Soy un kamikaze. Un peligro público, que nadie se lleve a engaño. Verme pedalear con mi bicicleta por las calles de Córdoba debe de dar más miedo al respetable que un camión de esos del DAESH cargado de explosivos. La gente honrada, el ayuntamiento, la policía local deberían de perseguir a capa y espada a aquellos seres despreciables que, como yo, se pasan buena parte del día dando por culo a conductores de bien o turistas despistados cuyo único deseo es poder ir a sus anchas y panchas sin aguantar vueltas ciclistas ni que les arrolle un vehículo de dos ruedas, por más que vaya por el devaluado carril bici.
Lo mismo estoy exagerando, pero es lo que debería pensar tras la ristra de improperios que me ha venido a mal escuchar de diferentes labios y rostros crispados en estos años de circulación sobre mi bicicleta azul cobalto. Y eso que jamás he tenido un solo percance del que haya sido responsable, directo o indirecto.
Así, a vuela pluma, sí que se me ocurren variadas circunstancias de las que, parece ser, tuve yo la culpa en virtud de la cantidad de insultos y maldiciones que me endilgaron sin pelos en la lengua. Sigue leyendo