Me cansa

     No tenía yo pensado escribir (mira que le he dado vueltas al tema), pero al final es que acaban tocándote mucho las partes nobles y, aunque sea por evitar una orquitis, me veo en la santa obligación de ponerme a ello.

    El viernes pasado estuve charlando con uno de los abueletes de la residencia. Tenemos la sana costumbre de escribir una historia de vida a cada ingreso que llega a fin de poder realizar una atención lo mejor y más personalizada posible. El señor en cuestión se llama Paco y su existencia supone la quinta generación familiar de anarquistas. Trabajó toda su vida en los astilleros, como su padre, su abuelo y las otras tantas generaciones anteriores, y fue uno de los fundadores del Partido del Trabajo de España. En la clandestinidad durante la dictadura franquista y luego dentro de la legalidad, me contaba Paco que recibió de tortas hasta en el cielo de la boca por parte de las fuerzas del (des)orden; esposado, atado y torturado con un método cuyo nombre no había oído en mi vida y he sido pronto en olvidar: en cuclillas, con las manos atadas a los tobillos por el interior de las piernas. Todo muy digno y democrático. Su abuelo materno, durante la Guerra Civil, se pasó 18 meses viviendo dentro de un pozo para que no lo fusilaran: sus vecinos le bajaban a diario un cubo con comida y otro para hacer sus necesidades.

    Por mi parte, no he tenido demasiada experiencia personal con la policía, pero desde luego, la poca en la que he sido testigo directo, ha sido inolvidable. Encadenamiento y sentada noviolenta de siete insumisos que éramos a la puerta del Gobierno MIlitar en Córdoba, sábado por la mañana. Un par de remolcadas de pies y manos por parte de los nacionales. Como se hacía tarde y era un follón efectuar detenciones (no costaba nada, claro, que no nos íbamos a resistir) a eso de las 16:00 relevaron a la cuadrilla de estoicos agentes y, como por entonces no había por la zona demasiados antidisturbios y éramos unos nenacos, comenzaron a golpearnos en la cabeza y en los riñones con las porras de madera. Ni qué decir tiene que estuvieron a un palmo o menos de matarme; se me puso la cabeza como la espalda del jorobado de Notre-Dame. Varias porras acabaron partidas por la mitad en medio de la plaza, pero no contentos con la carga (aún mientras nos arrastrábamos por el suelo gritando algunos seguían dando palos a mansalva), esa misma tarde-noche fueron al hospital con lesiones. Serían en la muñeca de tanto cipotazo sin descansar ni a respirar. Apenas salió nada en prensa, por cierto.

    En alguna que otra ocasión, con aquello de la Ley Corcuera y el DNI en la boca, me pararon los de la secreta varias veces seguidas cuando andaba de paso en cualquier estación. La mala hechura, porque había bastante peña y siempre me tocaba a mí la china. Tampoco me dejaron entrar en España cuando regresaba de mis vacaciones en Marruecos a menos que les enseñara el pasaporte: es que les debe de espantar que alguien con lo que para ellos es tener pinta de árabe se la cuele. Sigue leyendo

Harta de ser pobre

    El sol del verano en Córdoba sería capaz de derretir un templo de mármol. Tal es así y tan mantenida su intensidad a lo largo del día que uno solo encuentra algo de descanso a partir de las siete de la mañana, cuando es la hora de levantarse. Descansar con una temperatura superior a los 25º es más complicado que entender la teoría de cuerdas. Si en casa no dispones de aire acondicionado y un ventilador de saldo es la mejor opción para paliar las invectivas acres del astro rey, la cosa no podía ser más cruda. La suerte es que mi piso de alquiler es de esos que hacen esquina y permite corrientes de aire, no huracanadas ni tan siquiera capaces de despeinar ligeramente a Chewbacca, pero la suficiente brisa fresca para que puedas pegar ojo si descuelgas el colchón del somier hasta el suelo.

    Mis gatos, cubiertitos de pelo de cabo a rabo, también pasan lo suyo, pero tan acostumbrados están a ser tercos en ofertar cariño que da igual que sea invierno, verano o temporada de sauna, se suben a la cama con la más absoluta displicencia y pegados a las piernas o subidos encima del tronco comparten generosamente su calor corporal como su fuera un aspecto de lo más agradable para los seres humanos. Y dicha costumbre (manía queda bastante peor) hay que mantenerla salga el sol por donde salga, nunca mejor dicho; así que, aunque el colchón esté en el suelo, Igor y Leo se siguen subiendo a la cama, al somier, porque es costumbre y método, y da igual que tengan que hacer ejercicios de malabares con sus patitas como expertos funámbulos para no darse un trompicón entre las láminas de madera y acabar panza arriba encima de las losetas del dormitorio. Allí que van, sorteando obstáculos hasta que se tumban encima de las láminas en una posición casi de contorsionismo. Sigue leyendo

Reflexiones en torno a mis incoherencias

     Ramón tiene más de noventa años y está en una fase avanzada de Alzheimer. Cuando el otro día, a la hora del almuerzo, le pusieron por delante el puré de verduras con pollo lo miró con cara de ponerse manos a la obra y comenzó a remugar, como suele hacer cuando anda más activo, y apenas se le entendía otra cosa que no fueran las referencias al muro, el cemento y cosas por el estilo muy en consonancia con su pasado de albañil. Total, que Ramón se puso manos a la obra, aunque no en la faceta alimentaria que era de esperar, sino que agarró la cuchara con soltura inusitada y se puso a extender el puré por encima de la mesa y posteriormente sobre el borde de la pared lateral. Para enlucirla, que estaba muy estropeada. Huelga decir que poco pudimos hacer al respecto; no íbamos a pretender que el pobre se metiera entre pecho y espalda lo que él consideraba a todas luces un plato de mezcla. Si somos personas convencidas de algo, dan igual los datos medianamente objetivos que rechacen tal afirmación; cuando nos tocan determinados aspectos de nuestro modelo de vida, por mínimos y milimétricos que sean, lo normal es actuar como si tuviéramos la enfermedad de Alzheimer y lo único válido, correcto y/o posible es aquello que ya estamos haciendo o que nos conlleva un esfuerzo relativo, amable, discreto.

     Quien me conoce un poquito sabe que tengo muchos defectos, pero uno de ellos no es la falta de esfuerzo, la comodidad dentro de mi zona de confort o la justificación de mis incoherencias. En este sentido nunca puedo dejar de recordar un artículo de prensa que leí hace muchos años que trataba la violencia con los animales no humanos. El articulista reconocía que le encantaba el centollo, que no quería dejar de comer tan rico crustáceo, pero eso no le nublaba la mente hasta el extremo de obviar el pequeño detalle de que al centollo lo hervían vivo para ser consumido y de que el animalito de marras no contaba con el superpoder de la insensibilidad al dolor. Y esta entrada va un poco de todo eso, pero sobre todo de mí, de mis neuras (o no tantas) y de cómo pienso que ningún gesto es nimio si me conduce a hacer lo correcto (o lo menos malo) y ninguna costumbre es precisa si puedo prescindir de ella. No creo que las elecciones y decisiones de nuestra existencia sean solo cuestión de beneficios y cambios globales, sino también de tratar de evitar con cada acto cualquier prejuicio, por ridículo que pueda parecer. Por circunstancias que se han dado, me toca enfocar mis faltas de coherencia en temas relacionados con el medioambiente, la ecología y las nuevas tecnologías, aunque no sea, ni de largo, el aspecto de mi vida en el que más tenga que aprender. Todo ello obviando el aspecto más contaminante del asunto, que es la propia elaboración de los aparatos (móviles, portátiles, tabletas, ordenadores de sobremesa…). De momento, como no me da la vida para comprarme un móvil de 200 pavos tipo Ecophone (al Fairphone ni lo nombro), me voy apañando con mi patato de segunda mano del año de la república. Lo mismo llega el día en que vea una memez lo de tener móvil, sea del tipo que sea. Sigue leyendo

Dos tipos de personas

Valla de Melilla 2005, by fronterasur

     Existen dos tipos de personas, y no estoy resumiendo mucho ni generalizando, no es como aquello de quienes echan azúcar al cacao en polvo y quienes no. Los dos tipos resultan bastante cristalinos: aquellas que piensan que todos los seres humanos gozan de los mismos derechos y aquellas que opinan que no. Punto pelota. (Saco de la ecuación un apartado, del que ya hablamos en alguna ocasión, para no meter demasiadas categorías: aquellas personas que piensan que todos los seres sintientes tienen derechos, y aquellas que no.)

      Centrando de nuevo el asunto en los seres humanos, el tema del reconocimiento de los derechos fundamentales para todo el mundo es la base de cualquier posible diálogo. Es la primera pregunta que deberíamos hacer a nuestro interlocutor o interlocutora si la cosa puede tender a ponerse calentita.

      –¿Tú crees que todos los seres humanos, por el mero hecho de serlo, tienen los mismos derechos?

      Si te dice que no, mejor cada uno en su casa y Dios en la de todos, porque el debate no son los negros, los maricas, los pobres, las chorbis, los moros o el vecino del quinto que me da mucho por saco; la clave está en que la persona con la que tratas de establecer un diálogo simplemente está convencida que, a nivel moral, político o social, hay una peña que sí que debe disfrutar de todos los derechos habidos y por haber, y otra que no. Las causas (me cuesta llamarlo argumentaciones) que suelen argüir para tales pensamientos pueden ser múltiples y variopintas: lugar de nacimiento, dinero, esfuerzo, estudios, estrato social, cultura, trabajo, comportamiento, sexo, nacionalidad… pero el fondo de la cuestión es el que comentamos: un inmigrante indocumentado no tiene derecho a venir a mi país, una pareja de lesbianas no tiene derecho a que su unión se llame matrimonio, una persona con discapacidad intelectual no debe tener derecho a ejercer el sufragio activo, quien no trabaja no tiene derecho a la seguridad social, etc etc etc.

      Y a ver, demuéstrale a alguien que todo ser humano debe de gozar de iguales derechos aunque me dé coraje, miedo, asco y hasta me pueda parecer injusto en ocasiones. Es un asunto meramente ideológico, ético y de desarrollo moral, tan íntimamente relacionado con nuestra forma de entender la vida y las relaciones que ese diálogo que tratamos de mantener tiene todos los visos de acabar como el rosario de la Aurora. Porque hablamos de derechos fundamentales, que no se pisan entre ellos a fin de justificar nuestras dudas, como el derecho a la vida, a la no discriminación, a poder desplazarse libremente, a ser tratado con dignidad…

      Si ante aquella primera pregunta acerca de los derechos, la persona que tienes frente a ti suelta aquello de sí, pero… aún puede quedar un rayo de esperanza, aunque no deberíamos bajar la guardia, porque esos peros suelen sonar muy parecidos a sí, es muy majo, pero…

      Para el próximo curso esta es la tarea: antes de hablar con alguien sobre la inmigración, el movimiento LGTBIQ+, los feminismos o la guerra en Siria, preguntemos a ese alguien si dicho colectivo tiene los mismos derechos que yo. Por ahorrar tiempo, mismamente.