Ley y justicia

Podría recurrir sensatamente a aquella norma atávica y común a toda cultura y ética -desde el Código de Manú hasta la Biblia-, la cual afirma sin remilgos que no debemos hacer a los demás aquello que no deseamos que nos hagan a nosotros mismos. Podría hacer mención incluso a que la vida es un derecho fundamental de todo individuo, de tal forma y manera que, cada estado ha de buscar subterfugios -y vaya si los encuentra- para poder dar muerte a un ser humano sin sentir por ello el vértigo de la conciencia. Podría decir…

     Pero en realidad, voy a recordar uno de los primeros capítulos de la serie El príncipe de Bel Air; aquél en el que Will acudiera por primera vez al College con una corbata que le caía por encima de la cara perfectamente anudada alrededor de la frente. El profesor se le acerca, claro, al contemplarle de tal guisa sentado en su pupitre de clase, y le espeta algo así:
     – Oiga, ¿qué hace con la corbata? ¿No ha leído el reglamento sobre el vestuario?
     En esto, Will, con cara divertida, extrae del bolso una especie de manual que abre por una de las páginas iniciales y contesta con academicismo.
     – ¿Se refiere a este artículo que explica que la corbata debe ir correctamente anudada, pero no dice dónde?

     Tiene la ley tantos vacíos y huecos que atenerse a ella con la firmeza y la inflexión de una tabla de planchar sin hacer antes uso de la sesera supone un desatino mayor que lanzar dardos a un botón de chaleco con los ojos vendados. Como la justicia.

      Y toda esta digresión viene a cuento tras el auto de la jueza María del Carmen Serván, quien instruía la causa de los 15 inmigrantes muertos en las costas del Tarajal, por el que, primero, archiva el caso liberando de toda responsabilidad a la Guardia Civil y, segundo, como, obviamente, la culpa siempre tiene que ser de alguien para que todo quede bien resuelto, el chivo expiatorio de turno -que suele hallarse en el miembro más débil- ha resultado ser el grupo de inmigrantes, por saltarse las reglas a fin de intentar vivir más dignamente. En palabras de la magistrada, notoriamente más objetivas que las mías aunque se me siguen abriendo con ellas las carnes: “los inmigrantes asumieron el riesgo de entrar ilegalmente en territorio español por el mar a nado, en avalancha y haciendo caso omiso a las actuaciones disuasorias tanto de las fuerzas marroquíes y de la Guardia Civil». Esto debe de significar entonces que si alguien realiza un acto ilegal -y no por ello ilícito, que esa es otra cuestión-, los cuerpos y fuerzas de ‘seguridad’ del estado están autorizados para usar todos los medios a su alcance para impedirlo, pues la culpa es de los otros, onde va a parar.
      Pero el aspecto que me resulta desalentador hasta la bilis no es en sí la muerte, por terrible que sea, sino que existan excusas legales para tal atrocidad y se hable de ellas con la impunidad de un asesino a sueldo. ¿Hay alguna lógica que justifique la certeza de que 15 seres humanos hallan perdido la vida mientras un grupo de supuestos defensores de la ley les lanzaba pelotas de goma, bombas de humo y no les auxiliaba cuando los contemplaban perder sus salvavidas y hundirse en el agua? ¿En serio que la señora Serván cree que esto es lo normal en las fronteras de un país civilizado y que los ‘negros ilegales’ tienen menos derechos a que se les respete que, por ejemplo, una casta de políticos a los que no se les puede ni rodear el Congreso so pena de ir a prisión? Coño, ¿que tiene más delito un escrache que la muerte de 15 inocentes?

     Esta es una forma de lo más digna de proteger la seguridad de la nación. Me imagino a un subsahariano viendo esta noticia en su país, y acojonado, seguro, negándose ya a venir, porque puede morir y quedar tal circunstancia impune. Como si los pobres africanos fueran subnormales y no supieran de antemano que el ahogamiento entra dentro de los planes, con una probabilidad muy elevada. Eso sí, al menos ya no sufrirán el bombardeo de pelotas de goma en mitad del mar, por mucho que no pasara nada al no estar prohibido legalmente por aquel entonces no demasiado lejano, pues a raíz de lo sucedido en el Tarajal ya no pueden usarse en el agua. Sólo podrán lanzárselas a la cara con sensibilidad inaudita si se les ocurre escalar las concertinas.

«El túnel» (1948)

Sabato by Il-Pigro-Massimo

Sabato by Il-Pigro-Massimo

Hay sucesos en la vida de cada uno de nosotros que formarán parte eterna de nuestra materia gris desde el preciso instante en el que tuvieron lugar. Suelen ser aquellas cosas primerizas y poco importa si fueron desastrosas o de indescriptible disfrute, simplemente sucedieron en aquel irrepetible momento, por vez primera y por suerte o por desgracia se hicieron a sí mismas imborrables por encima del propio deseo de que así fuera: el primer beso, la primera vivienda, el primer trabajo, el primer… bueno, el primer coche, por ejemplo.

“El túnel”, del polifacético y controvertido Ernesto Sabato, ha entrado de pleno en esa indescifrable categoría (u Olimpo), de manera particular mientras regurgitaba las seis páginas de las que se compone el capítulo XIX. Es el primer libro con el que a punto he estado de abandonar su lectura gracias al mal trago que estaba pasando. Tan sólo de manera anecdótica pero igualmente intensa pude experimentar una sensación de angustia similar con las desagradables percepciones de Roquentin en “La náusea”, otra obra eminentemente filosófica con la que mucho tiene que ver esta de Sabato. Pero la crueldad deliberada y exquisita -perdón por el vocablo- de Juan Pablo Castel, asesino confeso de María Iribarne, se lleva la palma. Su mente enferma, disruptiva, bipolar y angustiosa conduce a los personajes principales de la trama a una tensión dialéctica de la que es inviable salir airoso en virtud de la recurrente estupidez celotípica y abstracta, de los insanos pensamientos de un ser que cree amarse tanto a sí mismo que en realidad se aborrece. Tan poca justificación es capaz de encontrar en sus actos a pesar de sus esfuerzos a lo largo de la novela que, de forma análoga aunque en sentido inverso a aquella puñalada que Dorian asesta al cuadro que lo ha destruido y que lo libera del mundo, Castel opta por la aniquilación de la obra que considera responsable de su mal, la declara chivo expiatorio y con lágrimas en los ojos le conduce a residir en el túnel del que jamás quiso salir: “sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo”.

El existencialismo más radical y extremo del autor argentino, tan ausente de esperanza como rebosante de desconfianza en el género humano se puede resumir en una de las primeras impresiones que con fingida sinceridad comparte Juan Pablo con el lector: “que el mundo es horrible es una verdad que no necesita demostración” y el único método que ha ideado la humanidad para sobrevivir a este supuesto dogma es la desmemoria histórica, algo que no consigue ni por asomo Castel, condenado desde la primera línea, sobre todo por sí mismo, al ostracismo y a la incomprensión de los que tanto huye.

La contradicción concienzuda del personaje es de igual forma la punzante e ideológica que persiguió a su creador a lo largo de su existencia. Autodefinido como anarquista, presidente de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) tras el fin de la dictadura, pero acusado a su vez por otros intelectuales de apoyar a Videla… Imposible es conocer si Sabato fue feliz o si recibió con implacable deseo el abrazo de la muerte, pero agradezcámosle al menos que nos haya donado las sentencias descorazonadas de “El túnel” y su descarnado nihilismo, porque a través de los pensamientos de Castel y su retorcida y sospechosa percepción de la vida (“me elogió los cuadros de tal manera que comprendí que los detestaba”) se llega a discernir con nitidez inaudita aquello que no nos hace mejores.

Curioso como dos personajes diametralmente opuestos en carácter, credo y maneras de relacionarse: Juan Pablo Castel y la desconocida de Zweig, me pueden resultar tan próximos y autodestructivos, y ambos consideran, absurdamente, que aman demasiado como si el amor sin complejos, alguna vez, pudiera ser excesivo.

Como es habitual terminamos con unos fragmentos:

“A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil.” 

“El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación: en un segundo, todo ese absurdo universo se derrumba como un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, de sus de sus acorazados, de sus tanques, de sus prisiones no fuera más que una fantasmagoría, sin más solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla.” 

    “A pesar de todo, el hombre tiene tanto apego a lo que existe, que prefiere finalmente soportar su imperfección y el dolor que causa su fealdad, antes que aniquilar la fantasmagoría con un acto de propia voluntad.”

«La gran belleza» (2013)

la grande bellezza POSTER by HerrTrudov

la grande bellezza POSTER by HerrTrudov

Si hay una novela de literatura contemporánea cáustica, dolorosa y francamente punzante con el pulular humano que solemos llamar vida es «Viaje al fin de la noche» del repudiado Céline; y si existe un filme actual que hubiera rodado sin reticencias Fellini sería sin duda «La grande bellezza», a pesar de sus excesos o precisamente en virtud de ellos, pues también eran esencia primordial en el imaginario personal del director de «La dolce vita» -con la que bastante comparte en espíritu la película que nos ocupa-, mas parece ser placer exclusivo de la crítica rendir pleitesía al consagrado mientras pone en entredicho similares recursos en otros que no lo son.

Con una cita de la obra de Céline comienza la cinta de Sorrentino, y no es casual que así lo decida el director, también guionista, pues desde el principio ha de dejar cristalino el propósito fiel al que se rinde la película: la vida. No ya su sentido profundo, su devenir presente y futuro, la casuística o la pulcritud existencial… La vida, la raíz que habría de mantenerse y que nos hace posibilitados de percibir la belleza en incontables ocasiones librándonos de lo que el filme no se cansa de repetirnos hasta el ensalmo: el esnobismo y el hedonismo extremo.

Sorrentino, como ya hiciera el nombrado Fellini -y según mi parecer destroza sistemáticamente con la exageración Almodóvar-, nos regala unos personajes extremos, curiosos y del mismo modo memorables, partiendo del sentir interior de un artista, de una persona llena hasta el hartazgo de la nada que lo rodea y que ha renunciado per se a la búsqueda de un valor más elato. Imposible se me hace no ver esa evidente similitud entre el título de la obra de Sorrentino: «La grande bellezza», y la política y socialmente incorrecta sátira reconvertida en película de culto del extravagante Marco Ferreri: «La grande bouffé», y ambas, sin llegar siquiera a rascar fondo, también hablan de lo mismo en equidistantes perspectivas: de reventar de gusto aunque en ello perdamos la vida, física o psicológicamente hablando.

Decía Lennon eso de que «la vida es aquello que nos sucede mientras nosotros andamos ocupados haciendo otros planes». Sorrentino no nos ofrece otros planes, nos llama a la reflexión, a echar raíces, y a no olvidar la primera gran belleza que percibimos y que nos invita a seguir buscándola sin imposibles, sin causas perdidas… Aferrándonos a lo que existe.

https://www.youtube.com/watch?v=YbdSk6EsxWc

«La anciana y las palomas» (1997)

Old Lady and the Pidgeons by leopinheiro

Old Lady and the Pidgeons by leopinheiro

Existen personas tocadas en cierta medida por el don de la sensibilidad, el guionista, animador y director francés Sylvain Chomet es sin duda una de ellas. Evidente admirador del cine mudo y del mimo, Chomet nos muestra en sus películas, prácticamente ausentes de diálogos, unos personajes tan duros y dolorosos como sentidos y necesitados de afecto. «La anciana y las palomas», su primera incursión en el mundo del cine, es un cortometraje de clara denuncia social, con fondos del también viñetista De Crécy, que a través de la vida de un gendarme que no tiene qué llevarse a la boca nos hace partícipes de la situación de necesidad en la que malviven muchas personas que pasan a nuestro alrededor, inventando posibilidades de subsistencia, mientras nos mantenemos ocupados en menesteres menos necesarios.

Después vendrían la curiosa «Bienvenidos a Belleville», la participación de Chomet en el largometraje colectivo «Paris, je t’aime», dónde nuevamente homenajea a los espectáculos de calle, y la última estrenada: «El ilusionista», un emotivo homenaje a la magia, a los mimos y a todo el cine del inimitable cómico de su misma nacionalidad Jacques Tati, y basada en un guion del propio actor y director, escrito a mediados de los años 50 del pasado siglo y que nunca llegó a ser producido.