Meritocracia

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FEAT by YUK-buitar

     Me hallaba en esa hora intermedia, ni temprana ni tardía, en la que una interrupción, por leve que fuera, podría desestabilizar mi consagrada puntualidad a la hora de dar inicio a la primera sesión del taller de promoción de familias. Faltaba un matrimonio por hacer acto de presencia y fue Manuela, la esposa, quien, con cara dispersa y forzada sonrisa de torniquete, me hizo un gesto locuaz para que saliera un momento de la sala. Se encogió de hombros mientras le quitaba el seguro a la boca.

     – Mi marido… está ahí fuera, en la esquina.

     Como si encogerse de hombros fuera tan contagioso como un bostezo copié el gesto y puse cara de no entender ni jota.

     – Nada, que no quiere entrar.

     Supongo que mi semblante parcialmente adusto fue el que le borró la sonrisa bobalicona de la cara. Abrió de nuevo la boca sin seguro de accidente, pero antes de dar pábulo a explicaciones probablemente poco convincentes me dio por recordarle uno de los criterios básicos para asistir al taller y cobrar los pertinentes cien euros al mes.

      – Tenéis que venir los dos. Ya os lo dije.

    Entonces estalló la bomba, que sonó en los labios de Manuela como una justificación imposible.

     – Es que ha visto que vienen gitanos y es que no puede con los gitanos.

    Respiré hondo, a niveles que podrían haberme hecho batir el récord de profundidad a pulmón libre, y tragándome un exabrupto, dejé que tratara de explicar lo inexplicable.

     – No sé, ya se lo he dicho, pero es que no puede ni sentarse a su lado, ni estar la misma habitación.

     Fui pragmático, en grado sumo.

    – Pues vosotros veréis las prioridades. Si le puede más el malestar que la necesidad ya sabéis que os cerramos ficha y por el momento no os volvemos a ayudar económicamente.

    Salió la mujer a la calle, a convencerlo se supone, resoplando y refunfuñando como un fuelle oxidado. Ni qué decir tiene que no regresaron. Ni ella ni mucho menos el marido. Cuando no hay explicación lo mejor es no darla.

     La única característica que diferenciaba a esta familia de aquellas otras que juzgaba era el color de su piel.

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«Ángeles con alas de barro»

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Un ángel caído, de Giambattista Tiepolo, cerca de 1752

    José Luis tiene esa edad indeterminada de la persona adicta con dientes cariados, delgadez famélica de pómulos hundidos e indómito nerviosismo. No lo dice, pero entre dentro de los planes menos dúctiles que tenga VIH; todos sus amigos del barrio o han muerto de un mal pico o como consecuencia del «bicho». En los últimos quince años lleva tanto tiempo entrando y saliendo del trullo que sus pies se saben el camino de memoria. Metadona de 25 mg, algún que otro canuto y un par de birras cuando se encarta, pero según su proceso mental lleva un año sin meterse nada, algo que, en un barrio como el que habita, supone tanta fuerza de voluntad como la de un mal obispo en la santa obligación de perdonar las culpas a un apóstata.

    Llegó a la oficina acompañado por su madre, una mujer de edad aún más indeterminada en virtud de las malas noches, días y hasta segundos, pero que no pierde la esperanza en la reconciliación por más que su cara sea una oda a la increencia. «Nesesito hasé argo, no pueo está tor día en el barrio sin hasé ná. De lo que sea; me gusta la jardinería, pero pueo hasé de to«, dice José Luis, y la madre lo observa con tristeza ignota y lo escucha maldecir casi sin querer a su padre, que nunca lo ha querido, y ella no lo afirma, pero tampoco lo niega, lo que suele ser otorgarle un espacio infinito a la verdad.

    Quedé con él otro día, tras algunas gestiones con unas personas la mar de sensibles que llevaban un huerto tradicional, le di diez euros para un bonobús, indicándole que iban a recogerle en una parada a las afueras y que demostrara al mundo que podía confiar en él. Su felicidad era directamente proporcional a su falta de voluntad, tan común en las personas resistentes al cambio o con demasiadas cargas sociales a cuestas. Ni qué decir tiene que no fue al huerto, que tuve que localizar a la madre para tratar de seguir deshaciendo el entuerto -nada debe darse por perdido- y que aún confío en que venga otro día a la oficina, a pedir disculpas, devolverme los diez euros cuando cobre su mísera paga o traerme el tique de haber comprado el bonobús y que decida ir de voluntario a un sitio mejor que el que lo rodea.

    Soy un iluso, es probable, pero no necesitan confianza las personas con una sana autoestima, sino los tirados de la vida, los que nunca tuvieron esa experiencia. No todos los ángeles nacieron con idénticas alas.

    Esta primera versión en directo del tema «Ángeles con alas de barro» (2002) es, curiosamente, de un concierto en la Comunidad Terapéutica de personas en rehabilitación con las que compartí vida y aprendí a vivirla durante varios años.

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Solidaria Navidad

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Solidarity of Winter, por FramedByNature

A las personas refugiadas
a las migrantes
a las excluidas
a quienes viven al margen
a los gays y a las lesbianas
a las mujeres maltratadas
a los niños esclavos que no dejarán de trabajar o portarán una metralleta en vez de un libro

a los perseguidos por anunciar la justicia
por denunciar la injusticia
a los malditos que debieran ser benditos
a quienes se cansan pero siguen en la brecha
a la intrahistoria
a los políticos dignos -y coherentes- si los hubiera…

a los hombres y las mujeres de bien.

Las elecciones y mis prioritarias sandeces

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Stop Electing Idiots, por Noveoko

Me dicen mis amigos que soy un radical. Mis enemigos ya lo comentaban hace tiempo.

    Comentan, entre otras muchas cosas, que soy más inocente que una piruleta por creer que las cosas van a ir a mejor por el mero hecho de que decida no colaborar con ellas. Y eso que ya saben de sobra que, en realidad, me importa bastante más hacer lo que considero justo aunque supuestamente pueda servir de poco.

     Me sueltan eso de que es una pavada luchar contra la sociedad de consumo, que no la cambia ya ni Merlín, porque está engarzada en nuestros corazones igual que el mejor de los diamantes. Y que el alumbrado navideño ayuda al comercio, a que la gente consuma y podamos salir de la crisis, y da puestos de trabajo, entre otras personas a quienes las ponen, claro, que si no, me aseguran, estarían en el paro y el país andaría bastante peor. Me dicen que mucha gente vive de esto, de las fiestas. Vamos, que si no, también serían pobres y habría que ayudarles. Incluso me han llegado a decir que con lo mal que están las cosas la peña al menos se alegra con las luces y hasta les ayuda a olvidarse de sus problemillas. Que gracias a que compramos de aquí y de allí, aunque sean artículos que no sirven de nada o no son necesarios, los bares siguen abiertos, y los comercios, y los supermercados…
     Confieso que he estado a un palmo de convertirme y creer que gracias al consumismo y a nuestra forma de vida la cosa no anda tan mal. Menos mal que ayer estuve en la oficina de Cáritas y algunas personas, sin comerlo ni beberlo, junto con la realidad del barrio y otras ocurrencias me recordaron mis prioridades.
    Carmen tiene una artrosis atroz en las manos que le impide trabajar. Ni ella ni su pareja tienen dinero para pagar la bombona de butano y, con esas manitas deformes, ha de fregar y ducharse con agua fría. Deben en una tienda de comestibles una cantidad de dinero nada despreciable que al menos les ha ayudado para seguir malviviendo.
     Por su lado, Encarni, su marido y su hijito de seis añitos tampoco tienen ingresos -ni fijos ni variables- y llevan alrededor de siete meses sin pagar la hipoteca de su vivienda y, aunque gracias a la ayuda de Stop Desahucios han conseguido la Dación en pago, en unos pocos meses es posible que los echen del piso. Huelga decir que, con la inmensa lista de espera de las viviendas sociales, no tienen donde meterse.
     Y luego está, por ejemplo, Manuela, que hasta hace dos días no tenía ni un colchón para dormir, pero como está en trámites de divorcio y su marido se niega a abandonar la vivienda, no puede pedir ninguna prestación porque en su domicilio figura los ingresos de la paga del marido, aunque no le pase ni una moneda de cobre.
     Cuando cerré la puerta de la oficina y salí a la calle también pude comprobar un año más, sin el más mínimo esfuerzo, que como la barriada en cuestión donde suceden tantas miserias no está en el centro y los vecinos deben de pagar menos impuestos municipales, aunque haya también muchos comercios de barrio no hay ni una puta luz de navidad que los alumbre más allá de las que cada cual haya decidido poner en sus balcones, que no son muchas.