Todos los seres humanos tenemos nuestros demonios; asustarán mucho o poco, nos crearán una mayor o menor sensación de merecimiento de castigo o serán más o menos fácil ocultarlos bajo el paraguas de otras conductas angelicales. Pero ahí están, los jodidos demonios, y cuando nos los tocan, arde Troya.
Cuando además militas en algún colectivo feminista, alternativo y anticapitalista ya se debe dar por hecho que eres la caña, y que tus deslices son debidos a las normales incongruencias bajo las que se ve sometida la humana condición, pero que las doctrinas las tienes tan interiorizadas que no merece la pena perder el tiempo en proclamarlas y tocar las pelotas (o los ovarios) con la obviedad de nuestros principios profundos y nuestra ideología radical. Los problemas, digamos, son siempre otros.
Por eso, no merece la pena debatir demasiado sobre los motivos que nos conducen a atribuirnos la sacrosanta etiqueta de antipatriarcales, antimilitaristas y anticapitalistas. Hemos creado espacios en red, ofertado modelos de consumo social y solidario, proporcionado opciones hacia la contratación de servicios éticos. No hay demonios que valgan. A menos que salte una liebre muy gorda, tamaño similar a las que existirían en el país de Brobdingnag, somos seres cuasibeatíficos. A veces descubrimos un producto que no cumple los requisitos de la economía social, o de comercio justo, o de kilómetro cero, o aquel libro infantil fabricado en china, o resulta que determinado colectivo o persona con quien colaboramos puede que haya ejercido violencia machista… Cortamos por lo sano una vez investigado el asunto y punto. Es fundamental la soberanía alimentaria, el feminismo… No nos tiembla el pulso. Continue reading