«La muerte de Artemio Cruz» (1962)

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Carlos Fuentes by AndreAnibaldi

    Si existe una novela que me haya embargado de una profunda tristeza al terminar sus páginas es, sin duda, “La muerte de Artemio Cruz”. Una obra polifónica de desencanto, de pobreza, caciques… de valores revolucionarios perdidos o, aún peor, trasnochados y mudados al otro lado del espectro bajo demasiado humanas justificaciones.

    Tal vez la propia vida -tan activa como confusa políticamente- de su autor Carlos Fuentes pueda servir de cueva y refugio acerca de lo que un ser humano está o no dispuesto a conceder para salir indemne que no airoso, al menos de manera temporal, ante los envites cáusticos de la puta realidad. Decía el dicho aquello de que si uno no vive como piensa acaba pensando como vive y puede que sea cierto que nada sea realmente obligado y sometido a un cruel destino, puede que en cierta medida todos seamos víctimas y/o verdugos del libre albedrío, pero desde luego no envidio a Artemio Cruz. La víctima y el verdugo, donde el pasado, el presente y el futuro se fragmentan y entremezclan de manera magnífica en un uso particular de la tercera, primera y segunda persona del singular respectivamente y de manera alterna en cada uno de sus doce capítulos. Narrador omnisciente, individuo y conciencia entremezclados en lo que fue, lo que es y lo que pudo/deseó haber sido.

    Pero ya digo que no envidio a Artemio Cruz, por más que un genial círculo de eterno retorno nos haga recordar que en cada muerte hay un nacimiento, que nada está escrito de antemano, que hay posibilidades de comenzar de nuevo en medio de la mugre: “tiempo que se llenará de vida, de actos, de ideas, pero que jamás será un flujo inexorable entre el primer hito del pasado y el último del porvenir”, comenta el narrador en las páginas finales del libro. No envidio a Artemio Cruz, porque debe de ser terrible haber perdido la esperanza demasiado pronto y arrepentirse demasiado tarde. No quiero exhalar mi último aliento viendo mi vida como un cúmulo de decisiones que no me han hecho feliz ni a mí ni a los que me han rodeado.

    ¿Lo he dicho? No envidio a Artemio Cruz, aunque en lo más profundo quiero creer que el pobre Artemio, se arrepienta o no, lo justifique o no, sabe de sus muchos errores, al menos el de haber perdido a la única mujer que amó y por la que fue amado. Sigue leyendo

«¡Absalón, Absalón!» (1936)

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William Faulkner (1954) by Carl van Vechten

    Opinaba William Faulkner como quien no quiere la cosa que «no te preocupes por ser mejor que tus contemporáneos o predecesores. Intenta ser mejor que tú mismo.»

      Por mi parte, he de decir sin renunciar a la hipérbole respecto a la primera parte de la aseveración que cada vez que termino una obra del tipo de New Albany me entran ganas de bajar la nota a todas los novelas que he leído; y en lo referente a la segunda parte afirmar que incluyo en dichas ansias a las anteriores suyas.

“¡Absalón, Absalón!” es la mejor novela que, hasta la fecha, he leído del norteamericano, lo que es decir mucho, pues ya le había endosado algún que otro diez. Faulkner, un experto en retratar, igual que en una apoteosis, la desmembración y caída al fango de cualquier familia del sur nos vuelve a mostrar con su estilo tan depurado como obscuro y exigente las miserias humanas de las que no está a salvo ni la más casta de las criaturas. Y de nuevo lo hace desde la puntillosa exigencia que conlleva asumir la buena dosis de verdad y la imposible objetividad en cada uno de los personajes que habitan sus obras. Imposible reconstruir sus historias sin abrazar en igual medida la realidad tal y como son capaces de entenderla el padre, la madre, el hijo, la primera esposa, el bastardo, el amigo íntimo del que habla… Tal es así que resulta normal que cada página de Faulkner se convierta en un laberíntico túnel de sentimientos, ideas, prolegómenos en los que por momentos olvidas incluso el contexto en el que se está produciendo cada intenso monólogo -repleto de fluir del pensamiento- y haya que inyectársela en vena en pequeñas dosis, como la insulina, no vaya a producirse en el lector un coma de glucosa. Se ha de agradecer soberanamente a todo editor que se precie de introducir de manera habitual al final de las novelas del autor dos anexos: uno con los personajes y otro con la cronología para no acabar por cortarse las venas.
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«Pelle, el conquistador» (1987)

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Bille August, en Malmö, 1988

     Es difícil hablar con propiedad de determinadas películas. Hay películas que destilan tanta emoción que sólo pueden contemplarse. Sin duda “Pelle, el conquistador”, del danés Bille August, es una de ellas.

     Podría resumirse el significado, la profundidad de la historia en una única pregunta que proviene del propio título y quizá deberíamos hacernos no sólo al terminar de ver el filme, sino a lo largo de nuestra vida, con las personas que conocemos y que nos puede hacer conscientes de a qué personajes le damos valor. ¿Qué es conquistar?

     Cuando estrenaron la cinta de August aún era yo adolescente, de esos que disfrutan con las pelis de aventuras, de guerras infinitas y acción. No hace falta hilar muy fino para reconocer en qué piensa uno cuando lee un título como el que nos ocupa. Seguro que es de un guerrero parecido a Atila, o a Alejandro Magno, o a Julio César…

     La verdad es que Pelle es un niño, inocente y confiado cuando, procedente de Suecia, llega con su padre a la isla danesa de Bornholm, ambos esperanzados en una vida respetable con que dar cumplimiento a sus sueños. No es distinto en su bondad Lasse Karlsson -un inconmensurable Max Von Sydow-, al que ni se le pasa por la cabeza la situación de esclavitud e indignidad a la que se verán sometidos, de las que parece imposible escapar.

     Pelle demuestra una y otra vez, en mitad de la miseria y de las opciones imperfectas, que conquistar no consiste en invadir países, en someter a pueblos, en descubrir continentes. Conquistar es dejarse invadir a uno mismo, redescubrirse y lograr sobrevivir con dignidad a la pobreza más inmunda sin necesidad de reprochar ni echar nada en cara.

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