«¡Absalón, Absalón!» (1936)

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William Faulkner (1954) by Carl van Vechten

    Opinaba William Faulkner como quien no quiere la cosa que «no te preocupes por ser mejor que tus contemporáneos o predecesores. Intenta ser mejor que tú mismo.»

      Por mi parte, he de decir sin renunciar a la hipérbole respecto a la primera parte de la aseveración que cada vez que termino una obra del tipo de New Albany me entran ganas de bajar la nota a todas los novelas que he leído; y en lo referente a la segunda parte afirmar que incluyo en dichas ansias a las anteriores suyas.

“¡Absalón, Absalón!” es la mejor novela que, hasta la fecha, he leído del norteamericano, lo que es decir mucho, pues ya le había endosado algún que otro diez. Faulkner, un experto en retratar, igual que en una apoteosis, la desmembración y caída al fango de cualquier familia del sur nos vuelve a mostrar con su estilo tan depurado como obscuro y exigente las miserias humanas de las que no está a salvo ni la más casta de las criaturas. Y de nuevo lo hace desde la puntillosa exigencia que conlleva asumir la buena dosis de verdad y la imposible objetividad en cada uno de los personajes que habitan sus obras. Imposible reconstruir sus historias sin abrazar en igual medida la realidad tal y como son capaces de entenderla el padre, la madre, el hijo, la primera esposa, el bastardo, el amigo íntimo del que habla… Tal es así que resulta normal que cada página de Faulkner se convierta en un laberíntico túnel de sentimientos, ideas, prolegómenos en los que por momentos olvidas incluso el contexto en el que se está produciendo cada intenso monólogo -repleto de fluir del pensamiento- y haya que inyectársela en vena en pequeñas dosis, como la insulina, no vaya a producirse en el lector un coma de glucosa. Se ha de agradecer soberanamente a todo editor que se precie de introducir de manera habitual al final de las novelas del autor dos anexos: uno con los personajes y otro con la cronología para no acabar por cortarse las venas.

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El banquete de Absalón, atribuido a Niccolò de Simone (cerca de 1650)

     Incesto, racismo, desarrollo moral… se entremezclan de manera sublime, difícil en una obra que se me hace imposible de comparar con nada que no sea el propio Faulkner, quien, afortunadamente y como sucede en parte de su obra, nos entrega una ayudita en el título de la novela, que procede de l libro de los Reyes: Absalón, el hijo de David, quien se rebeló contra su padre y ordenó asesinar a su hermanastro por violar a su hermana Tamar.

     Ausencia de juicio, de moralismo, del más leve ejercicio de maniqueísmo, hasta tal punto y medida que al terminar la narración lo único de lo que se puede estar medianamente seguro es del hecho que ha tenido lugar pero es de un riesgo incalculable atreverse a afirmar con rotundidad si existe un responsable del drama o definir los motivos que lo han llevado a término. Para mayor honra del autor y desdicha del respetable los capítulos más inherentes a la trama son narrados por dos personajes que deberían verse como secundarios: Quentin -hijo de la familia desbrozada en “El ruido y la furia”- y Shreve -un mero médico rural- que no han estado presentes en prácticamente ninguno de los sucesos que relatan.

No sé si habrá un escritor capaz de mostrar con tanta terquedad las debilidades que se enquistan en el alma humana, pero no creo que exista ningún otro que las afronte con tan alta dosis de meticulosidad y precisión, por mucho que el propio autor comentara en alguna entrevista aquello de que no creía ni en el estilo en sí ni en la inspiración, de la que nunca supo. Lo que sí estoy en posición de compartir con Faulkner es que un buen autor no necesita nada más allá de un lápiz y de un trozo de papel. No seré yo quien lo recomiende a diestro y siniestro como si sus obras se leyeran mientras se viaja en metro, pero a este tipejo de bigote ilustre le sobra hasta el papel.

Para terminar un fragmento que nos hace gozar de nuevo de la prosa exquisita de este escritor único, irrepetible:

     «Se miraron con ira. Era Shreve quien hablaba, aunque si no fuese por la leve diferencia que pusieron en ellos los diversos grados de latitud (diferencia que no era de tono ni de acento, sino degiros idiomáticos y empleo de los vocablos), podría haber sido cualquiera, o ambos a la vez, los que así hablaban: pensaban como uno solo, mientras la voz que por azar hablaba era sólo el pensamiento trocado en sonido perceptible y oral. Ambos creaban, juntos, de cabos sueltos y de fragmentos de viejas historias, gentes que quizá nunca existieron en lugar alguno, sombras que no eran sombras de carne y hueso que vivieron y murieron; sino sombras de lo que (para uno de ellos, al menos, para Shreve) eran otras tantas de las sombras, silenciosas como el visible murmullo de su aliento convertido en nubecilla de vapor».

     Puedes descargar la novela completa pinchando aquí.