Respecto a los realizadores japoneses, he de reconocer mi antojada predilección hacia Kenji Mizoguchi, y puedo dar variados motivos de ese antojo, pero cuando veo una película de Ozu, contrapunto artístico de su compatriota, todas esas razones se me tornan absurdas e injustificables. La sensibilidad y estilismo de este hombre no encuentra techo, parangón ni límites. La escena de la playa es… es, bueno: ES.
Viendo sus películas, sorprende que Yasujiro Ozu ni se casara, ni trabajara en toda su vida y ni tan siquiera fuera a la universidad, pues su disección del espíritu y de las pasiones humanas, su estructura fílmica arquetípica es ahora y será siempre irrepetible. No es en absoluto de extrañar que para muchos, sea el paradigma del auténtico cine clásico.
«Memorias de un inquilino» es la primera película producida en Japón tras la Segunda Guerra Mundial, y eso es decir mucho, muchísimo. En una época en la que la radical censura aliada masacraba sin piedad cualquier intento que mostrara la maldad de los vencedores, Ozu es capaz de convencer hasta a los censores con su ternura, su dolor y su apagado canto. Porque «Memorias de un inquilino» es dura, seca y abominable en cierto sentido hacia quienes destruyeron Japón y pretendieron conseguir que nadie desee hacerse cargo de un niño solo y abandonado, buscador de basuras, pero de mirada inocente (algo que, desde luego, no tiene el director, que ya en sus años mozos fue expulsado de la escuela por su reconocida rebeldía).
Qué alegría que filmes como éste, de silencios y pasiones contenidas, de cristalina y transparente belleza ausente de artificios jamás serán remakeados vilmente en Hollywood.
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