Lo dijo Nacho Vegas en Lo que comen las brujas: “y si prefieres vivir en paz contigo en el cielo, antes tendrás que pasar una temporada en el infierno”.
Lo sentía, como Rimbaud, que la TEMPORADA es larga, hasta que la diñes, como bien diría el decadentismo francés, y que el INFIERNO es lo que te sucede mientras osas respirar.
Porque a esa ingravidez vital se asoma como a un abismo «Una temporada en el infierno», de eso tratan sus escasas páginas y versos (a los que dedico de manera distinta y necesaria estas metódicas entradas siempre entregadas a los poetas más que a sus obras): de la lucha desigual entre la fe y la desesperanza, del duelo volátil en el que se enfrascan a diario la muerte y la vida, de la sentencia firme que te condena al dolor y al sufrimiento desde que el doctor te da ese azote en el culo, tan falto de maldad, provocándote el primer llanto de los miles que vendrán.
La temporada de infierno de Rimbaud duró lo justo (quizá en ambas acepciones del término, como bien pensaría el propio poeta), sus 37 años de existencia. Hasta los veinte, cuando decidió tristemente dejar de escribir, podría haberla palmado por cualquiera de esos cientos de motivos que le sirvieron de excusa para experimentar todo lo oscuro, vacuo y profundo de la vida que decidió vivir, sobre todo al lado -e incluso en brazos, para otros- de su “odiamado” Verlaine.
Al final, se lo llevó una bobada, tal vez como tardía respuesta a sus propias palabras al inicio de la obra: “aguardo a Dios con avidez. Pertenezco a una raza inferior desde toda la eternidad”.
Me entristecen profundamente las constantes referencias evangélicas a las que se acoge Rimbaud con el cruel fin de hacer leña de sí mismo, de llenarse de indignidad… de insultarse: “me horroriza mi estupidez”. Mientras niego esa tristeza ingrata, cuyos textos para mí han sido dicha, recuerdo irremediable a Pablo de Tarso, en su epístola a los Romanos, con dos versículos que me muestran lo intemporal del sentir del pobre Arthur: “porque lo que hago, no lo entiendo; porque no practico lo que quiero hacer, sino que lo que aborrezco, eso hago.”
Pero que no nos confunda el subjetivismo, nuestra propia idea de verdad. Una temporada en el infierno es una obra de arte para todos, de manera muy especial para quienes odian la poesía y…, sobre todo, la vida -perdonad lo nauseabundo de mi afirmación- desde esa fe agnóstica que también caracterizó a nuestro Unamuno.
En Los poetas malditos, Verlaine transcribe un poema del igualmente maldecido Tristan Corbière. Un epitafio que es de rigor aplicar a cada uno de ellos, aún más que la cita de Saulo:
“Se extinguió de entusiasmo
y murió de pereza;
si vive es por olvido;
no ser en una pieza
él mismo y su querida
fue su única sin tristeza.
No nació de ningún modo;
va donde el viento le deja;
es cual bazofia compleja,
mezcla adúltera de todo.”
Con Rimbaud me despido, con su “Adiós” y esa fe dolorosa e inquebrantable que le acompañó hasta el fin de sus días: “la visión de la justicia es placer exclusivo de Dios”.
Adiós
¡Ya el otoño! Pero por qué tener nostalgia de un sol eterno, si estamos comprometidos en el descubrimiento de la claridad divina, – lejos de la gente que muere mientras pasan las estaciones.
El otoño. Nuestra barca alzada entre brumas inmóviles toma rumbo hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme en el cielo tiznado de fuego y de barro. ¡Ah! ¡Los harapos putrefactos, el pan mojado por la lluvia, la ebriedad, los mil amores que me han crucificado! ¡No terminará nunca este vampiro que reina sobre millones de almas y de cuerpos muertos y que serán juzgados! Me sueño con la piel roída por el barro y la peste, llenos de gusanos los cabellos y las axilas y lleno de gusanos todavía más gruesos el corazón, tendido entre desconocidos sin edad, sin sentimientos … Podría haber muerto.
… ¡Ominosa evocación! Execro la miseria.
¡Y temo al invierno porque es la estación de la comodidad!
– Algunas veces veo en el cielo playas infinitas, cubiertas de naciones blancas gozosas. Una gran embarcación, por encima de mí, agita sus pendones multicolores con las brisas de la mañana. He creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. Ensayé inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y bien! ¡Debo enterrar mis imaginaciones y mis recuerdos! ¡Una bella gloria de artista y narrador desechada!
¡Yo! ¡Yo que he sido llamado mago o ángel, dispensado de toda moral, soy devuelto al suelo, para buscar un deber, y para abarcar la realidad rugosa! ¡Aldeano!
¿Estoy equivocado? ¿La caridad será hermana de la muerte, para mí?
Finalmente, pediré perdón por haberme nutrido de mentira. Y adelante.
¡Pero ni una mano amiga! ¿Y dónde podría obtenerla?
Sí, la hora nueva es al menos muy severa.
Por lo tanto puedo decir que la victoria está conseguida: los chirridos de dientes, los soplidos del fuego, los suspiros apestados están mitigándose. Todos los recuerdos inmundos desfallecen. Mis nostalgias recientes se diluyen, los celos por los mendicantes, los bandoleros, los amigos de la muerte, los postergados de toda índole- ¡Condenados, si yo me vengase!
Se requiere ser absolutamente moderno.
Ni una pizca de cánticos: llevar la delantera. ¡Dura noche! ¡La sangre seca humea sobre mi rostro, y no tengo nada delante, sino este horrible arbusto! … El combate espiritual es tan brutal como la batalla de los hombres; pero la visión de la justicia es el placer de Dios solamente.
Sin embargo, es la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y ternura real. y al alba, armados de una ardiente paciencia, entraremos en espléndidas urbes.
¿Qué hablé sobre una mano amiga? Una buena ventaja es poder reírme de los viejos amores mentirosos, y cubrir de vergüenza a esas parejas estafadoras, – vi el infierno de las mujeres allá abajo ;- y me será concedido poseer la verdad en un alma y un cuerpo.