Perseverare diabolicum

    Iván Luque padecía un enfermedad rara, de esas que como solo afectan al 0,01 por ciento de la población solo le importa a su familia, aunque se dé por hecho que no va a vivir más de cuarenta años, como así sucediera. La primera vez que visitó mi casa, acompañado de unas amigas, una de ellas miró uno de los pequeños huacos del Perú colocados en un mueble del zaguán del piso, lo cogió con dos deditos y sonrío al tiempo que decía:

     –¡Ahí va, es un pito, Iván!

     Una de las bondades intrínsecas a la enfermedad rara de Iván, el llamado síndrome de Wolfram, es quedarse ciego progresivamente, así que, ante la exclamación de M.ª Luisa hemos de suponer que el susodicho pensó en un instrumento celta en vez de una artesanía erótica, porque ni corto ni perezoso se colocó la punta del huaco (que queda mejor que la punta de otra cosa) en la boca y comenzó a soplar.

     El descojone fue generalizado, pero con mucho cariño. Cuando le explicamos el cuadro a Iván él mismo se tronchaba de la risa.

    El caso es que Iván estaba prácticamente ciego y se le reían las gracias, por su inocencia y su «sin querer». Era una persona hermosa, de las especiales, ausente de maldad. Lo perverso es la peña que finge ser ciega y sigue soplando el pito sabiendo lo que es, y lo hace sin gustarle los pitos, no por solidaridad y compromiso con el colectivo LGTBIQ+.

     Como el ser humano es muy dado a descontextualizar y agarrar solo aquellas secuencias que hacen bien a la tranquilidad y al sosiego, lo normal es que todo el mundo conozca la primera parte de la sentencia latina «errare humanum est» (errar es humano), pero no la segunda: «sed perseverare diabolicum» (pero perseverar en el error es diabólico). Y es que nos equivocamos tanto y tan de seguido que lo de saber de memoria que somos unos mindundis como especie nos viene de lujo; ahora, que hagamos poco o nada por corregirnos, ya es otra historia menos condescendiente, por eso siempre queda el recurso preferido de la humanidad: si errar es normal, lo es más echarle la culpa a otra persona.

     Y aquí viene el instante de mi confesión de la semana: soy un cabezota. Sin remilgos lo digo, para que lo usen contra mí aquellas personas que se sienten liberadas cuando cuentan a mano con un defecto ajeno con el que culpar de errores que, lo mismo, también pueden ser responsabilidad propia. Es mi sambenito. Da igual que la otra parte también se enquiste en su planteamiento, que se repita más que el ajo, incluso que no tenga razón y me vea avocado a repetirle por activa o por pasiva lo mismo varias veces. Resulta que, al final, lo que pasa es que soy muy cabezón y me pongo muy nervioso. Un ejemplo didáctico: el viernes pasado una compañera de trabajo me comenta que le he dado las vacaciones cuando empieza su descanso.

     –No me he dado cuenta –digo, y corrijo–. No pasa nada, vuelves un día más tarde.

     Insiste.

     –No, es que son dos días.

     –¿Cómo dos días?

     Miro el calendario y tengo que corregir de nuevo, pero para su desgracia.

     –Espera, no empiezas las vacaciones el día de tu descanso. Tú coges las vacaciones el domingo, pero empiezas tu descanso mañana sábado.

     –Pero es que pierdo el domingo.

     –¿Cómo que pierdes el domingo? No, lo que no puedes es empezar tus vacaciones en tu día de descanso, pero si al siguiente descansabas es una putada, pero no lo pierdes, simplemente dejas de venir un día antes.

     –Pero pierdo el domingo.

   Creo que se lo expliqué cinco veces. Cada vez más inquieto, claro, porque, obviamente, no me estaba escuchando, solo quería su domingo «libre».

     Estoy convencido de que se marchó cabreada y con la clara idea de que le había choreado un día de sus vacaciones. Pero como soy muy cabezón.

    Y si puedo perseverar en el error, o seguir sin pensar en el bien común, o salirme con la mía apelando a que fulanito o zutanito es de tal o cual manera, porque es verdad que lo es y todo el mundo lo sabe, bienvenidos sean el error, la culpa y, sobre todo, los defectos del resto.