Eugenio, con su melena tipo El Puma perlada de canas y una piel cobriza de haber echado muchas horas de sueldo indigno cosechando el campo de algún terrateniente usurero, es un hombre grande, por dentro y por fuera. Cuando estira la mano para ofrecérmela y se la estrecho parecen mis dedos diminutas anchoas apresadas en una lata de aceite. Es grueso también el tono de su voz, igual que si procediera del averno, y de un hablar fluido, en ocasiones casi incomprensible. Se afeitó los pelos de la lengua hace lustros, cuando le dio por informarse de todo y contar con los suficientes datos como para callar la boca al más pintado con similar premura y precisión a la empleada por un camaleón cuando dispara la lengua y se zampa a un díptero.
Nos comenta que, en una entrevista que le hicieron, por formar parte de la asociación Barrios Despiertos, tuvieron la idea de preguntárselo. “¿Qué opinión tienes sobre la delincuencia que hay en tu barrio?”. Huelga decir que Eugenio, cabeza de una familia de seis miembros -entre los que se incluye la mujer más tres generaciones- y que sobrevive con 426 euros de pensión, tiene una vivienda social en una de las dos zonas más severamente castigadas por la exclusión de la castísima ciudad de Córdoba.
– ¿Delincuencia? -preguntó a su vez sorprendido por la cuestión que se le planteaba-. En mi barrio no hay delincuentes, mujer, hay chorizos; los delincuentes están en el parlamento, en el ayuntamiento…
No hace falta que lo explique mucho a la concurrencia, pues todos los presentes en el taller de familias sonríen entusiasmados con la gracieta. Lo que sí que se le ocurre es lanzar al aire el paradigma tras varias elucubraciones mentales.
– Ninguna familia puede vivir con 426 euros. Y quien lo diga no es verdad. Todos hacemos chapús: chatarra, coger setas o espárragos en el campo, vender ajos… y a ir tirando.
Se gira y como en un suspiro velado lo suelta a continuación, con una naturalidad envidiable sólo al alcance de quien sabe lo conveniente aunque para quien no pasa necesidad no debiera hacerse.
– Claro, que yo tengo la luz y el agua enganchás desde hace la tira de tiempo, si no no hay manera de llegar a fin de mes. Y que digan o hagan lo que quieran, porque yo no le voy a dar prioridad a pagar la luz y al agua en vez de comprar comida y de dejar un dinero cuando cobro para que mi hija pueda seguir yendo al instituto, que tiene que llevarse algo de comida y pagar el bono del autobús.
Y entonces surge el paradigma.
– Un vecino de mi bloque lleva ya un par de meses en arresto domiciliario de fin de semana por enganchar la luz.
– Un momento, Eugenio -salto como un resorte desde mi asiento y a poco estoy de caerme hacia atrás de la silla de madera-. ¿Arresto domiciliario por enganchar la luz? No puede ser.
El susodicho muestra una certeza y un conocimiento tales que asustarían a la propia Atenea.
– Pues vaya que sí, está recogido en el artículo 623 del Código Penal.