Si hay una frase que he escuchado en mi entorno con metódica insistencia es aquella de que «el dinero no es lo importante». O similares, claro, que no todo el mundo expresa igual su independencia afectiva del vil metal: «no me preocupa el dinero», «el dinero no nos da la felicidad»… Las he oído en colectivos alternativos, en mi curro, en la parroquia, en el grupo de amigos. El caso es que este tipo de expresiones sólo han salido de los labios de gente como yo que no sentimos la más mínima inquietud por el dinero ni le damos importancia porque lo tenemos. Suena tan sarcástico como si un funcionario nos soltara que no le preocupa el empleo. No te jode.
Pero a las gitanas del barrio que pasan cada semana por Cáritas, a las personas inmigrantes que llegan a nuestro país con la esperanza de mandarle pelas a los nenes que ha dejado al otro lado de los 14 kilómetros, a los padres y madres de familia en paro a quienes se les va a acabar el salario social el mes que viene… a todos esos sí que les preocupa el dinero; bastante. Será que no tienen tan claro como nosotros la escala de valores.
En estas situaciones no puedo evitar acordarme del conocido cuento de las dos gallinas:
«El cura del pueblo ha reunido a toda la comunidad para hablarles de la solidaridad.
–He notado -les dice- que cada día os volvéis más mezquinos, más codiciosos, más avaros y más egoístas. En lugar de seguir el camino de la palabra de Dios que intento predicar, vivís acumulando cosas materiales y posesiones que como os he dicho miles de veces, no podréis llevaros el día que llegue vuestra hora.
La comunidad entera bajó la cabeza avergonzada y el cura se animó a seguir.
–Las enseñanzas que os trato de transmitir son claras y breves. De los siete pecados capitales, la codicia es el más dañino.
Silencio en la sala.
–Estamos en la casa de Dios y lo que aquí sea dicho será anotado en vuestro libro de la vida como vuestro compromiso.
Más silencio.
–A ver tú, Santiago, contéstame con sinceridad. Si tú tuvieras dos casas y tu vecino Ramiro no tuviera ninguna ¿qué harías?
Santiago se pone de pie y con el sombrero en la mano se anima a contestar:
–Pues yo le daría una casa a Ramiro, padre.
–¡Muy bien! ¿Y si tuvieras dos automóviles?
–¿Dos automóviles? Uno para mí y otro para Ramiro.
–Muy bien, Santiago. Así me gusta.
La gente comenta y murmura. Santiago se siente agrandado por el beneplácito del cura frente a sus respuestas. El padre decide seguir su prédica por esa línea.
–¿Y si tuvieras dos millones?
–¿Dos millones? -se anima Santiago con energía- un millón para Ramiro y otro millón para mí.
–¿Y si tuvieras dos gallinas?
Se produce un incómodo silencio que rompe el clima de las preguntas y las inmediatas respuestas. El cura vuelve a hacer la pregunta:
–Santiago, ¿y si tuvieras dos gallinas?
Santiago vuelve a bajar la cabeza y finalmente contesta:
–Sinceramente, padre, no sé. En ese caso, no sé.
–Pero cómo puede ser, Santiago. Piensa. Si tuvieras dos casas, una para ti, otra para tu vecino, dos automóviles, uno para ti, otro para tu vecino, dos millones uno para ti, otro para el vecino… y dos gallinas no sabes, ¿cómo puede ser?
–Es fácil, padre. Yo no tengo dos casas, ni dos coches y menos dos millones… ¡Pero dos gallinas sí que tengo!».