«Cuando Dios te da un don, también te da un látigo, y el látigo es únicamente para autoflagelarse». Lo dijo Truman Capote, y quizá sería más que necesario recordar la frasecita y tenerla presente antes de meter la nariz entre las páginas duras y subyugantes de «A sangre fría». ¿Y eso? Es muy probable que hasta el propio escritor no la olvidara en una sola de las líneas que pulen su relato del horrible crimen cometido en Holcomb por Dick y Perry, y del que todo el mundo sabe ya las consecuencias (sin temor a spoiler).
Es fácil juzgar -casi todos lo hacemos a diario, se nos da de lujo-, lo jodido es entender, ponerte en el lugar de… «No critiques a tu hermano antes de haber caminado diez kilómetros en sus mocasines», que decía el proverbio indio. Perry y Dick son unos desgraciados, unos degenerados hijos de perra, sí ya lo sabemos… pero no hemos andado diez kilómetros, ni un solo palmo con sus mocasines.
Dicen, con algún margen de error pues ese logro habría de llevárselo quizá Rodolfo Walsh con «Operación masacre», que «A sangre fría» inaugura la época del llamado Nuevo periodismo, pero no restemos méritos al escritor estadounidense en ninguna de sus facetas. Si la virtud de un periodista habría de estar en no prejuzgar, en intentar -dentro de la absoluta imposibilidad de nuestra humana condición- ser imparciales, contar lo que ha pasado permitiendo que el lector/a sea quien se coma el tarro… justo es eso lo que consigue Truman Capote: tras leer la última hoja, el último renglón de la obra, los pensamientos, rabias, congojas con los que te quedaste a solas son exclusivamente tuyos, y no has de culpar a nadie por ellos, únicamente a ti.
Dick, minutos antes de ser ahorcado, y como absurda contradicción de lo que es su verdad nos clava sus últimas palabras: «Sólo quiero decir que no os guardo rencor. Me enviáis a un mundo mejor de lo que este fue para mí». Yo soy incapaz de verlo como ironía, será deformación profesional, por mi trabajo en una Comunidad Terapéutica con personas con problemas de drogadicción, donde casi a diario descubro lo cierto de la máxima de Renoir: «Lo terrible de este mundo es que todos tienen sus razones» (La regla del juego). Quien no haya hecho alguna burrada que tire la primera piedra.
Imposible se me hace como cinéfilo no recomendar la excelente versión cinematográfica que, con idéntico título, realizó el británico Richard Brooks tan sólo un año después de la publicación de la novela de Capote. Algo más dúctil de digerir, desde luego, pero sin llegar a extremos.
Y bueno, ya que me ha dado hoy por las frases, para quien no soporte la crueldad de la novela, para quien la acuse de espesa (no digo que no lo sea, pero el buen café debe ser así, sino no es café), he de terminar con otra de Capote: «El buen gusto es la muerte del arte». Adiós muerte, bienvenido Capote.
Para no variar os dejo en compañía de unos fragmentos que dejan bien a las claras el estilo directo de Capote:
«Antes de que lo amordazara, el señor Clutter me preguntó y ésas fueron sus últimas palabras, quiso saber como estaba su mujer, si estaba bien. Y yo le dije que sí, que muy bien, que estaba a punto de dormirse (…) Y no es que le estuviera tomando el pelo. Yo no quería hacer daño a aquel hombre. A mi me parecía un señor muy bueno. Muy cortés. Lo pensé así hasta el momento en que le corté el cuello.
(…) Pero no me dí cuenta de lo que había hecho hasta que oí aquel sonido. Como de alguien que se ahoga. Que grita bajo el agua. Le di la navaja a Dick (…) le entró pánico. Quería largarse de allí. Pero yo no le dejé. El hombre iba a morir de todos modos, ya lo sé, pero no podía dejarlo así. Le dije a Dick que cogiera la linterna y lo enfocara. Cogí la escopeta y apunté. La habitación explotó. Se puso azul. Se incendió. Jesús, nunca comprenderé como no oyeron el ruído a treinta kilómetros a la redonda.»
«Harrison Smith, aunque apeló también a los presuntos sentimientos cristianos del jurado, tomó como tema principal los males de la pena capital.
-Es una reliquia de la barbarie humana. La ley nos dice que tomar la vida de un hombre no es lícito, pero a continuación da ejemplo de lo contrario, cosa tan malvada como el crimen que trata de castigar. El estado no tiene derecho a infligirla. No sirve de nada. No impide el crimen sino que abarata la vida humana y da lugar a nuevos delitos. Todo cuando pedimos es clemencia. Seguramente la cadena perpetua no es una gran merced.»
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«Los miserables» (1862)
Me suele dar escalofríos descubrir un reloj de pulsera en la muñeca de algún que otro figurante en un péplum (excepto si lo han dirigido los Monty Python, en cuyo caso acepto hasta naves extraterrestres; véase “La vida de Brian”). Lo que puede resultar una verdad de Perogrullo tiene también sus vertientes, y es que lo más chocante en mi caso no es el evidente anacronismo, sino que uno no se lo espera porque para que esas cosas no sucedan existe un responsable, y chirría. Mucho. Sin embargo, para una criatura de tres años y medio el asunto pasa absolutamente desapercibido y puede que tan sólo se dedique, con la mirada fija en la pantalla, a disfrutar de los gladiadores. Yo mismo reconozco que a pesar de mis soberanos esfuerzos por ver esa sombra de avión que la leyenda urbana asegura que aparece en la carrera de cuadrigas del “Ben-Hur” de Wyler he sido incapaz de centrarme y descubrirla, pues al final acabo metiéndome de pleno en la escena por mucho que pueda considerarla en muchos aspectos una película sobrevalorada. El caso es que las evidencias que consideramos que lo son pueden no serlo para todo el mundo y, en el ángulo inverso, aquello que nos arrogamos el derecho de exigir puede ser un contrasentido al contemplar verdades de perogrullo que somos incapaces de saber que lo son esperando lo que sería anacrónico esperar.
¿Y a qué esta parrafada hablando de la obra inmortal de Hugo? “Los miserables” es una novela enmarcada dentro del movimiento romántico francés de la segunda mitad del siglo XIX, ya con algunos pasos aventurados hacia el realismo, y del mismo modo que no me imagino a Beethoven componiendo el “I want it all” de Queen (y disfruto lo mismo de uno como de otro) no he de exigirle a Hugo, ni a ningún autor, un imposible; menos aún si dentro de las características tipo de la literatura romántica y habida cuenta de que olvidar de que todos somos hijos de nuestro momento histórico es como insultar al tiempo, “Los miserables” es una novela inmensa, sublime. Hablar de la obra de Hugo es hacerlo sobre todo de Jean Valjean, el personaje al que el escritor y poeta francés decide otorgarle el protagonismo de la novela. Todas las criaturas que surgen en la literatura obedecen a un fin determinado de su autor y Hugo deja cristalina su idea desde la predilección empleada en el propio título, desde las primeras páginas de “Los miserables”: “las faltas de las mujeres, de los hijos, de los criados, de los débiles, de los pobres y de los ignorantes, son las faltas de los maridos, de los padres, de los amos, de los fuertes, de los ricos y de los sabios. […] Si un alma sumida en las tinieblas comete un pecado, el culpado no es en realidad el que peca, sino el que no disipa las tinieblas.” ¿Se puede ver esto como puro maniqueísmo o es en buena parte verdad y hacer patente esa realidad -entre otras muchas realidades- es el fin al que tiende Hugo en el desarrollo de su novela y del personaje principal alrededor del que fluye la trama? Sigue leyendo
«El proceso» (1925)
Existen escritores poetas, escritores con vocación de filósofos, filósofos con vocación de escritor, los hay metafísicos, románticos, de un clasicismo extraordinario, raros, confusos o de contrastada dificultad… Están todos estos y aparte existe Kafka, el joven de rostro asustado y huidizo, como sacado de un cuadro gótico y al que se le ha asociado, hasta indiscriminadamente, con tantos movimientos literarios que diríase que todo existe en virtud de su obra: existencialismo, modernismo, marxismo, anarquismo, realismo mágico. Nada escapa a la sombra alargada del genio de Praga.
La especial idiosincrasia de Franz Kafka, puede que influida de manera primigenia por la propia experiencia familiar y la tortuosa relación con su padre (de la que parece ser da cumplida cuenta en su obra póstuma “Cartas al Padre”) hacen del escritor un ser de compleja y tormentosa personalidad, disperso y oscuro y con tal exceso de ideas interiores que fue incapaz de terminar ninguna de las tres novelas que escribió: “El desaparecido”, “El proceso” y “El castillo”, si bien podríamos perdonar a esta última al comenzarla a escribir apenas un año antes de su fallecimiento por tuberculosis. No olvidemos que la más leída de sus obras, “La metamorfosis” es una novela corta y junto con su relatos y cuentos es lo único de su producción que fue publicado en vida del autor. Afortunadamente, el compositor y también escritor checo Max Brod no hizo el más mínimo caso a su amigo Franz, quien deseaba que todos los manuscritos de sus obras fueran destruidos a su muerte, y publicó póstumamente la mayor parte de la obra de Kafka.
“El proceso”, la obra que nos ocupa y que es la única novela de Kafka que he tenido la fortuna de leer junto con “La metamorfosis”, es sin duda una obra más compleja, madura y redonda que esta última, a pesar de no haber sido terminada, como hemos comentado con anterioridad. Literatura eminentemente filosófica y trascendente como lo demuestra de manera esencial el elaborado y elucubrado Capítulo IX que contiene la admirable disertación sobre la ley y la justicia; con temas trasversales y de exquisita resonancia dentro de la estructura meta-argumental de la novela de Kafka: la inaccesibilidad del pueblo a la inocencia o la inutilidad y futilidad de la conciencia cuando todos decidieron de antemano con los prejuicios declararte culpable… No importa la acusación ni el delito sino las percepciones y juicios de quien te rodea en base a criterios tan absurdos como llevar chaqueta o la forma de los labios. Tal vez, simplemente no hay escapatoria a la muerte si uno acaba incluso convenciéndose de que se la merece: «en la oscuridad no encontraré el camino yo solo», suelta K, el protagonista de “El proceso”.
Sí, pudiésemos concluir que todo es un engaño, a K y a uno mismo como incrédulo lector que se pasea por el desastre sumario, pero nos devuelve a la verdad el final, terrible y demencial, con un ajusticiamiento criminal e indecente, tanto como todo el proceso, como la injusticia, como el no saber y sin embargo no saber librarte de la culpa. Alguien se asoma a la ventana antes de cumplir la sentencia, no es compasión, sino hacer constancia del hecho, del mal.
Duro, como una piedra. Seco, como el desierto. Así es “El proceso”, así es Kafka, un ser atormentado que no pasa de puntillas sobre nada, sobre nadie.
Y como casi siempre unos fragmentos que os inviten a su desasosiego y a abrazar sus páginas.
«–¿Cómo te imaginas el final? –preguntó el sacerdote.
Al principio pensé que terminaría bien –dijo K–, ahora hay veces que hasta yo mismo lo dudo. No sé cómo terminará. ¿Lo sabes tú?
–No –dijo el sacerdote–, pero temo que terminará mal. Te consideran culpable. Tu proceso probablemente no pasará de un tribunal inferior. Tu culpa, al menos provisionalmente, se considera probada.
–Pero yo no soy culpable –dijo K–. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro.
–Eso es cierto –dijo el sacerdote–, pero así suelen hablar los culpables.
–¿Tienes algún prejuicio contra mí? –preguntó K.
–No tengo ningún prejuicio contra ti –dijo el sacerdote.
–Te lo agradezco –dijo K–. Todos los demás que participan en mi proceso tienen un prejuicio contra mí. Ellos se lo inspiran también a los que no participan en él. Mi posición es cada vez más difícil.
–Interpretas mal los hechos –dijo el sacerdote–, la sentencia no se pronuncia de una vez, el procedimiento se va convirtiendo lentamente en sentencia.»
«Era un largo pasillo al que se abrían algunas puertas toscamente construidas que daban paso a las oficinas instaladas en el piso. Aunque en el pasillo no había ventanas por donde entrara directamente la luz, no estaba completamente a oscuras, porque algunas oficinas, en lugar de presentar un tabique que las separara del corredor, tenían enrejados de madera que llegaban hasta el techo, a través de los cuales se filtraba un poco de luz, y podía verse a unos cuantos funcionarios, que escribían sentados a una mesa o que, de pie junto al enrejado, miraban por sus intersticios a la gente que pasaba por el corredor. En el pasillo no se veía a muchas personas a causa, seguramente, de que era domingo. Todas tenían un aspecto muy decente y estaban sentadas a intervalos a lo largo de una fila de bancos de madera dispuestos a ambos lados del corredor. Había dejadez en el vestir de aquellos hombres, aunque a juzgar por su fisonomía, sus maneras, su corte de barba y otros pequeños detalles imponderables, pertenecían obviamente a las clases mas altas de la sociedad. Como en el corredor no existían perchas, habían dejado sus sombreros sobre los bancos, siguiendo posiblemente cada uno de ellos el ejemplo de los otros. Cuando los que estaban sentados cerca de la puerta vieron venir a K y al ujier, se pusieron de pie cortésmente, visto lo cual sus vecinos se creyeron obligados a imitarles, de modo que todos se levantaban a medida que pasaban los dos hombres. Pero ninguno de ellos se ponía derecho del todo, pues quedaban con las espaldas inclinadas y las rodillas dobladas dando la sensación de ser mendigos callejeros.»
«Perramus» (1983)
Necesitaría 7 vidas y más páginas que El Quijote para elaborar una concienzuda y fidedigna reseña sobre “Perramus”. Ni tengo las vidas de un gato ni tantas páginas como El Quijote, por lo que tal reseña ni será concienzuda ni fidedigna, pues la única forma cierta de conseguir esa excelencia sería leer este maravilloso lienzo, perpetrado entre Sasturain y Breccia, al menos un millar de veces y renunciar explícitamente a dicho abordaje que ni me atrevo a comenzar. Demasiados piratas me esperan con tan escasas armas a mi disposición.
Mi empresa ya fue harto difícil desde el empeño inicial de tener en mis manos esta inusual obra, creada y publicada en cuatro partes -de desigual aunque similar nivel- entre 1983 y 1990. En edición sólo la última: “Diente por diente”, del resto sin noticias de Dios e incluso ni presentes o disponibles en las sempiternas webs de segunda mano. Tal es así que me vi obligado a crear una sola ficha para todas ellas, en la única edición conjunta -creo que extinta- de 1990, pues resultó del todo imposible rescatar las de las tres primeras: “El piloto del olvido”, “El alma de la ciudad” y “La isla del guano”. Las dudas surgían en mi mente y colapsaron: ¿cómo era posible que este título, considerado por muchos críticos como un referente y la obra maestra de Breccia hubiera desaparecido del mapa y ninguna editorial decidiera reeditarlo? Tras su lectura se me despejaron todas las dudas…
“Perramus” es una novela gráfica muy difícil de querer por su propia idiosincrasia. Tal vez, para no conducir a engaño, la misma portada de cada edición lo deja cristalino: el dibujo exquisito de Breccia alcanza unos límites de experimentación que jamás en mi vida había visto. Desde el perfecto uso de la aguada a lo largo de toda la obra (considero que la técnica de dibujo más difícil con creces), pasando por el raspado a cuchilla para conseguir esos excelsos claroscuros tan característicos de su pluma (no en vano era conocido como el Maestro del blanco y el negro) o el recurso a aspectos del Pop Art (como el uso detallado de recortes o de la técnica del collage). A esta evidente dificultad para el gran público, más acostumbrado a la tinta o a los trazos firmes y definidos provenientes del estilo y diseño de los cómics norteamericanos o del mismo Breccia de Mort Cinder, se une el descomunal componente metafórico y alegórico que Sasturain le infunde a los guiones y que invita, una y otra vez, a detenerse, pararse a pensar y releer, sabiendo a ciencia cierta que ni así has llegado a comprender todos los matices políticos y sociales que desprenden sus páginas.
Difícil de querer, lo acepto, pero necesario de acoger, con el cariño que estemos dispuest@s a otorgarle. Ese dibujo destrozado de Breccia, que tanto me recuerda a la etapa oscura de Goya, y los guiones satíricos y espesos de Sasturain son la evidente necesidad al sentido y significado de esta obra, culmen de la denuncia cínica y despiadada hacia las dictaduras y la falta de libertad y de ideales que, empiece donde empiece, termina abarcando a estados e individuos de una manera casi indisoluble: el “pan y circo” de Juvenal y que tan bien recuerdan los autores en uno de los episodios. El propio anti-héroe de la historia, Perramus, un cobarde que olvida que lo es, no tiene ni nombre -dicho término define una prenda tipo gabardina, símbolo quizá de la identidad ocultada para no ser eliminada-, y los “milicos” no disponen de rostros, son calaveras andantes, faltos de identidad, de humanización. Breccia y Sasturain optan por el derrumbe crónico y global a través de lo grotesco y lo metafórico, y en sus países imaginarios -que bien podrían ser los gobiernos de Chile o Argentina- nadie se salva, ni los gringos, simbolizados en una recurrente lluvia de mierda (perdón), ni la propia revolución, “una enfermedad que se cura con el tiempo”.
…y nos queda Borges, alma de la historia, maestro de cultura y sabiduría cuando abre la boca, y ese “lugar” donde convergen cada uno de los personajes, reales o ficticios, que se hacen presencia: García Márquez, Osvaldo Pugliese, Richard Gómez… Todos tiene cabida en este universo paralelo que da miedo e interroga en virtud de tanta realidad.
Termino con Kavafis, como el propio Borges: “cuando emprendas tu viaje a Itaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. Llegar allí es tu destino. Mas no apresures nunca el viaje. Itaca te brindó tan hermoso viaje. Sin ella no habrías emprendido el camino. Pero no tiene ya nada que darte”.