Acabo de hacer un rastreo incisivo por la red -debiera de ser escrita con mayúsculas tal vez, so pena de que algún iluso piense que he salido a realizar pesca de bajura-. Poca cosa era el objeto de mi trasiego, pero preciso y metódico en virtud de lo acotado de mi búsqueda: “facultad de ciencias politicas asignaturas” escribí en el teclado del ordenador antes de pulsar de inmediato con el dedo corazón el botón de Intro. En este momento he de pedir disculpas por la ausencia de tilde sobre la primera i de la palabra políticas, pero mi pereza y escasa exigencia en este menester internauta tiende con excesiva facilidad a la economía lingüística, aunque podría jurar sobre todos los libros sagrados que no soy el único.
Tras un microsegundo -exagero ciertamente pues mi ordenador adquiere en ocasiones un ritmo tan cadente y estresante como la homilía de cualquier cardenal- múltiples fueron los resultados volcados en la pantalla por el buscador y yo, con un celo y una motivación que envidiaría Jack el destripador a la hora de despanzurrar vísceras, me dispuse a coleccionar información sobre diversos planes de estudios de otras tantas Universidades. He de aclarar, antes de que las elucubraciones mentales saquen de contexto mi esfuerzo, que el único interés que me ha movido a tamaña estupidez es meramente científico, pues no entra dentro de mis objetivos en esta vida ni en otras que se me pudieran otorgar el dedicarme a estudiar Ciencias Políticas. Pudiéramos decir que repleto hasta el hartazgo de escuchar los cantos de sirenas de gobernantes, ministros y opositores simplemente me sobrevino una duda cartesiana.
Fundamentos de Ciencia Política, Economía Política, Historia Política, Estadística aplicada, Relaciones Internacionales, Estructura Social Contemporánea, Derecho rezaban entre otras las materias contempladas en varios de los programas de la licenciatura. En cada ciclo y rincón de las webs expurgué, escarbé como si de ello dependiera mi vida, pero por ningún lado hallé Manipulación Política, Falsedad Instrumental, Incumplimiento de Programa… Cierto que en uno de los planes de estudio y con un valor de doce créditos (el más alto entre todos con los que me topé) se podía leer dentro de una de las tablitas: Prácticum. Ahí es, fijo, donde luchan por convertir en realidad la inviabilidad anunciada por Lincoln: “se puede engañar a todos poco tiempo, se puede engañar a algunos todo el tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo”.
Reflexionando entonces acerca de las causas que arrastran cual acto reflejo al común de los mortales a asumir como aprehendido aquello que no ha sido aprendido recuerdo a Paqui, una joven gitana de cabello enmarañado y ojos firmes que mientras compartía su experiencia en unos talleres de empleo y con espontánea insolencia soltó una insondable verdad a un auditorio absorto. Fue después de que a alguno de los presentes se le antojara la refulgente idea de preguntarle con una abierta sonrisa si había sentido alguna vez el rechazo. Paqui, que con unas ramitas de romero en la mano dedica sus mañanas a leer la buena ventura (nunca es mala) apostada a la salida de una de las puertas del Patio de los Naranjos de la Mezquita, respondió henchida de satisfacción y de discreción: “He tenido suerte. La gente se ha portado siempre muy bien conmigo”. Entonces, como en un impulso, se encogió de hombros, fijó la vista con total voluntariedad en una de las personas sentadas al fondo de la sala a la que evidentemente había reconocido poco antes al entrar, la señaló con el dedo y a partir de ese instante su libertad de expresión venció por KO el pulso sostenido con la prudencia sin importarle un quark que el hombre en cuestión estuviera ataviado de vestiduras eclesiásticas: “Pero mira, ya que lo preguntas, la verdad es que una persona me trató como si fuera una mierda, y está ahí sentado detrás; sí, tú -continuó señalando casi con aspavientos por si acaso el susodicho no quería darse por enterado cuando más de la mitad de la sala lo observaba volverse del color de un bebé con escarlatina-, el antiguo secretario del obispo. Cuando fui una mañana a pedirle ayuda me soltó que lo que debería hacer era quitarme de la Mezquita porque estaba dando mala imagen a la ciudad de Córdoba”. “Pues eso que dices no lo recuerdo”, se oyó en un suspiro ahogado y como para adentro desde la última fila de asientos. “Normal que digas que no te acuerdas, porque eres quién eres, pero yo digo la verdad sea la que sea porque cuando salga de esta sala seguiré siendo la gitana del romero”. Y pasó a relatar con precisión quirúrgica el primer y desafortunado encuentro entre el antiguo secretario del obispo y la gitana joven de la ramita de romero.
Opinaba Il Poverello de Asís que la pobreza es la base de la no-violencia, pues quien nada tiene no necesita armas para defender sus posesiones. La mentira y la manipulación son dos armas afiladas en manos del poder establecido con el fin inmisericorde de mantener el status quo. Son los blasones a los que se aferran y en los que se escudan quienes hacen infamia de la verdad evidenciando que peor y más deleznable aún es tratar al pueblo como imbécil que lanzar los propios embustes.
En las próximas elecciones habrá que dar una vuelta por los alrededores de los muros de la Mezquita. Allí, cualquier mañana de tiempo incierto, con unas monedas de cobre en el refajo y calzando sus zapatillas de boatiné, hallaremos al candidato idóneo: Paqui, la gitana del romero, manipuladora de extranjeros inexpertos, pero que reconoce que lo es en idéntica medida a que cuando habla apenas tiene nada que perder.
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Revertir la realidad
Voy a hablaros de Carmen, una gitana que pasa ya de los cuarenta, con mirada de gato pedigüeño y tan salpicada de defectos como yo, pero tan de otro costal que no me supone esfuerzo perdonarlos al no reflejarse en ellos mi debilidad. Carmen no tiene ingresos, así de simple y metódico como quien da la hora, no dispone ni de una minúscula calderilla cobriza de esa que los que usamos tarjeta dejamos abandonada en el suelo con tal de no doblar la cerviz. Cuando, acompañada de sus tres hermanas, asoma su enmarañada cabellera bajo la persiana del local de reparto protesta, exenta de reflexión pero con la lógica de un pueblo al que se le ha acostumbrado a vivir de la mendicidad en los suburbios durante seis siglos sin exigirle nada a cambio. Con los párpados caídos, medidos aspavientos y pretendiendo dar la justa lástima que no sobrepase el límite hacia el teatro del absurdo señala los lotes de alimentos que le resultan más convenientes para su fin:
– ¿Y por qué a mí nada más que me dais una botella de aceite? ¿Y yo no tengo galletas?
Los voluntarios, inexpertos aún en el curioso trajín de la pobreza, se miran con cara de haber sufrido un ictus. El hombre de recortada barba que comprueba los carnés de identidad observa el listado con creciente perplejidad colocándose sus redondas gafas con el índice y el pulgar. Rastrea con el dedo una de las columnas de la base de datos impresa y lo que encuentra lo devuelve a la obvia realidad. Número de miembros: 1.
– Carmen, estás mirando lotes de familias que viven hasta doce en la casa y con menores y tú eres sólo una persona, lo que ya es una excepción, pero como venían tus hermanas…
La aludida siguió relatando la lista de los reyes godos y hasta la de los reyes del mambo, con movimiento de cadera incluido y rostro rubicundo de querer insistir aun consciente de haber agotado todas las posibilidades.
El comportamiento de Carmen, en buena medida basado en un individualismo crónico en virtud de su necesidad recurrente, me lleva a recordar el submundo impreciso e inestable en el que subsiste -”cuando se sufre no da tiempo a pecar”*- y a establecer que el saber popular a veces tiene el cañón más desviado que la escopetilla de un quiosco de feria. Quienes, a imagen del “mi causa es lo mío” de Stirner, promueven el egoísmo moral como único axioma de sentido común y de supervivencia social responden con toda probabilidad en su exposición de principios a intereses fatuos y de obligada justificación personal: es infinitamente más cómodo y menos abrasivo convenir una idea, aunque pueda resultar errónea, que modificar la conducta; tal vez sea ese el motivo perfecto por el cual nos resulta mucho más útil afirmar la credibilidad de la figura cruel del juez Frollo que la excelsa de Valjean, por recurrir a dos personajes del inmortal Hugo.
Siendo lo más práctico posible puedo afirmar definitivamente que dichas personas tampoco conocen a las vecinas de Carmen. Una de ellas tiene setenta años y una pensión no contributiva, pero a pesar de la propia urgencia le regaló a Carmen un vale de alimentos por valor de treinta euros, otras le compran diariamente el pan, las de más allá le llevan comida… Como contraparte Carmen limpia el portal sabedora de que toda persona tiene algo que ofrecer por encima de los recursos económicos. El trueque de los don nadie, su solidaridad insoslayable que hace del compartir una opción real a través de la que es posible revertir la realidad pues es capaz de interpretarla desde otros parámetros.
Me niego a tomar conciencia de esa ambigüedad conspicua sobre una bondad etérea cuyo deber, si bien habría de consistir en realizarse, ya se supone lastrado de forma perenne por su imposible practicidad en la vida del ser humano. Pero si alguien lo hizo una vez ya es posible, no es necesario que se repita varias veces y la libre voluntad de abrazar el humor crítico de Groucho como quien hace honor a la verdad: “estos son mis principios; si no le gustan… tengo otros”, no la siento como voluntad propia. Aquellos actos que me sirven de justificación no han de ser por ello irreductiblemente naturales y espontáneos y lo que tiene posibilidades de ser mejor es un deber moral luchar para que así sea; en eso basamos nuestra esperanza, ¿o acaso no nacen flores del estiércol?
* Gloria Fuertes, “Historias de Gloria: amor, humor y desamor”, 1983.
Sin hijos vivos
Detesto cordialmente a Salomón, monarca de Israel. Su pose regia, su nativa omnisciencia, su supuesta y repelente capacidad de raciocinio. No me resulta difícil imaginarlo con sus ropajes de púrpura y lino, apoltronado en el trono, no me atrevería a decir que ausente de bondad y de concordia, observando con meticuloso desdén y mirada altiva a los insulsos mortales que habitan su extenso reino, desde la frontera de Egipto hasta Mesopotamia, y se postran ante él con la esperanza salvífica de que sólo a través de sus doctas palabras habrán de hallar solución inmediata a los azares que les roban el sueño. Se mesa la luenga barba, en un gesto ligeramente combo, con la mirada juiciosa y apoyado el codo sobre uno de los gruesos brazos del sillón real. Observa hoy en la tarde amarilla a las dos mujeres que se revelan hoscas y doloridas en su presencia; gritonas y mustias, mientras abrazan con áspero desgarro cada cual a un recién nacido; uno yerto e inmóvil, el otro rebosante de vida.
– ¡Traedme una espada! -ordena el rey-. Partidlo en dos y dad la mitad a cada una.
Sé que a toro pasado todos somos la mar de ocurrentes y bien plantados, unos dechados de virtudes capaces de resolver la Teoría-M con tan sólo un imperceptible parpadeo, pero el advenedizo numerito de la espada y de la doma de las furias se me antojan en días nada antojadizos como meras sintaxis hiperbólicas acerca de los conceptos de justicia y de amor maternal. Podría incluso aseverar odiosamente que me convierten en sujeto estrábico en medio del asedio que produce la obligada toma de decisiones.
Me encantaría ver a Salomón impartiendo justicia uno de esos días nada antojadizos sentado en mi asiento real de la oficina de Cáritas; real en lo que la acepción del adjetivo hace referencia a aquello que tiene existencia verdadera y efectiva y en nada se asemeja a lo regio. Ciertamente quisiera contemplarlo, tan sólido y tan firme, abrirse paso entre los rostros pragmáticos que persisten de manera inusitada cada semana en la sala de espera, entre sus sonrisas dispersas como las gotas diminutas de una lluvia ventosa. Me agradaría indagar en la mente del segundo hijo de David a través de su mirada acuosa, entornar la vista con aprehendida sospecha y encontrar en su córtex cerebral el más mínimo resquicio que pueda servirme de bálsamo. Igual daría confirmar su agudeza y precisa compostura como advertir que es tibio, disperso e inseguro a imagen de mí mismo. Sin duda resultaría incluso más consolador que se cumpliera este segundo derrotero.
– Lo siento de verdad, te comprendemos, pero al vivir sola… Te podemos acompañar e ir a visitarte, pero para una ayuda económica nuestros recursos son muy escasos y tu situación no es prioritaria al venir otras familias con hijos a cargo y…
– ¿Y las viudas no tenemos derecho a vivir? Es que en todos sitios me dicen lo mismo.
(Uppercut uno).
– No sé, es que contáis con más ingresos que la mayoría de las personas que llegan a la oficina y sois menos miembros en la unidad familiar.
– Pero eso no debería ser así, tenemos hipoteca y algunas deudas y como nos pasamos del tope no nos ayuda ni la Junta ni el Ayuntamiento.
(Crochet de derecha).
– Mientras que tus hijos no estén escolarizados es que no podemos ayudarte, sabes de sobra que es un criterio también de Servicios Sociales ¿Acaso quieres que tu niña tenga que venir a la oficina, igual que tú, dentro de unos años?
– ¿Y qué hago si tiene 15 años y se niega a ir? ¿La arrastro de los pelos?
(Nocaut técnico).
Si Salomón, en lugar de un monarca con copiosa fortuna y atribuida -o tal vez hasta impostada- sabiduría, hubiera sido voluntario de uno de los equipillos abnegados de Cáritas la historia habría pasado sobre su estoica figura de puntillas, como al verter el caldero de agua sobre esos rescoldos que hay que apagar, y perpetuando esa incómoda sensación de que al final, a pesar de incontables esfuerzos, a ninguna de las dos madres has sido capaz de entregarle el hijo vivo.
«La anciana y las palomas» (1997)
Existen personas tocadas en cierta medida por el don de la sensibilidad, el guionista, animador y director francés Sylvain Chomet es sin duda una de ellas. Evidente admirador del cine mudo y del mimo, Chomet nos muestra en sus películas, prácticamente ausentes de diálogos, unos personajes tan duros y dolorosos como sentidos y necesitados de afecto. «La anciana y las palomas», su primera incursión en el mundo del cine, es un cortometraje de clara denuncia social, con fondos del también viñetista De Crécy, que a través de la vida de un gendarme que no tiene qué llevarse a la boca nos hace partícipes de la situación de necesidad en la que malviven muchas personas que pasan a nuestro alrededor, inventando posibilidades de subsistencia, mientras nos mantenemos ocupados en menesteres menos necesarios.
Después vendrían la curiosa «Bienvenidos a Belleville», la participación de Chomet en el largometraje colectivo «Paris, je t’aime», dónde nuevamente homenajea a los espectáculos de calle, y la última estrenada: «El ilusionista», un emotivo homenaje a la magia, a los mimos y a todo el cine del inimitable cómico de su misma nacionalidad Jacques Tati, y basada en un guion del propio actor y director, escrito a mediados de los años 50 del pasado siglo y que nunca llegó a ser producido.