De antemano, vuestras disculpas, ante lo que no es ni pretende ser una reseña, pues se me hace del todo inviable, sino puro sentimiento, lo único a lo que decido acogerme con vuestra venia. Espero lograr explicarme… con lo que ello implique.
Dijiste: “Iré a otra tierra, iré a otro mar…” Primer verso de la Antología de Cavafis. Noche del 26 de marzo, tumbado en la cama poco antes de que Morfeo me acogiera en sus brazos.
“… que, junto a ese retorno,
pueda también devolvernos nuestra pequeña alcoba”. Dos últimos versos. 9 de abril, sentado en incómoda e innatural postura delante de la pantalla encendida de mi ordenador. Exultante, nervioso y emocionado como ese niño que era hace muchos años poco antes de pasar la última página de cualquier aventura de Mortadelo y Filemón. Placeres de momentos efímeros, pero de infinitos eternos.
No os ofendáis, mi sentida intención no es igualar a Cavafis con Ibáñez, y mucho menos comparar sus sensibles poemas con las sencillas viñetas de los agentes de la T.I.A. Mi intención es mi emoción. Tal cual, porque a partir de superar las gruesas dificultades iniciales de tantos versos dedicados a la antigüedad griega, a emperadores romanos y de sobrevivir a las necesarias notas explicativas para no perderme en el caos, sucumbí, me mecí en las olas del mar de Cavafis, que jamás surcó ninguno, y me hizo atravesar tierras ignotas, en las que nunca estuve. Y vibré, como en la vida me ha sucedido en la poesía, cuyos libros eran habitualmente “condenados” a ocupar únicamente el ingrato y breve espacio entre la vigilia y el sueño, entre el sueño y el desvelo matutino… Pero no pude hacerlo así. Cuando me ganó el corazón, Cavafis in aeternum.
Cavafis, al igual que Kant o tantos otros genios, no abandonó ni por un segundo su ciudad natal, y habremos de suponer que en eso radica lo hermoso y necesario de su pensamiento: que no habita en su mente lugar para nada más que la experiencia de lo vivido, que fue mucho y doloroso (partiendo de su declaradísima homosexualidad). Pura e inigualable contradicción: sobriedad emotiva, anhelo y desprecio de tiempos pasados (tan mejores y tan peores), certeza mortal de incertidumbre, erótica sensualidad, y especialmente esa reposada ironía, que lo es tanto que necesita ser explicada para ser comprendida. Y todo en cada verso, en cada letra… Cavafis era de una meticulosidad que asustaba; diez años podía tardar en modificar y transformar hasta conseguir estar a gusto y satisfecho con un poema. Bendita locura, alabada paranoia, como Hitchcock, Chaplin o Kubrick en el cine, que permiten alcanzar cotas de perfección y hermosura imposibles de abordar con absurdas palabras.
La vida de Cavafis fue tu alma, surque o no cualquier mar, porque lo imposible del todo es huir de uno mismo. Y hacedle caso, en su amor al desencanto francés de Baudelaire:
“No confiéis tan sólo en lo que veis.
La mirada de los poetas es más aguda.
Para ellos la naturaleza es un jardín familiar.
En un oscuro paraíso los demás hombres
siguen a tientas un camino arduo.
Y la única luz que, a veces, como chispa
efímera ilumina su paso
en la noche es la breve sensación
de una magnética, casual vecindad,
corta nostalgia, escalofrío de un instante,
sueño del amanecer, alegría
inocente que súbita fluye
en el corazón y súbita huye.”
Haced caso al poeta y, por compasión, leed a Cavafis.
Itaca
Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los Lestrigones ni a los Cíclopes,
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los Lestrigones ni a los Cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no lo llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante tí.
Pide que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos antes nunca vistos.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes voluptuosos,
cuantos más abundantes perfumes voluptuosos puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender de sus sabios.
Ten siempre a Itaca en tu pensamiento.
Tu llegada allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguardar a que Itaca te enriquezca.
Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.
El viejo
En una esquina del café sonoro de murmullos confusos
un anciano sentado se inclina sobre la mesa,
leyendo un periódico, sin compañía.
Y en el ocaso de su miserable senectud
piensa cuán poco gozó en los años)
cuando tuvo la fuerza y el verbo y la belleza.
Sabe que está muy viejo, y lo siente, y lo ve.
Y, sin embargo, le parece que la juventud
fue ayer. ¡Corto intervalo, corto!
Y piensa en qué forma lo embaucó la prudencia,
cómo de ella se fió y qué locura
cuando la engañadora le decía: «Mañana.
Tienes todo tu tiempo».
Se acuerda de los impulsos que detuvo y cuántas
delicias sacrificó. Ocasiones perdidas
que burla ahora su prudencia insensata.
…A fuerza de rumiar pensamientos y recuerdos
el vértigo lo invade. Y se duerme
inclinado sobre la mesa del café.
Murallas
Sin consideración, sin piedad, sin recato
grandes y altas murallas en torno mío construyeron.
Y ahora estoy aquí y me desespero.
Otra cosa no pienso: mi espíritu devora este destino;
porque afuera muchas cosas tenia yo que hacer.
Ah cuando los muros construían cómo no estuve atento.
Pero nunca escuché ruido ni rumor de constructores.
Imperceptiblemente fuera del mundo me encerraron.