«Se marginan ellos» (I)

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AR Demolition, by Elliott Brown

    Dice la sabiduría popular que la ignorancia es madre del atrevimiento. Una frase atribuida a tanta peña en sus diferentes formulaciones que ya tiene licencia Creative Commons de obra derivada. No voy a atreverme a negar lo evidente, pues es casi una verdad de Perogrullo el aceptar que resulta más fácil encontrar el cerebro a un cruasán que al 98% de la clase política, y hasta puede que me haya quedado corto por aquello de darle culto a la mesura como virtud ínclita. Pero lo cierto es que la ignorancia tiene una hija mucho más dañina y perversa que el atrevimiento, y es la injusticia, y asumirla como mantra, porque lo peor de la ignorancia es que se contagia a mayor velocidad que una mala gripe, porque los resultados de su virus son tan reconfortantes para el espíritu como un caldito de la abuela o una bolsa de agua caliente colocada en la cama debajo de los pies. ¿O es que existe un remedio mejor para la insolidaridad que aquel que logra liberar de toda responsabilidad?

    «Se marginan ellos solitos». Es un mantra, injusto, cruel, despiadado que se basa en la ignorancia. Al desconocimiento me siento dispuesto a darle alguna mínima oportunidad, porque acostumbra a tener los oídos bien dispuestos y le suele costar menos dar su brazo a torcer cuando lee, cuando investiga, cuando compara. La ignorancia es que no sabe ni leer y, francamente, le importa un bledo, tanto como a Clark Gable el futuro de Vivien Leigh, sólo que la ignorancia, para más inri, no llora, ni por pensar en sí misma.

    Por otro lado, no hay que olvidar que dichos mantras socio-comunitarios siguen siendo repetidos con la solidez de un martillo pilón por quienes ostentan el poder, a fin de hacer carrera con la desgraciada sentencia –también de amplio espectro mántrico y que ha sido heredada de ignorante a ignorante cual desastroso gen de tres al cuarto– de que una mentira repetida muchas veces se convierte en verdad. Sigue leyendo

La pobreza de verdad

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Power by Bateri

    La verdadera pobreza no es que con tus ingresos no puedas llegar a fin de mes.

    O andar rastreando comida por los contenedores de basura. A la puerta de un supermercado o en la zona VIP de la ciudad.

    Tampoco consiste en ser un parado de larga duración, que ya se ha comido todas las prestaciones y está esperando a cumplir los cincuenta y cinco para poder cobrar el subsidio.

    La pobreza de verdad no es, per se, haber nacido en un barrio de exclusión, en un gueto, o pertenecer a una familia con graves problemas de desestructuración. Droga, prisión, colectivo en minoría.

    No depende de que los munipas te requisen los ajos, los calcetines, el romero de la buena ventura.

    Ni de que no tenga tu madre un euro para comprarte las ceras de colores o los cuadernos que exigen en la guardería pública.

    La verdadera pobreza es saber que eres pobre y tener asumido que así va a ser por siempre jamás. La verdadera pobreza consiste en creérselo. Y pasar esa fe a los hijos, a los nietos. Negarse las pocas oportunidades que llegan, porque “total, ¿pa’ qué?”.

    La pobreza de verdad es acostumbrarse. Y confiar en que se dejará de ser pobre por tener dinero, aunque te lo fundas con complacencia en la primera semana del mes, porque “total”.

    La pobreza real es negarse la posibilidad de un cambio, porque nunca te ha sido necesario para lograr sobrevivir. Y pensar que con sobrevivir ya es bastante, que no hace falta ser feliz, o que ni siquiera es posible. Sigue leyendo

«Brutos, feos y malos» (1976)

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Ettore Scola, by raschiabarile

Decía Moisés, el cura de mi barrio, aquella frase de que “son pobres, no vamos a pedirles encima que sean buenos”.

    Aunque pudiera parecerlo, la expresión no es un paradigma acerca de las limitaciones per se de las personas en exclusión, sino una constatación a pie de calle de que debiéramos justificar con mayor gracilidad y sin el menor atisbo de duda las taras de determinados colectivos respecto a las de otros. No es lo mismo tener determinados problemas y vivir en el centro neurálgico de una gran urbe, que tenerlos y encima unirlos al hecho de vivir en mitad de un gueto a las afueras de cualquier lugar.

    Por eso, quizá por primera y única vez, no voy a recomendar a todo el mundo la película que da título a la entrada: “Brutos, feos y malos”, del peculiar Ettore Scola. Porque hay que tener mucho sentido del humor, en una curiosa mezcla de Fellini y Kusturica, para comprender su ácida y despiadada crítica hacia la sociedad del bienestar, y no mandar la cinta literalmente al carajo nada más leer el título.

    El planteamiento de cualquier espectador sensato a la hora de acercarse a esta obra de Scola no debiera ser si lo que cuenta es exagerado, grotesco, cargado de prejuicios, o si por el contrario está sujeto a la realidad. Lo pregunta que en cada escena debiera surgirnos y que respondería, con toda justicia a lo que pretende el director italiano, es por qué sucede lo que sucede. Porque lo más crudo de aquello que podemos contemplar en la pantalla es que todo, sin falta, lo he podido vivir en ese barrio en exclusión de cuyos habitantes hablaba Moisés en la primera frase de este texto: embarazos sin sentido, tres generaciones sin modificar pautas de conducta, hacinamientos, incendios provocados, bautizos tan… particulares, la pensión de la abuela. Y lo peor, esa asunción de la falta de dignidad humana: todo se perdona, todo se naturaliza… La visión de la sexualidad recuerda mucho al estilo que retrataba Emile Zola en “Germinal”. Sigue leyendo

José de Espronceda

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José de Espronceda

    Puede ser que se deba a que era de mi terruño, Badajoz, y bastante cerquita de mi pueblo natal. O a que, como buen estudiante de letras , me aprendí en BUP de memoria casi todas las estrofas de su conocidísima Canción del pirata y recitándola iba de aquí para allá puño en alto (aún hoy me la sé). O tal vez que me emociona el romanticismo, su forma visceral y apasionada de entender la vida y las relaciones, aunque ello conlleve como de fábrica la dudosa prerrogativa de morir joven…

    Pero Espronceda me cae bien, me gustan sus gustos, sus ‘canciones’ a los marginados por la sociedad: al condenado a muerte, al mendigo… al pirata, e incluso, ¿por qué no? su visión romántica de estos colectivos, aunque hoy día -si cometemos la insensatez de olvidar que fueron escritas en la primera mitad del siglo XIX- pueda parecernos condescendiente. Sería notoriamente injusto, porque José de Espronceda fue un liberal, un luchador, un exiliado que incluso de regreso a España siguió sufriendo el peso de la ‘justicia’ política, que casi nunca lo es. Participó activamente en la revolución de París, en revistas que serían censuradas, en círculos literarios…

    Y la única forma de valorar a quien cantaba, siendo posiblemente el primer autor en introducir grupos sociales mal vistos e incorrectos en literatura, es conocer algo más de sus versos. Sigue leyendo