Qué te impide abrazar a un subsahariano

    A decir verdad, he de reconocer que el título de esta entrada intrascendente iba a ser algo así como «qué moralidad enferma y despreciable tiene una persona que es capaz de sacar odio de esta imagen». Pero que haya que explicar estas cosas es de escuela infantil, como tener que debatir por qué no es muy normal ni respetuoso escupirle en un ojo al vecino del quinto, aunque te caiga fatal, cuando coincidas con él en el ascensor; así que mejor partir de la otra pregunta, la de los impedimentos para realizar algo.

    Dijo Voltaire que «si quieres saber quién te controla, mira a quién no puedes criticar», y partiendo de esa base, que considero poco discutible, así como del contexto no es difícil sacar determinadas conclusiones. Más allá del posible interés mediático de nuestro país en su enconada lucha de control fronterizo con Marruecos, los hechos objetivos son que, el pasado 18 de mayo, tanto el GEAS de la Guardia Civil como el ejército y personas voluntarias de Cruz Roja rescataron a decenas de menores de morir ahogados en las aguas de Ceuta. Hay infinidad de fotos que así lo atestiguan, pero a los bichos desalmados de siempre no les da por criticar al ejército o a la benemérita, sino a Luna, una cooperante de Cruz Roja, la más indefensa del grupo de rescate, por abrazar a un chico subsahariano que lloraba tras llegar a la costa. Luna tuvo que cerrar sus redes sociales debido a la cantidad de burradas, insultos y amenazas que estaba recibiendo por parte de la España cañí más reaccionaria y ultraderechista. Sigue leyendo

3+2

     Hace más de quince años, cuando me dedicaba a compartir la mayor parte del día con personas con diversidad funcional en una Unidad de Estancia Diurna, había una chica, Sonia, de veintipocos años y una moderada alteración cognitiva, a la que cogió por banda un voluntario para llevar a cabo el inconcebible propósito de que aprendiera a sumar. Ramón, que así se llamaba el voluntario, la conducía cariñosamente a una zona más independiente de la casa, a fin de que Sonia no perdiera concentración y colocaba dos filas de lápices de colores (también lo hizo con caramelos, que podían llamarle más la atención) lanzando finalmente la ecuación, porque eso era para Sonia: «¿cuántos son tres más dos?».

     La susodicha miraba las dos filas de lápices (o caramelos) y observaba cómo Ramón iba desplazándolos de uno a otro lugar hasta sumar el número exacto. En ocasiones miraba al techo, con la mano apoyada en la barbilla, o a Ramón y sonreía. Así se tiraban alrededor de veinte minutos varios días por semana. La mayor parte de las veces, cerca del minuto diecinueve, tras numerosas respuestas aleatorias, Sonia acertaba, decía cinco (o seis o siete si había logrado subir su nivel académico en esa tarde ociosa) y Ramón aprovechaba ese momento para sentirse satisfecho, al menos hasta el próximo día en el que, obviamente, Sonia no recordaba lo más mínimo de lo que había aprendido la jornada anterior.

     Huelga decir que la chica tenía sus limitaciones cognitivas, pero el maestro también demostraba las suyas con tan insólita insistencia.

    Y así sucede, a una y otra parte, en el día a día. Por un lado, el problema es esa manía de querer hacer ver a toda costa a quien no puede, pues tiene la capacidad limitada por la obcecación y por las orejeras esas que no permiten contemplar nada más allá del camino preconcebido; por el otro, da igual que dos más tres sean cinco, si hace falta se lanza el órdago de que las matemáticas son bolivarianas, y resulta que dos más tres puede ser otro resultado aleatorio: seis, diecisiete, veinticinco… como los que soltaba Sonia para que la dejaran mirar al techo en paz.

    Por eso no voy a dar datos, que están en todas partes, acerca de las mentiras sobre inmigración, MENAS, el motivo por el cual la abuela cobra una pensión de mierda o por qué insultar a quién se me opone, no dejar hablar o crear constante crispación no entra dentro de los cánones de la ética y la moral. Porque un ciego no puede ver ni un sordo oír y si se obrara el milagro, siempre quedaría el recurso obtuso que me contaba mi padre de chico de aquella madre que fue a la jura de bandera de su retoño: «mira, todos van con el paso cambiao menos mi Rubén».

     Lo malo es callarse en general, no solo con la gente que miente, difama o discrimina a sabiendas, con la caña de excusa que también hemos oído cienes y cienes de veces: «las mentiras tienen las patas muy cortas», o «se pilla antes a un mentiroso que a un cojo». Claro, eso mismo pensaba yo el viernes, 23 de abril, Día Internacional del libro en honor a la muerte, ese mismo día de Shakespeare y Cervantes (del Inca Garcilaso no digo nada porque, a pesar de ser, en realidad, el único que falleció ese día, solemos ignorarlo bastante –será por su ascendencia india–). Sí, criaturas, que la UNESCO podrá cantar misa cuando lo declaró en 1988, y Victor Hugo, que es probablemente de donde viene el malentendido allá por el siglo XIX, pero Cervantes murió el día 22 con casi absoluta certeza y Shakespeare a principios de mayo. Ya ves lo cortas que tienen las patas las mentiras. Cortísimas, estas vienen, mínimo de 1863. Lo mismo es que a nadie en estos años y décadas le ha dado por investigar un poquitín, como ahora, vaya, que es más sencillo creerse a pie juntillas un meme que ponerse uno a leer estudios científicos y los datos del Ministerio del Interior, de la Unión Europea o del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Al fin y al cabo, ¿no son todos unos vendidos el social-comunismo?

Soberanía capitalista

      Todos los seres humanos tenemos nuestros demonios; asustarán mucho o poco, nos crearán una mayor o menor sensación de merecimiento de castigo o serán más o menos fácil ocultarlos bajo el paraguas de otras conductas angelicales. Pero ahí están, los jodidos demonios, y cuando nos los tocan, arde Troya.

      Cuando además militas en algún colectivo feminista, alternativo y anticapitalista ya se debe dar por hecho que eres la caña, y que tus deslices son debidos a las normales incongruencias bajo las que se ve sometida la humana condición, pero que las doctrinas las tienes tan interiorizadas que no merece la pena perder el tiempo en proclamarlas y tocar las pelotas (o los ovarios) con la obviedad de nuestros principios profundos y nuestra ideología radical. Los problemas, digamos, son siempre otros.

     Por eso, no merece la pena debatir demasiado sobre los motivos que nos conducen a atribuirnos la sacrosanta etiqueta de antipatriarcales, antimilitaristas y anticapitalistas. Hemos creado espacios en red, ofertado modelos de consumo social y solidario, proporcionado opciones hacia la contratación de servicios éticos. No hay demonios que valgan. A menos que salte una liebre muy gorda, tamaño similar a las que existirían en el país de Brobdingnag, somos seres cuasibeatíficos. A veces descubrimos un producto que no cumple los requisitos de la economía social, o de comercio justo, o de kilómetro cero, o aquel libro infantil fabricado en china, o resulta que determinado colectivo o persona con quien colaboramos puede que haya ejercido violencia machista… Cortamos por lo sano una vez investigado el asunto y punto. Es fundamental la soberanía alimentaria, el feminismo… No nos tiembla el pulso. Sigue leyendo

Debilidad

     Cuando era un mico, como nos ha pasado a muchos, más de una persona de buen corazón y compasivos sentimientos me soltó aquella perla envenenada de «pórtate como hombre, no llores» o su símil, quizá peor por generalizado, de «los niños no lloran». Daba igual que fuera por haberte roto una pierna, porque te hubieran escupido en un ojo o por el fallecimiento imprevisto de tu madre: simplemente tenías que ser fuerte y tragarte las lágrimas aunque te ahogaras por dentro.

      Así, va creciendo el macho alfa que supuestamente lleva uno dentro, ese al que todo el mundo se va a comer por sopas si muestra sensiblería (que no sensibilidad) o del que se van a descojonar si se comporta como un mariquita (no como un ser humano). Incluso se llega al extremo de la falta de profesionalidad si se te empañan los ojos en determinados espacios, llámense terapias, despachos o acompañamientos:

  • En las terapias familiares del programa terapéutico con personas con problemas de adicción. Cuando los chicos confesaban entre llantos delante de su familia que habían tenido que hacerse chaperos para poder seguir metiéndose, que habían pegado a su madre para robarle, apuñalado a alguien…
  • En el curro, como responsable de Recursos Humanos, cuando una compañera viene llorando a decirme que si se puede ir porque está teniendo problemas personales y no da más de sí, aunque lo ha intentado.
  • En la oficina de Cáritas, cuando una madre me cuenta que su hija tiene los deditos de los pies mal porque en el cole le obligan a tener zapatillas de deporte y ya le quedan pequeñas.

      Y yo allí, plantado delante, haciendo un máster de mal profesional y de peor macho alfa con los ojos como chupes. Es que soy un mierda, siempre lo he sabido, y parece ser que lo malo es que lo sepan las demás personas, porque se van a aprovechar de saberte débil. Sigue leyendo