«El palacio de los sueños» (1981)

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A by anditheloser

Albania, 1981, en medio de la convulsa situación del país, regido con mano de hierro por Enver Hoxha, presidente de la república desde 1946 hasta su muerte en 1985 y volcado desde el autoritarismo en una cada vez mayor exaltación de su liderazgo a través de recurrentes prohibiciones y enérgicas condenas a sus detractores, Shehu, mano derecha del dictador, primer ministro y antiguo amigo y camarada desde los inicios de su gobierno, aparece muerto en su domicilio por supuesto suicidio.

Ese año de gracia de 1981 se publica en Albania, por primera vez íntegra, una obra de Kadaré con el título de “El funcionario del palacio de los sueños”. Quien haya leído la novela en cuestión puede asegurar que el autor tiene más cojones que el caballo del Espartero, casi quedándose uno corto.

Aunque en la década de los setenta aparecieron en forma de relato los dos primeros capítulos de esta exquisita novela parcialmente distópica y su publicación no supuso el más mínimo revuelo ni alarma social, es de rigor tener en cuenta dos aspectos que confluyeron en ese momento: el primero que la realidad política de la nación era bastante más tranquila dentro de la posible entelequia y en segundo término que estas dos flechas iniciales que entregara Kadaré apuntaban al blanco de forma generosa, pero ni disparaban de pleno ni suponían por tanto un dardo envenenado a los cimientos del régimen. Ambos supuestos saltaban por los aires como unos fuegos artificiales en 1981. Baste decir que un año después, el recién nombrado primer ministro albanés Ramiz Alia, tras varias advertencias algo veladas hacia la persona del escritor, decidiera ser meridianamente más directo al afirmar: “el pueblo y el partido te han encumbrado al Olimpo, pero si no te mantienes fiel a ellos, pueden arrojarte al abismo”.

Y es que Kadaré demuestra con insensata tozudez no tener pelos en la pluma. En la novela que nos ocupa, el estado imaginario en el que se desarrolla el drama ha creado una macroestructura -el llamado Palacio de los sueños- a fin de cortar de raíz cualquier resquicio que pueda suponer un ataque futuro al poder establecido siendo obligatorio para todo ciudadano dar a conocer sus sueños para poder ser trascritos e interpretados y según dichas interpretaciones -supuestas, obviamente, en donde radica uno de los puntos más tenebrosos de la obra y que llevan a los funcionarios a una perpetua inseguridad- condenar incluso a muerte a aquel que los haya tenido. Pero el caso es que, nada casualmente, los edificios públicos de ese aleatorio estado imaginario son descritos con pulcritud por Kadaré de idéntica manera, salvo ligeras variaciones, a los existentes en Tirana, capital de Albania. No hay que ser muy listo.

El escritor albanés, autoexiliado en Francia desde 1990 cuando se hizo cargo de manera definitiva de que las dictaduras y la buena literatura no suelen llevarse del todo bien, es un perenne candidato al Nobel, y en base al escaso conocimiento que tengo de su obra -a la presente habría que añadir la terrible crítica al código de venganza albanés conocido como Kanun, y la demagógica condescendencia social que nos ofrece en “Abril quebrado”– lo firmaría ipso facto. Dos estilos muy distintos recorren ambas propuestas más allá de la evidente crítica a la costumbre, la cultura y el servilismo, con muy diversos usos de la narración y los diálogos según le resulte más conveniente a lo que desea transmitir o el énfasis que decida otorgar a determinados aspectos. En “El palacio de los sueños” hace gala de una prosa pragmática, pero eminentemente cargada de simbolismo, que deja el sabor amargo de la desesperanza, del miedo, de la decisión de adaptarse, o al menos no mear fuera del tiesto, aunque ello nos conduzca al camino de las lágrimas. Ese sabor desagradable resta al menos hasta que es el propio lector quien se hace consciente como sin querer de su propia indignación, que quizá forma parte de lo mismo que rechaza de los protagonistas de Kadaré, y también como ellos, parte de esa sociedad nada imaginaria que aparece en sus textos, decide sobrevivir, obviando credos, sangre o ideologías, sin arriesgarse a perder una ridícula seguridad, aunque resulte impostada.

Y para terminar, para no romper la tranquilizadora rutina unas frases y fragmentos más enlace de descarga de la obra completa pulsando aquí.

  «La vida de un hombre queda perturbada para siempre una vez que se encuentra atrapada en los engranajes del poder».

    «Un enfrentamiento, un intercambio de golpes terribles pero sordos han tenido lugar en las profundidades, en los cimientos mismo del Estado (…) Y entretanto nosotros, como ya he dicho alguna vez, no vemos más que sueños, jirones de niebla».

    «Y si embargo, pensó Mark-Alem, todos soñaban con ser transferidos a Interpretación. ¡Si supieran cómo se arrastran las horas aquí! Y para colmo, aquella angustia permanente flotando por doquier (desde que habían encendido las estufas, Mark-Alem tenía la sensación de que la angustia olía a carbón).
Se inclinó sobre el cartapacio y prosiguió la lectura. Ya se había familiarizado en cierta medida con el trabajo y lograba encontrar con mayor facilidad una interpretación para los sueños. En pocos días daría fin a su primer expediente. No le quedaban más que unas cuantas hojas. Leyó algunos sueños fastidiosos que hablaban de agua sucia, negra, de un gallo enfermo que se había hundido en el cieno y de un reumatismo escapado del cuerpo de un asistente a una cena de infieles. Qué escoria, se dijo y soltó la pluma. Era como si el desperdicio hubiera quedado para el final. Su mente se trasladó de nuevo a las salas de los encargados del Sueño Maestro, tal como se evoca, en un ambiente en particular aburrido, la casa en que se llevan a cabo los preparativos para una boda. No había visto nunca aquellas salas, ni siquiera tenía idea de en qué ala del Palacio se encontraban aunque tuviera la convicción de que, contrariamente a las demás, dispondrían de grandes ventanales hasta el techo, por los que penetraría una iluminación solemne, ennobleciendo a las personas y a las cosas».

«Las brujas de Salem» (1953)

Arthur Miller by gabrio76

Arthur Miller by gabrio76

Siento náuseas escuchando decir al Sr. Montoro (disculpen lo de señor) en referencia a Carlos Monedero que todos tenemos los mismos derechos, libertades y obligaciones. Pero náuseas, náuseas, de las de verdad. Voy a grabarme esa frase suya de que «hay que cumplir con las obligaciones de la ley como todo el mundo en este país, que para eso somos una democracia y un Estado de derecho consolidado», para ponérmela cada vez que me siente mal una comida y necesite vomitar. Mientras recordaré que la abogacía del Estado ese de derechos y obligaciones para todos no imputó a la infanta Cristina (la pobre).

El caso es que en esta caza de brujas a Podemos, que debe darle más miedo a los de arriba (por el momento a Dios gracias) que las propias meigas, me tuve que acordar indefectiblemente de la otra caza gorda de hace poco más de medio siglo y que se produjo a manos del senador McCarthy en otra de las más lúcidas democracias occidentales que se conocen: EE.UU., por supuesto.

No voy a contar, porque seguramente es de todos conocido -aparte de que estuvo casado con Marilyn- que toda la vida y obra de este genio que fue Arthur Miller está atravesada de parte a parte por el activismo social y político a favor de los derechos fundamentales y la crítica feroz al conservadurismo y la falsa moralidad, pero el ejemplo clásico a esta verdad de Perogrullo es «Las brujas de Salem», obra adaptada por él mismo para el guión del filme «El crisol» (1997), que salva de la quema el todoterreno Day-Lewis y una buena panda de actores y actrices.
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«Arrugas» (2007)

A mi yeya querida
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Paco Roca es Dios by ReverendoGore

A cualquier hombre o mujer de bien le encantaría afirmar con una rotundidad infalible que el trabajo al que se dedica es perfecto y un ejemplo de dignificación del ser humano. Eso me gustaría decir a mí, trabajador social de una residencia de personas mayores y nieto más que orgulloso de una abuela a la que amaba profundamente y que ha pasado los últimos cuatro años de su vida en un hospital-residencia. Entonces, cuando uno se haya en esa dicotomía cáustica entre realismo y deseo, llega Paco Roca, uno de los más lúcidos historietistas de nuestro país, y con ese dibujo supuestamente primario y exento de florituras que llega desde lo hondo a jóvenes y adultos, amantes o no del noveno arte, te da de bofetones en toda la boca. Porque el creador valenciano me dice con una simplicidad apabullante aquello que ha de cambiar en el lugar en el que curro por difícil que pueda resultar, pues no habla de oídas ni de leyendas urbanas.

A ver… Diferencia entre estereotipo (1) y realismo (2).
1. Los negros tiene un sentido especial para el ritmo.
2. Los políticos mienten.

Si alguna situación supera el 90% de los casos no es ni estereotipo ni prejuicio ni previsibilidad, sino puro y dañino realismo. Sigue leyendo

«La rebelión» (1924)

Joseph_Roth_(1926)

Joseph Roth

Tenía Joseph Roth un lema cardinal al que intentaba ajustarse más que un calcetín al pie: «ser capaz de decir en medio folio cosas interesantes». Si hay una obra que puede emerger como paradigma de tamaña empresa es “La rebelión”. Y es que no resulta nada nimio aplicar tanta cera en una novelita de menos de 150 páginas de la que podría decirse que se lee de un tirón.

Me agradaría mucho compartir que el propósito de la pluma afilada de Roth al contarnos sin florituras la historia del anodino, patriótico y políticamente correcto Andreas Plum, alma máter a pesar suyo del título que nos ocupa, es un llamado consciente y digno a la rebelión -como indica el propio título- contra los mecanismos injustos y absurdos del estado antes de que la vejez o el cansancio lo hagan imposible transformando al supuesto revolucionario en un ser infinitamente cabreado pero notoriamente impotente. Quisiera decir eso, pues no me cabe duda de que, en buena medida, es lo que logra transmitir al lector la inicial vida gris del lisiado organista marcada de manera definitiva e inesperada por una situación tan trivial como dramática, que a todos y cada uno puede acontecer con igual dosis de indignación; pero no sería lícito separar la creación del escritor y proviniendo la desesperanza que vierten las páginas del libro de un autor asqueado, casi apátrida desde su juventud, de mujer esquizofrénica finalmente gaseada por los nazis en su solución final, y cuyo alcoholismo acabó matándolo presa del delirium tremens no será el que suscribe quien se atreva a afirmar que en la resignación que se desprende de la última línea de la novela acerca de un hombre corriente al que no echarán en falta ni Dios ni sus amigos exista algo más allá de la nostalgia de un improbable y la desolación de un tipo común en cuya tumba del cementerio de Thiais puede leerse humildemente: “escritor austríaco muerto en París”.

Es cierto, que quizá fuese involuntario eso de dar por saco a la conciencia del respetable a partir de la felicísima existencia de un individuo que en época de bonanza hasta se permite el lujo de denostar a quien osa provocar a la nación y que permanece en la más cordial imparcialidad mientras no se sienta afectado por el sistema, pero en esa falta de voluntariedad, mordaz y repleta de sarcasmo, descubro que he de darme prisa antes de ser demasiado viejo como para convertirme en rebelde, que no quiero ir al infierno porque me acomodé a la sin razón mientras no me tocara a mí la china y que la futilidad de la vida es algo a lo que se acoge en parte quien la vive y que de cada ser humano depende que se le eche de menos, aunque sólo sea por limpiar unas letrinas, o que se silbe su ausencia, sean propios o extraños, porque el mundo no haya cambiado ni un ápice tras pasar por él.

Y para terminar un fragmento:

«¿En qué había creído? En Dios, en la Justicia, en el Gobierno. Había perdido su pierna en la guerra. Le dieron una condecoración. Ni siquiera le proporcionaron una pierna ortopédica. Durante años había llevado la condecoración con orgullo. Su licencia para manejar un manubrio en los patios le parecía la máxima recompensa. Pero un día resultó que el mundo no era tan sencillo como lo había visto en su devota simplicidad. El Gobierno no era justo. No sólo perseguía a los ladrones y asaltantes, a los infieles. Podía ocurrir, al parecer, que incluso llegase a condecorar a un criminal, puesto que encerraba a Andreas, el piadoso, aunque éste lo reverenciase. Y así actuaba también Dios: se equivovaba. Y si Dios se equivocaba, ¿seguía siendo Dios?».