Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

Expurgo pandémico desde una residencia de mayores (y II)

(Segunda y última parte del artículo que comenzaba la semana pasada).

    Y ahora, al lío, pidiendo al respetable que, siempre, durante la lectura, tenga en cuenta las variables expuestas y que tienen mucho que ver con salvar la economía y evitar el colapso sanitario y muy poco (o nada) con la salud de verdad, la física y la psicológica de las personas mayores por las que insisten en sentir una desmedida preocupación.

    Durante los dos primeros meses de confinamiento no se realizaron test de detección del SARS-CoV-2 ni a residentes ni a personal socio-sanitario, y si alguna persona mayor presentaba síntomas compatibles con la COVID-19 (tos seca, dificultad respiratoria, fiebre…) debía guardar cuarentena durante dos semanas, estuviera o no enferma de coronavirus, dentro de su habitación, porque nunca lo íbamos a saber. Obviamente, en una población con una media de edad de más de 80 años, ¿quién no tiene problemas respiratorios, tos seca o fiebre un día u otro? A saber: no basta con que no puedas salir a la calle si no que, aparte de prohibir también las terapias y actividades grupales y que comas con otras personas en el comedor, si tienes síntomas (da igual que una de las características de las demencias sea la deambulación errática) te quedas en tu habitación.

    Pudiera parecer, en un exquisito ejercicio de retorcimiento de la realidad del que se diría que han convencido a buena parte de la sociedad, que es una forma inmejorable de proteger a las personas mayores, pero pongo por caso lo que sucedió poco antes de escribir estas últimas líneas, aunque posteriormente hubo ligeras correcciones a estas medidas tan absurdas como oportunistas. Provincias y ciudades con transmisión comunitaria o al borde de tenerla, ¿cómo protegemos? Cerrando parques infantiles y residencias a cal y canto, sin salidas ni visitas de residentes y familiares; mientras, para proteger la economía, todo el personal de dichas residencias, que es quien ostenta unas posibilidades cuasi infinitas de llevar el virus al interior (no hace falta ser Blas Pascal para entenderlo, porque por mucho que se permitan salidas y visitas seguirían siendo residuales), podrá seguir yendo de bares, al gimnasio, comer y cenar fuera mientras «solo» sean seis personas, o incluso juntarse treinta personas en una comunión, una boda o un bautizo, lo mismo da que acaben alcoholizadas perdidas abrazándose por los rincones mientras lo hagan hasta las 10, las 11 o las 12 de la noche como máximo según el rigor (o laxitud) más o menos exquisito de cada Comunidad Autónoma. Y sus churumbeles también seguirán asistiendo al colegio, por supuesto, sin guardar la distancia de seguridad pues, parece ser, que no hay presupuesto para aumentar el profesorado, o juntándose con otros nenes y nenas en el recreo o en las asignaturas optativas; eso sí, en cuanto salieran de una clase masificada ya no podrían ir con su familia al parque, porque era un riesgo terrible e inmarcesible (finalmente, esta medida tan absurda como oportunista fue corregida). Huelga decir que no hay ni un solo dato que avale esa inexistente teoría que nadie podrá probar en la vida de que la transmisión se haya disparado gracias a los paseos o las visitas de las personas mayores de residencias o al contacto entre iguales en los parques infantiles. «Es la economía, amigos». Y como el equipo técnico de nuestra residencia es mucho de datos estadísticos las personas mayores van a seguir saliendo, aunque sea siempre acompañadas de nuestro personal, por mucho que lo diga un orden ministerial mientras la situación sea discriminatoria. Sigue leyendo

Expurgo pandémico desde una residencia de mayores (I)

El siguiente artículo (excepto algunas ligeras actualizaciones por la evolución de la pandemia) no fue publicado en la revista Caramanchos de mi pueblo de origen so pretexto de que su temática no entraba dentro de la estructura de dicha revista, centrada en el folclore y las tradiciones extremeñas, a pesar de que en números anteriores han aparecido artículos ajenos a esta realidad y en este mismo año se publicará uno de una amiga enfocado en la Memoria Histórica. Será que lo que no se debe hacer es criticar de manera indiscriminada a izquierda y derecha.

Lo compartiré en dos partes debido a su extensión.

     Dicen quienes de esto saben que, antes de entrar en materia, lo suyo, a fin de evitar suicidios colectivos y/o rasgados de vestiduras, es situarnos en contexto. Como el título de este insignificante (y quizá algo díscolo) artículo puede ya conducir a ni saber de qué estamos hablando se hace necesario precisar un poco.

  • Expurgo: aunque haya pocas cosas tan simples hoy día como teclear un palabro en el buscador favorito y que te devuelva incontables resultados, para evitar tener que romper la imprescindible sintonía entre el que suscribe y quien lee, resumamos diciendo que un expurgo es una necesidad intestina que si no la sacas de adentro con la exclusiva intención de purificarte puede ocasionar males y daños imprevisibles a la salud, como diarreas, taquicardias o úlceras de diferente consideración.

  • Pandémico: aunque hasta el primer trimestre del año a nadie se le hubiera pasado por la cabeza que este adjetivo existiera o que iba a poder utilizarlo (o a su madre semántica, la palabra pandemia) en frases comunes más a diario que comer pan, en la actualidad es capaz de reconocerlo hasta cualquier corrector ortográfico. Pandemia pandemia pandemia… ¡Qué gusto que no salga la línea curva en rojo subrayando la palabra de marras!

  • Residencia: por si no lo sabíamos, son lugares de perdición, donde habita el diablo (no demasiado Cojuelo parece ser por la absoluta falta de diversión) y en los que se maltrata sistemáticamente a personas de edad provecta con el único objetivo de ganar pasta. Esos lugares, igual que el infierno excepto para creyentes católicos recalcitrantes, nunca les han importado a nadie una mierda, pero ahora resultan que son la caja de Pandora y, como siempre hay que echarle a alguien la culpa para hablar de todo menos de lo importante («la culpa es mía y se la doy a quien quiero» que opinaba una amiga), han sido tomados como chivos expiatorios de la inutilidad, ineptitud y estulticia de la clase política, las administraciones públicas y el periodismo de pito y chirigota.

  • Mayores: ya, sé que es complicado entender esta palabra, la que menos se ha usado dentro de todo este contexto; porque a ningún medio de comunicación oral o escrito se le ocurre soltar, en estos tiempos de corrección política y de temores intestinos a excluir a algún colectivo o herir sus sentimientos, decir subnormal, negro, marica o moro, pero ahora resulta que las personas mayores son ancianas, y así puede comprobarse día a día, a mansalva, sin que se ponga el grito en el cielo, por más que a nadie mayor de 65 años (60 según el consenso de la Unión Europea) le gusta que lo llamen anciano o anciana. A mi padre, cada vez que escucha en algún telediario la frasecita de que «un anciano de setenta años muere en su domicilio», casi le da un infarto. Mayores, personas mayores.

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Falta de costumbre

Un respiro, que días quedan de cabreos e indignaciones, Un respiro a la pandemia con un poema, que hace tiempo no comparto ninguno.

Un respiro al ánimo, que la semana que viene comparto, quizá más que nunca mi cabreo e indignación.

Falta de costumbre

Hay gente incapaz de apreciar la algonodosa belleza
de los áureos y asalmonados bordes de las nubes
tintados por la luz que agoniza bajo el cielo atardecido.

Quien no percibe la intrépida hermosura
de las transparentes gotas de rocío desprendiéndose
por los tornasolados pétalos de flores en una mañana de otoño.

Existen personas que bostezarían al contemplar
el horizonte infinito más allá del océano,
la noche serena cuajada de rutilantes estrellas,
la puesta de sol sobre las copas de los árboles,
o la blanca perfección de los glaciares.

La culpa no es de las nubes,
ni del rocío o el mar;
y no sería oportuno recriminar
a la noche, al sol o a los glaciares
de la humana torpeza y su singular ignorancia.

Puede parecer harto improbable y hasta delirio,
pero sé que hay gente, que existen personas
incapaces de apreciarte, en ti misma
y en todo aquello inusitadamente hermoso que desprendes.
La culpa tampoco es tuya,
ni justo recriminarte
la torpeza y la ignorancia del resto de mortales.

Tal vez, simplemente,
sea falta de costumbre.

Frida Kahlo

   Cuando hace varias semanas el que suscribe sacaba a colación en este blog el tema de que quienes tienen el poder de legislar no tienen ni pajolera idea de lo que hablan (muy probablemente porque no les afecta en absoluto) no sabía que veintiún días después iba a estar todo el país en estado de alerta (excepto Canarias, que se salvó en el mismo fin de semana de cambiar la hora y de la declaración sumaria). Tampoco sabía por entonces que en uno de esos curiosos saltos de equilibrio que tratan de conjugar economía y salud (bueno, en realidad tratan que nos lo creamos, pero solo les preocupa que no colapsen ambos sectores) también se publicaría una orden en la que se cerraban a cal y canto los jardines y los parques y se prohibían terminantemente las salidas y visitas a residentes de centros residenciales. El mismo tiempo, en esta hermosa ciudad de Córdoba donde dieron mis huesos, el alcalde sacó un decreto municipal en el que el toque de queda sería desde las 23.00 de la noche hasta las 6.00 de la mañana.

     Me acordé en estas entonces de lo que me sucedió el jueves y el viernes pasado con dos personas diferentes que miraron y vieron mi mascarilla higiénica con la imagen repetida de una mujer de bandera: Frida Kahlo. La cosa también rompió las autoasumidos estereotipos y prejuicios sociales. El jueves por la mañana me encontré por la calle a Fernando, un sacerdote bajito y muy majo, y me detuve porque tenía que comentarle una cosa. Cuando terminé mi somera explicación se quedó mirando la mascarilla y dijo con una sonrisa ejemplar que intuí en su gesto de ojos entornados y en el tono de su voz:

     –Me encanta tu mascarilla de Frida Kahlo. –Le devolví la sonrisa con un asentimiento–. Una auténtica feminista –terminó.

     El viernes por la tarde fui a mi pueblo a ver a mi familia. Con la susodicha mascarilla puesta salí del coche y me acerqué a mi madre saludándonos a la preceptiva distancia física. Mi madre, entornando los ojos, señaló con el dedo la zona de mi boca.

     –¿Qué es? ¿La reina Isabel II?

     Resuelto y con idéntica sonrisa a la esgrimida por Fernando le contesté:

     –No, no, es Frida Kahlo.

    –Ah, Frida Kahlo. –Con los ojos aún más entornados, no sé si para fijar la vista o porque no tenía ni idea de a quién me estaba refiriendo. Sigue leyendo