Insensibles

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African Migrant’s Compass by Brandan Reynolds

    Rezaba el asqueroso dicho popular que «todas las mujeres son unas putas, menos mi madre y mi hermana». La frasecita de marras, que resulta del todo execrable en sí misma sin el más mínimo paliativo, hace referencia en parte a la máxima a la que se aferraba Don Vito Corleone cada vez que iba a liarla parda, pareciera o no un accidente:

    – La familia es la familia –con aquella voz aguardentosa que parecía que le hubieran rociado de ácido las cuerdas vocales.

    A un arraigo similar suelen acogerse las parejas y los matrimonios, puede que con algo de razón habida cuenta de lo interiorizado de tal razonamiento: si quieres que todo vaya bien en el nido de hogar, o al menos no demasiado mal, no juzgues nunca a la familia de tu cónyuge o de tu compañera. Da igual que él o ella eche pestes por su boca sobre ella. Eso es porque el roce hace el cariño y tú, incauto de ti, no tienes ni una milésima parte de roce con tus suegros, cuñados y demás familia política. Por tanto lo que vayas a soltar, seguro que no se va a interpretar desde el cariño o la ayuda, sino desde la angustia y la crítica destructiva. Zapatero a tus zapatos.

    Obviamente, esta tiranía de la familia y de los seres queridos puede generalizarse a la sociedad en general y hace, por ejemplo, que nos sintamos inmensamente más doloridos por los atentados de París o de Niza (¡qué decir de los de Barcelona a pesar del referéndum!) que por las muertes y asesinatos masivos en Siria. Identificación lo llaman: cualquier occidental comulga más con mis ideas y principios que un árabe que viene en patera o debajo de un camión. Lo de menos es que el europeo viva a 2 500 kilómetros y el árabe a menos de 500. Sigue leyendo

Mi bolsa de plástico

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    No, aunque pueda parecerlo claramente, la primera entrada del curso no va dedicada al medio ambiente, a la ecología o a los residuos tóxicos aunque fuera por aquello de la de basura que parece acumularse más en verano gracias a los turistas. No quiero crear debates sobre la turismofobia y la gentrificación.

     En realidad, voy a hablar de mi gato, Igor, y ya de paso, de las cosas que me hace pensar el felino.

     Igor es un minino gordito, negro, bastante vaguete y que sólo juega si le lanzas la bola a medio centímetro de su pata delantera. También es un gato vulnerable, el pobre, con cistitis crónica y que come un pienso que cuesta una pasta. Algún desaprensivo lo tiró de recién nacido a un contenedor, pero alguien escuchó sus maulliditos y le salvó la vida. Con menos de un mes me adoptó, porque el jefe es él, como todo amante y compañero de los gatos sabe muy bien, aunque en ocasiones se dispute el puesto con su hermano de leche Leo.

     Como en toda historia que se precie es bueno narrar un poco al inicio las características del personaje principal a fin de crear un vínculo: empatía u odio visceral, según interese. Está claro que mi interés gira únicamente alrededor del primer objetivo, aunque sólo el roce hace el cariño y en unas líneas no es muy viable conseguirlo.

     El caso es que hace un buen puñado deas dejé en el suelo de la entrada un envoltorio de plástico de unos rollos de papel para tirarlo a la primera ocasión que tuviera que salir a la calle. Igor se acercó a ponerle el hocico, asustado y huidizo, como suele actuar ante cualquier novedad, pero le puede más la curiosidad. Colocó encima las patas delanteras, luego las traseras, dejó caer su panza oronda y, hale, a dormir. Se tiró encima de la bolsa hasta antes de ayer, cuando la llevé al contenedor. Y la mar de feliz, se levantaba sólo para comer y para hacer sus necesidades.

     Puede resultar curioso para quien desconozca algunos de los comportamientos habituales de los felinos, porque es obvio que nadie obligaba a Igor a pasarse casi todo el día encima del puñetero envoltorio de 40×40. Y vivo en Córdoba, y era agosto. No hace falta ser un lince para imaginarse la calor (en femenino) que tenía que pasar la criatura acoplada ahí sin apenas moverse. Pero él tan tranquilo, relajado, ausente de estrés. De hecho cuando le cambiaba la bolsa de sitio iba detrás como en una procesión para ver dónde la soltaba. Sigue leyendo

El bolsillo

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Empty wallet by Isaac Sarver

    Manuel vive solo. O al menos eso dice él, que no es lo mismo. Metido en un local sin luz ni agua corriente y con la solicitud de empadronamiento entregada en el ayuntamiento desde hace meses a la espera de resolución. Está un poco abilortao, pero no es mala gente.

    «Entonces, como vivo solo ¿me muero de hambre?».

    Esta es la retahíla de todas las personas en su situación y que no van a recibir en la vida (al menos en la que vamos a conocer en varias decenas de años) ninguna ayuda de las administraciones públicas por no tener a nadie a cargo. En más de una ocasión, por aquello de que alguna se me riera, le he propuesto que lo suyo sería tener un hijo con el primero que pase, porque además, siendo madre soltera, lo tendría bastante más fácil a la hora de acceder a las prestaciones. Se ríen, sí, la mayoría, sobre todo cuando se me ocurre soltárselo a mujeres de cerca de 50 años, pero cuando salen por la oficina siguen con una mano delante y otra detrás sobreviviendo como buenamente pueden.

   Las compañeras de Cáritas que lo visitaron en el local le entregaron a Manuel un vale de alimentos de 40€ para irlos gastando según necesidad. O no, claro, porque lo de la necesidad es una cuestión un tanto relativa como todos hemos podido comprobar en nuestras carnes cuando nos apetece comprarnos algo y parece que no lograríamos sobrevivir sin el último disco de Sabina, la última película de Scorsese o yendo de vacaciones a Tailandia.

    A Manuel se las trae al pairo Sabina, Scorsese y visitar Tailandia, pero también tiene sus necesidades básicas. Se gastó los 40€ del ala en diez minutos. Lo dijo él, con la mayor naturalidad del mundo, no es un juicio de valor. Varios bocatas, zumos, batidos… No quise seguir preguntando, porque daba un poco de mal rollo y ya estaba la cosa cristalina, pero seguro que en tabaco y en birras caería una parte nada desdeñable de la aportación económica a la solidaridad de Cáritas Parroquial.

    Me lo dijo al miércoles siguiente del desembolso, que llevaba ya una semana más o menos sin tener para comer y me soltó sobre la marcha la ristra de vituallas que había tenido a bien comprar.

    «No tengo ni leche», se lamentó en algún momento intermedio de la conversación.

    40€, naturalmente, no dan para mucho, le contesté, pero para una persona sola dan para bastante durante una semana cuanto menos. Que si un batido cuesta el triple que un brik de leche y un zumito el doble, que si el pan y el chopped por separado suponen una inversión notablemente inferior que varios bocadillitos, y blablabla. Como era de esperar se lo tuve que explicar varias veces y, al final, no sé si llegó a entender que había sido una decisión suya en qué había empleado ese dinero, decisión la mar de respetable, pero que conllevaba a que ahora no tenía dinero y no podíamos volver a ayudarle.

    «Entonces, ¿cuándo vengo otra vez?». Sigue leyendo

«Bartleby, el escribiente» (1853)

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The Lawyer and Bartleby the Scrivener by Chpearse

     Decir que Melville es un excelente novelista supone una perogrullada tan inabarcable como la gran Muralla China. Decir después que era del mismo modo un pulcro y exquisito conocedor de la naturaleza humana sería casi quedarnos cortos. «Moby Dick», su obra cumbre poco discutida, y la potente creación del capitán Ahab dan buenas muestras de ambas dotes.

     Pero no hace falta escribir una novela de tropecientas páginas para dejar un rastro imborrable en la historia de la literatura. Basta un cuento, un relato de pocas páginas para ello, y hay quien dice que dar a luz un buen relato es más difícil que hacer lo propio con una novela. «Bartleby, el escribiente», es un ejemplo de esa grandeza embotellada en frascos pequeños.

     Y eso que se me antoja pensar que de un modo u otro, en realidad Bartleby… no existe, pues es tan sólo el reflejo de la falta de voluntad de los que no tienen voluntad; tal vez por eso sea el único «invitado» del que nada se describe y, Melville tan sólo habla de él en negación (no es esto, no es lo otro, nunca…) mientras el resto de «secundarios» (que no lo serán tanto) son definidos con precisa pulcritud según su ausencia de carácter o su exceso de celo mal enfocado. Sigue leyendo