uno de sus episodios, «El milagro», las autoridades judiciales decidieron cambiar la ley y flexibilizar lo que podía o no podía aparecer en una pantalla de cine. A años vista, podemos decir que poco a cambiado debido al propio sistema de calificación de las películas, pero infinidad de filmes no habrían visto la luz por su crudo realismo y mordaz crítica social sin esta hecho histórico. Desde «Hombres» (1950), hasta «Johnny Guitar» (1955), pasando por «Rebelde sin causa» (1955) o «La podadora» (1955). Sigue leyendo

Beaterio

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Legionarios españoles portando el Cristo de la Buena Muerte en la Semana Santa de Málaga, por davric

     Castos, puros, intocables.

     Me explayo esta semana. Espero que sepáis disculpar lo que no acertará a ser quizá más que un continuum de expurgos en virtud de la amalgama de corajinas que se me han acumulado en estos últimos días. Entre el Drag-queen y los de Hazteoír.org me ha dado el cerebro para mucho. Serán esas cosas que tiene el ser católico.

     No quiero hacer apología de la libertad de expresión, esté más de acuerdo o no con una noticia o con la otra, ni hacer referencia a esa frase tan atribuida a Voltaire, aunque parece ser que salió de la pluma de su biógrafa: “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero daré mi vida para que puedas expresarlo”. Quiero hablar llanamente de las cosas que chirrían, que rozan lo grotesco y dicen mucho de aquello de que nuestras ideas nunca necesitan ser demostradas, sólo las de los demás.

     Es terrible que una persona se burle de la religión, sobre todo -o exclusivamente mejor- si es la mía. “A nadie se le ocurriría hacer tal cosa de Mahoma. Se liaría parda”, comentan. Lo cierto es que en el Islam, aunque no se les pueda considerar iconoclastas, por tradición está prácticamente prohibido representar al profeta desde el siglo VIII, sea en buena disposición o en mala. Así sucede dentro de la comunidad suní, que supone el 90% del mundo musulmán. Da lo mismo si es simplemente yendo en burro de camino a la Meca. Sin embargo, el catolicismo no es parco en imágenes. Al contrario. Sólo habrá que esperar un mesecito para que se las saque a pasear a mansalva por infinitas calles de nuestras ciudades, pueblos y hasta aldeas. No es lo mismo per se, representar pues a la Virgen que a Mahoma.

     Ahora bien, el tema es el respeto debido, y aquí ya es ponerse a hilar muy fino. Finísimo. Respeto, la palabra mágica. Supongo que cuando se habla de respeto en este sentido, quien lo nombra se debe de referir únicamente a aquellas personas ajenas a la religión católica que hacen burla de nuestras santas tradiciones, aunque sea durante unas fiestas paganas. Porque se da por supuesto que si llevan a cabo similares hechos o palabras grupos de fe altamente contrastada no es burla, sino broma o comentario situacional. Ejemplos hay muchos. Por poner un poner:

     – ¡Arriba con la Chochona! –como han solido nombrar a la Virgen del Rosario algunos de sus cofrades a la hora de levantarla porque pesa como un muerto. Muy divertido, claro. El roce hace el cariño.

     Y la mar de divertidas las más de cien hermandades camino del Rocío, incontrolables, que hasta los mismos implicados reconocen la imposibilidad de concienciar a tanta peña de que respeten el entorno, de que no se mamen en honor a la Blanca Paloma. Muy católico apostólico y romano todo. Pero es que se sienten tan alegres y dichosos por ir a ver a nuestra Señora.

     Y los legionarios. Con el Cristo en un hombro y el fusil en el otro. Los vellos como escarpia.

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«Brutos, feos y malos» (1976)

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Ettore Scola, by raschiabarile

Decía Moisés, el cura de mi barrio, aquella frase de que “son pobres, no vamos a pedirles encima que sean buenos”.

    Aunque pudiera parecerlo, la expresión no es un paradigma acerca de las limitaciones per se de las personas en exclusión, sino una constatación a pie de calle de que debiéramos justificar con mayor gracilidad y sin el menor atisbo de duda las taras de determinados colectivos respecto a las de otros. No es lo mismo tener determinados problemas y vivir en el centro neurálgico de una gran urbe, que tenerlos y encima unirlos al hecho de vivir en mitad de un gueto a las afueras de cualquier lugar.

    Por eso, quizá por primera y única vez, no voy a recomendar a todo el mundo la película que da título a la entrada: “Brutos, feos y malos”, del peculiar Ettore Scola. Porque hay que tener mucho sentido del humor, en una curiosa mezcla de Fellini y Kusturica, para comprender su ácida y despiadada crítica hacia la sociedad del bienestar, y no mandar la cinta literalmente al carajo nada más leer el título.

    El planteamiento de cualquier espectador sensato a la hora de acercarse a esta obra de Scola no debiera ser si lo que cuenta es exagerado, grotesco, cargado de prejuicios, o si por el contrario está sujeto a la realidad. Lo pregunta que en cada escena debiera surgirnos y que respondería, con toda justicia a lo que pretende el director italiano, es por qué sucede lo que sucede. Porque lo más crudo de aquello que podemos contemplar en la pantalla es que todo, sin falta, lo he podido vivir en ese barrio en exclusión de cuyos habitantes hablaba Moisés en la primera frase de este texto: embarazos sin sentido, tres generaciones sin modificar pautas de conducta, hacinamientos, incendios provocados, bautizos tan… particulares, la pensión de la abuela. Y lo peor, esa asunción de la falta de dignidad humana: todo se perdona, todo se naturaliza… La visión de la sexualidad recuerda mucho al estilo que retrataba Emile Zola en “Germinal”. Sigue leyendo

Deberes: la injusta obligación

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     Deberes. La palabreja de marras no se libra de la quema ni en las primeras definiciones que muestra cada una de las dos acepciones del Diccionario de la Lengua Española:

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    Obligación. No hay más. Y el asunto se pone aún más serio si recurrimos a los significados que devuelve el verbo obligar, que aún es más clarificador.

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     Claro, que es que a los nenes y nenas hay que obligarlos, porque aunque ellos no sean capaces de razonarlo resulta que es un bien para su futuro, tan halagüeño y esperanzador. Porque de esos deberes son a los que me quiero referir.

     Podríamos decir que dicho argumento es sumamente subjetivo y puede ser sometido a debate y análisis sin demasiados esfuerzos lingüísticos ni metafísicos, pero el caso es que, aparte de que mandar deberes a casa sea o no condenar a una criatura a galeras, hay un aspecto bastante más esencial y con el que me encuentro con demasiada asiduidad como para pasarlo por alto.

    Dos situaciones reales que dudo puedan ser casus belli para quien se atreva a leer estas líneas. Sigue leyendo