«Transmetropolitan» (1997-2002)

Transmetropolitan, nº 8

     El escritor británico Warren Ellis puede presumir del gozar del alto honor (al menos así lo contempla quien escribe estas líneas) de contar en su haber con varias series regulares de cómics que han sido censuradas en Estados Unidos y que ninguno de los grandes estudios (léase Marvel o DC) osaron publicar bajo sus sellos principales, no fueran a revolucionarse sus afectados seguidores y seguidoras del lado más reaccionario, quienes en el mundo de los cómics estadounidenses son legión. «The Authority» o «Hellblazer» son dos ejemplos clásicos de lo que no se debe de hacer en el formato superheroico si tu intención es publicar abiertamente con Marvel o DC.

     El artista Darick Robertson puede presumir casi de lo mismo, con dos series «relegadas» a ser publicadas por los sellos de la DC menos reconocidos cuyos lectores ya saben a qué atenerse si deciden adentrarse en sus tiras. «The Boys», con los guiones del también enfant terrible Garth Ennis, puede ser en el caso de Robertson su particular paradigma.

     A estos dos chicos díscolos les dio por juntarse a finales de la década de los 90 y nació «Transmetropolitan», una enormidad cyberpunk que no es fácil de apreciar en toda su grandeza y esplendor, entre otras cosas porque es bastante sencillo que su personaje principal, el periodista medio pirado, medio anarquista, medio drogado, medio machista Spider Jerusalem te caiga durante buena parte de la serie como una patada en las partes nobles. Es lo que tienen las personas que se sienten libres para hacer lo que le sale del papo, sobre todo si hablamos de futuros cercanos distópicos, que del amor al odio solo hay un cuarto de paso. Como la trama era un tanto rara y peliaguda, los primeros dice números fueron publicados por DC a través de la recién creada Helix, que desapareció al poco tiempo, pasando posteriormente a Vértigo siendo la única serie que sobrevivió. Sigue leyendo

Libertad y poder

    Habida cuenta de que, a lo largo de la historia, decenas de personas colmadas de erudición (sea en el ámbito de la psicología, de la sociología o de la filosofía) han elucubrado concienzudamente acerca del tema del poder y de la libertad, no voy yo, mindundi donde los haya, a hacer un tratado sobre ambas cuestiones. Aparte de aburrir al personal, sería harto probable que la entrada de la semana diera para doce meses, así que me contentaré de entrada con poner un ejemplo sencillo que ayude a concretar a qué me refiero cuando hago uso de cada uno de los términos y cuál será el sentido que emplee en el texto posterior.

     Ejemplo: el que suscribe afirma con toda rotundidad que no tiene la libertad para comprarse un Bugatti Centodieci. Quien me conoce, afirmaría a su vez que, ciertamente, más allá de juicios morales o de que no me dejara mi padre, mi pareja o mi… editor, simplemente no dispongo de ocho millones de euros sueltos para hacerme cargo del coste, ni en cómodos plazos, por tanto, no tengo dicha opción y no soy libre de ejercerla. La otra posibilidad de expresar la misma realidad y que, probablemente, conduciría a menos equívocos, sería aseverar, con idéntica rotundidad, que no puedo comprarme el Bugatti de marras. Punto pelota. Cierto que alguna persona redicha podría hilar fino y preguntarme si el motivo es que ya no quedan unidades, pero lo normal es no llegar a ese nivel de estulticia.

     Una vez sentadas las bases y después de observar la insoportable libertad con la que actúan determinados señoritingos y señoritingas me siento con la responsabilidad de compartir mi firme convicción de que es imposible ser cobarde y libre. En realidad, este hecho poco cuestionable, afecta tanto a esas personas de postín como a los mindundis como yo, pero si introducimos la variable del poder de la que antes hablaba veremos que la facilidad para comprobar la hipótesis es directamente proporcional al poder que se tiene. Vamos al asunto con numerosos casos prácticos:

  • Díaz Ayuso es libre de mandar un protocolo sobre la no derivación a hospitales de determinados pacientes residenciales afectados por COVID-19.

  • El oficial Derek Chauvin es libre de asfixiar hasta la muerte al ciudadano afrodescendiente George Floyd.

  • Santiago Abascal y sus acólitos son libres de difundir fake news por las redes sociales o de lanzar el bulo de que el Ingreso Mínimo Vital supondrá un efecto llamada para la población inmigrante.

  • El monarca emérito es libre de recibir 100 millones de euros del Rey Abdulá tras haber firmado un acuerdo bilateral con Arabia Saudí.

     Pues va a ser que no, que no son libres, aunque lo pueda parecer, y ahí radica la diferencia fundamental entre ser una persona libre o una poderosa. La persona que dispone de la capacidad de ejercer el poder sobre otras y posee los suficientes datos como para suponer que dicha acción no le acarreará efectos negativos jamás sabrá si es libre, porque al no sentir miedo a dichas consecuencias jamás sabrá con certeza si en realidad actúa como un cobarde ni cuál es el valor real que le otorga a sus convicciones. Sigue leyendo

Prohibir el suicidio

    A todas y cada una de las almas de bien pro-vida, repletas de preocupación por la dignidad de todo ser humano, y de manera preferencial de aquellas personas con paraplejía, tetraplejía o enfermedad terminal que deben de vivir por cojones (o porque lo dice Dios Todopoderoso, que no sé qué es peor).

    Tengo una mala noticia que transmitiros. Mala no, nefasta. Allá voy, y espero que sepáis entender que esta información la digo por un bien, porque se os escapan las mejores y algo habrá que hacer: el suicidio no es delito en España; digo más, la tentativa de suicidio, tampoco.

    Ya, habráse visto, ¿verdad? Vergüenza de país. ¿Cómo es posible que cualquiera pueda tirarse por un balcón, colgarse de una viga, cortarse las venas o tragarse un bote de pastillas y que nadie haga nada? Además es la primera causa de muerte no natural en España: cerca de 3.700 personas se quitaron la vida en 2017 (que suele ser la media anual) y, encima, ¡la mayoría hombres! ¡Un 70%! Y vosotros, peña de la derecha y de la ultraderecha, preocupados por la minucia de la eutanasia y el suicidio asistido. Moco de pavo, lo que hay que hacer es legislar cuanto antes para que el suicidio esté penado, y ¿qué más dan las causas (desahucios, situación de paro, pobreza, exclusión…)? Lo importante es la sacralidad del derecho a la vida. Que te tiras de un puente y sobrevives, al talego, hubieras estado más espabilao y te hubieses lanzado desde un noveno piso. Lo que no puede permitirse en una democracia que se precie de serlo es que casi todo el mundo se pueda suicidar cómodamente sin tener consecuencias penales y ahora nos dediquemos a condenar sin tapujos a otra parte de la población que para poder hacerlo necesita un empujoncito (perdonad el chiste fácil, pero es que venía a huevo). Sigue leyendo

«El quinto sello» (1976)

     Escribo estas líneas antes de saber lo más mínimo del resultado de las cuartas elecciones generales en cuatro años (que se dice pronto), y con parecidos interés y preocupación acerca del resultado. No sé si todos son iguales, pero lo que sí que acierto a ver es que sea el color que sea el que enarbola la bandera de la democracia, cuando llegan arriba lo que desean es mantenerse a toda costa porque, por supuesto, lo hacen mejor que los demás. A ese «a toda costa» hace bastante referencia la película que me dio por ver ayer durante la rancia y abstrusa costumbre (incomprensible hoy día) de la jornada de reflexión: «El quinto sello», del demoledor director húngaro Zoltán Fábri. Porque su premisa: la generosa y poco consciente idea de todo ser humano acerca de desear ser aquello a lo que aspira éticamente por más que suela ser golpeada por chutes de realismo impertinente, esa premisa resulta indispensable para entender en toda su extensión lo terrible de sus últimos treinta minutos. En ese preciso instante es cuando el filme de Fábri desemboca en lo que es el goce de toda persona suscrita al poder, tenga más o menos consciencia de su crueldad, que se torna en el manual del buen fascista y que, por desgracia, su fin primigenio suele ser idéntico: que la masa no solo tenga miedo(a mí o a mi enemigo), sino que no lo quede más remedio que casi agradecérmelo. Sigue leyendo