No quiero que me crucifiquen con coronas de cristal,
que cuelguen en mi pobre cruz sus lienzos de tergal.
No quiero ser Ecco Homo con mantos de fino oro
y báculo en bruñido metal.
Ni que sus lágrimas de madre se conviertan en diamantes cuando ya la seriedad
no es por la sangre derramada en honor y por amor a la verdad.
Ni quiero sacrificios ni holocaustos con sabor a anís
ni falsas penitencias de aprendices de faquir.
No quiero sentir mis manos, ni ver mis pies clavados
en una cruz grabada en marfil,
mientras millones de hermanos se consumen en pedazos por que la necesidad
de sus vidas se malgasta y se marchita con dinero espiritual.
No se puede cimentar el amor a Dios sobre doradas catedrales,
ni explorar el manantial de la fe con costosas imágenes.
¿Dónde está la sencillez? La humildad se ha perdido, sólo queda el Rey.
Pero mi Reino no era de este mundo, jamás he buscado el poder.
No quiero ver mi cuerpo convertido en burda exposición
de ricos Monumentos vanagloria de su autor.
No puedo entender las voces ni tantas peleas o roces
por llevarme a hombro hasta Dios,
cuando temen inclinarse humildemente por las calles ante la sagrada faz
de tanto cristo que perece o que parece estar a punto de expirar.
No quiero plañideras con bordados pañuelos de tul,
más vale amar a oscuras que llorar a plena luz.
No sé contemplarte, madre, arropada en purpúreos trajes
con siete dagas contra tu cruz,
cuando sé que más te duele como tratan a las gentes que por la desigualdad
sobreviven con cien dagas incrustadas en su cruda realidad.
No se puede cimentar el amor a Dios sobre doradas catedrales,
ni explorar el manantial de la fe con costosas imágenes.
¿Dónde está la sencillez? La humildad se ha perdido, sólo queda el Rey.
Pero mi Reino no era de este mundo, jamás he buscado el poder.