Elogio de la debilidad*

6201067601_d834776263_b

«Blame the system not the victim», by Peter

     Justo a mediados de los 60, el sociólogo William Ryan vio publicada su obra «Blaming the Victim» (Culpar a la víctima, en su traducción al castellano). La teoría expuesta es de lo más sencilla y se basa en la actitud de considerar responsables casi exclusivas de su propia situación a las víctimas de abusos y de violencias descargando de tales actos a terceras partes implicadas. No fue en 1965 la primera vez que la sociología, la antropología o la sicología hacían referencia a este concepto, pero podríamos decir que se llegó a la concreción del término. Normal el éxito que tuvo el libro de marras y que la cuña llegue hasta nuestros días, porque si equivocarse es humano, lo es más echarle la culpa a otro.

     Aunque una de las situaciones en las que se aprecia con meridiana claridad la culpabilización de la víctima se da en los casos de violación -como está sucediendo desvergonzada y cruelmente en toda la parafernalia mediática que rodea al juicio a la manada– no es difícil descubrir determinados patrones que son comunes y generalizados dentro de una sociedad enferma hasta el éxtasis.

  • Las mujeres son culpables porque visten como putas

  • Los pobres viven como viven porque son unos vagos que están acostumbrados a pedir

  • Los niños suspenden porque no se esfuerzan

  • A los inmigrantes se les machaca en la frontera porque vienen a quitarnos el trabajo

  • Los abuelos de las preferentes es que tenían que haber leído bien la letra chica

  • La peña que quería votar el primero de octubre y recibió una tunda de palos es que estaba participando en un referéndum ilegal

  • El nene o la nena que sufre bullying es que es un manteca

  • Y el galgo acaba colgado de un árbol porque ya no sirve para cazar.

Sigue leyendo

Don Gilipollas

Las_clases_sociales_chilenas_-_Luis-Fernando-Rojas

Las clases sociales chilenas, por Luis Fernando Rojas

    El sábado pasado estuve de minireunión en la parroquia; alrededor de media hora duró la cosa. De cuatro pegos mal contados hablamos, pero como eran importantes había que hacer de tripas corazón y revertir el deseo de no salir de casa con la que estaba cayendo.

     De qué fue el encuentro es lo de menos, pero volví a ser consciente de lo tonticos que somos a veces sin darnos cuenta y la de anuncios que hacemos de nuestra forma de entender la sociedad y las relaciones humanas con que el oyente esté un poco atento sin tener que ser filólogo de la lengua.

     Agustín es un cura joven de mi pueblo al que no veía hace años, hasta lustros podría decir sin usar la más mínima hipérbole. Lo de usar el adjetivo joven puede deberse a que tiene mi edad y, como todo el mundo sabe, sólo son mayores las personas que tienen más años que uno. La chapa consistía en explicar al respetable, compuesto por el Consejo Pastoral, el equipo de evangelización y el párroco, en qué iban a consistir determinadas visitas por el barrio a fin de llevar a buen término una especie de actividad misionera. Así, a bote pronto, frases sueltas:

     –La idea es que vosotros vayáis formando las parejas en esta semana y ya habláis con Don Antonio…

     –Fulanito puede ir haciendo los emblemas, que seguro que no tarda nada…

     –Menganito que se encargue de…

     –Podéis hacer la misa de envío el fin de semana y si Don Antonio…

     La retahíla de frases de similar hechura que podría compartir de aquella media horita resultaría de lo más jartible incluso para un santo de descomunal paciencia y como creo que me voy a hacer entender, trataré de no ponerme más pesado. Estaríamos en aquel salón unas diez personas, hombres y mujeres de diferentes edades y categorías sociales, y resulta que la única que merecía el título honorífico de don fue Don Antonio. Seguro que no hace falta falta romperse los cuernos para saber quién era Don Antonio. Sí, sí, el párroco, que no creo yo que se acostumbre a tanta parafernalia por más cera que le unten. Sigue leyendo

Sinceridad a mansalva

serveimage

     Desde chico escuchábamos decirlo. Aquello de que los niños y los borrachos dicen la verdad. Será que, por aquel entonces, nadie había oído hablar del Alzheimer, porque si existe una persona que diga la verdad, o al menos su verdad sin tapujos ni ponerle flores no vaya alguien a sentirse mal, es un enfermo de Alzheimer. Dice incluso aquellas cosas que de toda la vida se había callado por vete tú a saber qué idea preconcebida. Por ejemplo: «¡qué simpático es tu marido, hija!», aunque te caiga como una patada en los ovarios y sólo lo muestres cuando tienes la cabeza ida el 75% del tiempo.

     No pretende ser esta entrada una vanagloria de la sinceridad a mansalva, como si se viera uno en la santa obligación de soltar por la boca todo lo que se le ocurra, caigan o no caigan propios y extraños, porque la verdad tiene que estar por encima de todas las cosas a imagen de un Dios de consecuencias imprevisibles. No, no es necesaria la crueldad, pero menos lo es la estulticia, y el mentir de tal forma y manera, dejándonos llevar por subjetivos condicionamientos sociales y culturales o por salir airosos e impolutos de en medio de un conflicto, que hasta acabemos creyendo que nuestras falsedades son verdad o, al menos, mentiras necesarias. Tampoco soy yo de los que cree y confía en las mentiras piadosas, que suelen serlo casi siempre para quien las dice.

     El jueves salimos a ver un par de los patios que formaban parte del Festival FLORA con las personas mayores de la residencia. La cosa era simple: ocho artistas internacionales se dedicaron a adornar con motivos florales igual número de patios de la capital cordobesa. Desde diferentes perspectivas históricas, culturales… y esas cosas que dicen las instituciones para darse importancia. Patricio fue una de las personas que quiso –o eso nos dijo en ese 25% del tiempo que decide las cosas– acompañarnos. Hay que desplazarlo en silla de ruedas y era yo quien lo llevaba de aquí para allá intercambiando pareceres de la manera más informal y anárquica que alguien pueda imaginar.

     Llegamos a la creación expuesta en la Fundación Antonio Gala. En el centro de un patio andaluz rodeado de un atrio de hermosos arcos de corte neoclásico. Junto a la fuente, el artista, de cuyo nombre no logro acordarme, había colocado de forma desordenada dos enormes ramas secas de árbol adornadas con flores naturales –concretamente buganvillas y orquídeas- y posadas ambas sobre una alfombra de musgo natural. Sigue leyendo

Los pobres y sus vicios

Justice,_with_Virtue_and_Vice

Justicia, con Virtud y Vicio (Antiguo Palacio de Justicia de Brujas, Bélgica), por Tony Grist

    Hoy toca ser breve. Lo mismo porque lo he repetido más de una vez, pero es que cada vez que alguien saca el temita me toca mucho la moral (me he vuelto fino tras las cargas policiales contra el referéndum, no vayan a encarcelarme por pervertir oídos pre-púberes). Se trata de los pobres y de sus vicios, claro, de lo poco sensatos que son y de su tremebunda falta de responsabilidad.

    Es una de las muchas cosas malas que tiene ser pobre, que no se pueden tener ni vicios. Bueno, en realidad lo que no se puede tener es ocio, porque con lo de los vicios y el ocio suele suceder como con las manías y las costumbres. Las mías son costumbres, las de los demás, manías: «tengo la sana costumbre de fregar después de comer», «tiene la manía de tener que fregar en cuanto terminamos de comer». Será que nunca he llegado a entender del todo -en determinadas circunstancias que provienen bastante más del interés personal que del hecho de estar en un campo de exterminio- la llamada ética de situación.

    Así, el ocio del rico (o de la clase media, o de la clase trabajadora…) se convierte inmediatamente en vicio en la vida del pobre, por arte de magia. Y es que el desarrollo moral y sus procesos mentales son idénticos a los que se dan en la política: «cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje» (Aldous Huxley). Sigue leyendo