Sólo un dictador puede normalizar lo impensable: Publican nuevos audios sobre el comportamiento totalitario y mafioso de Fernández Díaz
Recordemos a Franklin D. Roosevelt:
«Puede que Somoza sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».
Sólo un dictador puede normalizar lo impensable: Publican nuevos audios sobre el comportamiento totalitario y mafioso de Fernández Díaz
Recordemos a Franklin D. Roosevelt:
«Puede que Somoza sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».
Como todo el mundo sabe y ha experimentado en alguna ocasión tras alguna pregunta de lo más común tipo “¿y de qué va?”, hay películas que si las explicas te las cargas. Además estilo ametralladora, la agujereas tanto que no hay ni por donde pillarlas. El caso es que en la mayoría de las ocasiones la dificultad no estriba tanto en la complejidad de la historia o en que no se haya uno enterado de la misa la media, sino precisamente en que el argumento es tan básico y el filme tan apabullante que lo absolutamente ineludible es echarle el ojo. Y eso, no se puede explicar con doctas palabras.
“El hijo de Saúl” es un ejemplo, así que apenas voy a compartir cuatro frases mal dichas con las que apenas lograré hacer un esbozo de la originalidad de planteamiento acerca de los campos de exterminio que nos muestra László Nemes con la sequedad y mal rollo de un desierto habitado sólo por escorpiones y arañas.
El enfoque y el estilo sin brillantes y consiguen -sin resquicio para la duda- lo que el director pretende desde el primer fotograma. Una constante cámara subjetiva nos sitúa en la perspectiva de Saul, un judío miembro de un Sonderkommando en Auschwitz- y en su necesidad de percibir todo lo que le rodea de manera difusa. Los segundos planos de cadáveres, muertes… se nos muestran de manera metódica prácticamente desenfocados. Incluso los sonidos y conversaciones ajenas al protagonista suelen aparecer siempre fuera de campo. Como ya sucediera en la más star system “La lista de Schindler” en un momento de la cinta, no sabemos si por locura transitoria o con base real, Saul individualiza la tragedia que está sucediendo a su alrededor y se aferra a ese tizón ardiendo como a la única esperanza de salvar su alma.
Sólo en la secuencia final la cámara subjetiva pasa a otro personaje que observa la escena y, como en un cruel eterno retorno, parece matar el anhelo de Saul, quizá el de todo espectador que se asoma al filme y nos hace ser indeseados partícipes del caos. Sigue leyendo
Ronda los cincuenta y cinco años, y desde hace más de quince reside en España, el país de las falsas oportunidades. En un pueblecito de los Andes donde impartía clases se dejó querer por un español que trabajaba para una ONG de desarrollo; se enamoraron y decidieron abandonar Perú para afincarse en la tierra del odiado Pizarro. Tras no demasiadas dudas -debido principalmente al permiso de residencia y demás gaitas, sólo de conspicuas exigencias para quien no sea deportista de élite-, optaron por contraer matrimonio antes de partir.
Fueron amargas las despedidas, principalmente hacia unos progenitores en la senectud -el padre muy enfermo- a los que no sabía cuando volvería a ver. Lloraban el resto de sus hermanas, como si fuera a desplomarse el universo sobre sus melancólicas cabezas, aun sabiendo que no habría lluvia que despojara la realidad de su inmediato cumplimiento.
Las únicas veces que Alina ha podido abrazar de nuevo a sus padres en estos tres lustros no ha sido, desde luego, gracias a las bondades de la tierra de las oportunidades, que se sigue comportando con los extranjeros igual que lo hiciera Pizarro hace cuatrocientos años en tierra ajena cuando el extranjero era él. La última vez que regresó a Perú fue para el funeral del padre, teniendo que renunciar a su sueldo durante quince días.
España no es ni madrastra, es una miserable criatura que sólo adopta en virtud de la cartera y consigue que la reina de Blancanieves parezca un hada madrina. Ni Lovecraft en su imaginario hubiera ideado un monstruo informe y repugnante capaz de producir tanta grima.
La puta (pura) realidad es que para que las hermanas de Alina puedan venir a este apestoso estado -que no sería capaz de limpiar ni Yahvé sumergiéndolo siete veces en el Jordán– las condiciones que se les exigen son tan portentosas como los Doce Trabajos de Hércules. Me conformaré con compartir una, la más surrealista, estúpida, taimada, aberrante y que deja bien a las claras -si es que había dudas- el espíritu mercantilista e inhumano de la pérfida Europa. Sigue leyendo
Si existe una novela que me haya embargado de una profunda tristeza al terminar sus páginas es, sin duda, “La muerte de Artemio Cruz”. Una obra polifónica de desencanto, de pobreza, caciques… de valores revolucionarios perdidos o, aún peor, trasnochados y mudados al otro lado del espectro bajo demasiado humanas justificaciones.
Tal vez la propia vida -tan activa como confusa políticamente- de su autor Carlos Fuentes pueda servir de cueva y refugio acerca de lo que un ser humano está o no dispuesto a conceder para salir indemne que no airoso, al menos de manera temporal, ante los envites cáusticos de la puta realidad. Decía el dicho aquello de que si uno no vive como piensa acaba pensando como vive y puede que sea cierto que nada sea realmente obligado y sometido a un cruel destino, puede que en cierta medida todos seamos víctimas y/o verdugos del libre albedrío, pero desde luego no envidio a Artemio Cruz. La víctima y el verdugo, donde el pasado, el presente y el futuro se fragmentan y entremezclan de manera magnífica en un uso particular de la tercera, primera y segunda persona del singular respectivamente y de manera alterna en cada uno de sus doce capítulos. Narrador omnisciente, individuo y conciencia entremezclados en lo que fue, lo que es y lo que pudo/deseó haber sido.
Pero ya digo que no envidio a Artemio Cruz, por más que un genial círculo de eterno retorno nos haga recordar que en cada muerte hay un nacimiento, que nada está escrito de antemano, que hay posibilidades de comenzar de nuevo en medio de la mugre: “tiempo que se llenará de vida, de actos, de ideas, pero que jamás será un flujo inexorable entre el primer hito del pasado y el último del porvenir”, comenta el narrador en las páginas finales del libro. No envidio a Artemio Cruz, porque debe de ser terrible haber perdido la esperanza demasiado pronto y arrepentirse demasiado tarde. No quiero exhalar mi último aliento viendo mi vida como un cúmulo de decisiones que no me han hecho feliz ni a mí ni a los que me han rodeado.
¿Lo he dicho? No envidio a Artemio Cruz, aunque en lo más profundo quiero creer que el pobre Artemio, se arrepienta o no, lo justifique o no, sabe de sus muchos errores, al menos el de haber perdido a la única mujer que amó y por la que fue amado. Sigue leyendo