«Bartleby, el escribiente» (1853)

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The Lawyer and Bartleby the Scrivener by Chpearse

     Decir que Melville es un excelente novelista supone una perogrullada tan inabarcable como la gran Muralla China. Decir después que era del mismo modo un pulcro y exquisito conocedor de la naturaleza humana sería casi quedarnos cortos. «Moby Dick», su obra cumbre poco discutida, y la potente creación del capitán Ahab dan buenas muestras de ambas dotes.

     Pero no hace falta escribir una novela de tropecientas páginas para dejar un rastro imborrable en la historia de la literatura. Basta un cuento, un relato de pocas páginas para ello, y hay quien dice que dar a luz un buen relato es más difícil que hacer lo propio con una novela. «Bartleby, el escribiente», es un ejemplo de esa grandeza embotellada en frascos pequeños.

     Y eso que se me antoja pensar que de un modo u otro, en realidad Bartleby… no existe, pues es tan sólo el reflejo de la falta de voluntad de los que no tienen voluntad; tal vez por eso sea el único «invitado» del que nada se describe y, Melville tan sólo habla de él en negación (no es esto, no es lo otro, nunca…) mientras el resto de «secundarios» (que no lo serán tanto) son definidos con precisa pulcritud según su ausencia de carácter o su exceso de celo mal enfocado.

     Me resultó fácil empatizar con todos, incluido el inexpresivo Bartleby, probablemente por la certeza de descubrirme igualmente tan lleno de excusas, de falsas autopromesas… que me dejan vacío frente a la necesidad de no querer tomar decisiones y estar, sin embargo, obligado a ello. Ahí entra el inexistente Bartleby, con su nihilismo excéptico, que machaconamente me recuerda un día y otro que yo también preferiría no hacerlo, como tampoco lo hace el abogado «defensor», el auténtico protagonista alterego.

    Y sí, al final, uno se siente bien, quizá porque esas cartas que le adjuntamos y proveemos como excusa/motivo al inexistente Bartleby, también nos sirven a cada uno de nosotros para justificar las nuestras, para mantenernos al margen… cuando en realidad debiera ser a la inversa: todos hemos quemado cartas, dilapidado sueños, los peores y más a menudo los propios…, por eso nos parece maravilloso creer que Bartleby existe, físicamente, porque es el motivo perfecto para seguir diciendo «preferiría no hacerlo».

     Inevitable recordar la más cruel «lo siento, no puedo evitarlo» con que el Vizconde martilleaba los oídos de la Marquesa en Las amistades Peligrosas.

     Podéis descargar el relato completo pinchando aquí.

     Y para terminar, dejamos un fragmento.

    «In primis, soy un hombre a quien desde su juventud le ha invadido una profunda convicción, la de que la mejor forma de vida es la más sencilla. Por eso, aunque pertenezco a una profesión que ha sido de siempre muy activa y excitante, llegando incluso a cundir el pánico en ocasiones, no obstante, yo no había vivido nunca nada parecido; nada que pudiera invadir mi tranquilidad. Yo soy uno de esos abogados en absoluto ambiciosos, de esos que nunca se dirigen a un jurado o que, en modo alguno, provocan un elogio público, sino que en la serena tranquilidad de una cómoda guarida, saco adelante un cómodo negocio entre préstamos, hipotecas y títulos de propiedad de gente rica. Todos los que me conocen, me consideran un hombre excepcionalmente sensato. El difunto John Jacob Astor, un personaje poco dado al entusiasmo poético, no dudó en decir que mi primera y gran cualidad era la prudencia, y la segunda el método. No lo digo por vanidad; tan solo quiero dejar constancia de que si no me quedé sin empleo en el ámbito de mi profesión fue gracias al difunto John Jacob Astor, nombre, lo admito, que me encanta repetir, pues tiene una musicalidad redondeada y orbicular que suena a lingotes de oro y plata. Me tomaré la libertad de añadir que la buena opinión del difunto John Jacob Astor no me resultaba indiferente. En la etapa anterior al momento en que comienza esta breve historia, mi trabajo se había visto incrementado notablemente. Me habían asignado la antigua oficina, inexistente ahora en el estado de Nueva York, del Secretario del Tribunal de la Equidad. No era una oficina muy difícil de llevar, pero sí muy bien y gratamente remunerada. Yo me sulfuro en contadas ocasiones y en menos, incluso, me permito cóleras violentas ante injusticias o escándalos; pero ahora me van a permitir que muestre cierta impetuosidad y que proclame que la repentina y violenta supresión de la Oficina del Secretario del Tribunal de la Equidad, con la adopción de la nueva Constitución, fue en mi opinión un… decreto prematuro, en tanto en cuanto yo había contado con el usufructo de las ganancias para toda la vida y tan sólo me pude beneficiar durante unos pocos años —muy pocos—. Pero ése es otro asunto».